Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira digan contra vosotros todo género de mal por mi. Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa» (Mt 5, 11-12). Con esta cita del evangelio de san Mateo da comienzo el papa Francisco a una nueva exhortación apostólica, firmada el pasado 19 de marzo, encaminada a promover el deseo de santidad del pueblo cristiano.
El Papa, situado ante un mundo enfrentado a la Iglesia, en quien sólo ve una sociedad humana, pecadora, ha alzado nuevamente su voz para mostrar a la sociedad actual el rostro más bello del Pueblo de Dios: la de ser un pueblo santo. ¡Y un pueblo feliz! Porque el Santo Padre no deja de insistir en este aspecto: la felicidad que el hombre contemporáneo busca y no encuentra, se halla en la Iglesia (Gaudete et exsultate), que lleva a todos la alegría del Evangelio (Evangelii gaudium) y del Amor de Dios (Amoris laetitia).
Como recuerda el Catecismo, la Iglesia se caracteriza ya en la tierra por una verdadera santidad (aunque todavía imperfecta), santidad que debemos aprender a descubrir y que debe estimularnos a ser santos también nosotros.
«Me gusta ver −afirma el Santo Padre− la santidad en el Pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios».
Y para ello el papa Francisco propone aquel programa que en el Apostolado de la Oración conocemos tan bien: consagrarse al Corazón de Cristo, ofreciendo a Dios nuestro trabajo y oración, sufrimientos y alegrías, para que venga su Reino. «Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. (…) En el fondo la santidad es vivir en unión con Cristo los misterios de su vida. (…) Como no se puede entender a Cristo sin el Reino que Él vino a traer, tu propia misión es inseparable de la construcción de ese Reino. Tu identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con Él, ese Reino de amor, justicia y paz para todos. Cristo mismo quiere vivirlo contigo, en todos los esfuerzos o renuncias que implique, y también en las alegrías y en la fecundidad que te ofrezca».
Este camino, que consiste en «configurarse con el mismo Corazón de Cristo», el papa Francisco lo concreta desgranando cada una de las bienaventuranzas (aquello que nos hace felices), que aplica a distintas situaciones que encontramos en nuestro mundo actual: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano? La respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas». Y que el Papa ejemplifica en algunas de sus notas características: aguante, paciencia y mansedumbre, alegría y sentido del humor, audacia y fervor, vida en comunidad (familia, parroquia, religiosa, etc.) y oración constante.
En esta llamada universal a la santidad, que «es una lucha constante», el Papa, como buen padre, nos previene también respecto de algunos de los peligros, «sutiles enemigos», que nos acechan: el gnosticismo y el pelagianismo (ver también la carta Placuit Deo recientemente publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, en Cristiandad 1040 [2018] 23-26).
Sin embargo, existe un enemigo mayor, el diablo, a quien también debemos aprender a reconocer mediante una mirada al mundo llena de sentido sobrenatural. «No se trata sólo de un combate contra el mundo y la mentalidad mundana, que nos engaña, nos atonta y nos vuelve mediocres, sin compromiso y sin gozo. Tampoco se reduce a una lucha contra la propia fragilidad y las propias inclinaciones (cada uno tiene la suya). Es también una lucha constante contra el diablo, que es el príncipe del mal. (…) La convicción de que este poder maligno está entre nosotros, es lo que nos permite entender por qué a veces el mal tiene tanta fuerza destructiva. (…) No pensemos que es un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea. (…) Nos envenena con el odio, con la tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros bajamos la guardia, él aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades, porque “como león rugiente, ronda buscando a quien devorar”».
Para este combate, concluye el Santo Padre, tenemos las armas poderosas que el Señor nos da: «la fe que se expresa en la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de la misa, la adoración eucarística, la reconciliación sacramental, las obras de caridad, la vida comunitaria, el empeño misionero».
Estas son algunas ideas que el Papa nos propone, pero lean la exhortación, léanla con atención porque sacarán gran provecho de la misma para su santificación personal.
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