Más que nunca necesita el mundo el testimonio vivo de nuestra fe en Cristo resucitado. Y si este testimonio requiere necesariamente las obras (LG n. 35; AA n.16; AG n.11), incluye también la pública y comunitaria profesión de nuestra fe.
Esto ha de ser, ante todo, la renovación de la consagración pública al Corazón de Jesús: proclamación valiente y gozosa de la fe que Dios nos ha concedido. No podemos esconder la luz de la verdad, sino levantarla sin temor para que ilumine los caminos de hoy. Cuando algunos vacilan en su fe, y nuestra sociedad tiene el peligro de quedar hundida en la limitación de lo visible, de lo natural, de nuestro propio progreso, es preciso proclamar la resurrección del que murió y fue atravesado por la lanza, proclamar la perenne vigencia del que subió al Padre y vive para siempre intercediendo por nosotros (Rom 8, 34; Heb 7, 25).
La consagración es un acto de fe en la soberanía de Jesucristo, de aceptación de la misma y de confianza en su amor. Cristo, sentado a la derecha del Padre, triunfador del pecado y de la muerte, ha sido constituido Señor del universo (Ef 1, 22). Los hombres y los pueblos le debemos adoración, como creaturas de Dios y como redimidos por la sangre del Cordero (Ap 1, 5). Preciso es que Él reine, hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies; el último enemigo destruido será la muerte (1 Cor 15, 26). Sometiéndonos a El, contribuimos a que se extienda su Reino, es decir, a que resplandezca su amor sobre los hombres, para que, viendo nuestras obras, glorifiquen al Padre.
Conferencia Episcopal Española, cincuentenario de la Consagración de España
al Corazón de Jesús, 25 de mayo de 1969