Es la pregunta que se plantea Francisco José Contreras en las páginas de Actuall. Para hacerlo acude a la obra del sociólogo Rodney Stark, que analizó «cómo una secta judía marginal pudo convertirse en tres siglos en la más importante religión de la historia y el fundamento de Occidente».
Tal y como nos explica Contreras, «Stark analiza factores como el testimonio de los mártires, cuya entereza impresionaba a los paganos, o el comportamiento de los cristianos durante las epidemias. Estas últimas fueron importantes tanto por su efecto demográfico directo (socavando la fortaleza del paganismo, mientras los cristianos crecían porcentualmente al ser menos diezmados por ellas: y esto, no por ninguna protección sobrenatural, sino porque, al atender a los enfermos –a diferencia de los paganos, que los abandonaban a su suerte por miedo al contagio– parecen haber conseguido una tasa de supervivencia hasta tres veces mayor) como en cuanto expresión de la superioridad moral de la nueva religión.
Cuando estalló la devastadora plaga del año 165, Galeno, la gran lumbrera de la medicina romana, huyó inmediatamente de la capital. Los cristianos se quedaron, exponiendo sus vidas para cuidar a los enfermos. El emperador Juliano («el Apóstata»), que a mediados del siglo iv intentaría infructuosamente restablecer la hegemonía del paganismo, se lamentaba así en 362 en carta a un sacerdote pagano de Galacia: «Creo que cuando los pobres fueron descuidados e ignorados por los sacerdotes [paganos], los impíos galileos tomaron nota y se dedicaron a la beneficencia. […] Los impíos galileos sostienen, no sólo a sus pobres, sino también a los nuestros […]».
De hecho, la obsesión de Juliano fue crear una red asistencial pagana que pudiese competir con la cristiana. No lo consiguió. Y es que los dioses paganos podían ser sobornados mediante ritos y ofrendas para que concedieran favores terrenales a sus devotos, pero no planteaban exigencias morales: su propia conducta era poco edificante, a juzgar por la mitología. Además, el paganismo no prometía una vida después de ésta (salvo vagas noticias de un Hades muy poco sugestivo). Lo racional, desde esas premisas, era actuar como Galeno: anteponer la salvación del propio pellejo –que es lo único que tenemos y tendremos nunca– a cualquier consideración altruista. Los cristianos, en cambio, creían que «nuestros hermanos que han sido liberados de este mundo (contagiados por los agonizantes a los que atendían] no deben ser llorados, pues sabemos que no se han perdido, sino que sólo nos preceden en el camino» (Cipriano, obispo de Cartago, en 251).
Pero la ventaja demográfica del cristianismo primitivo –que terminaría convirtiéndolo en religión mayoritaria en el siglo iv– parece haber estado también muy relacionada con su ética sexual-familiar y con el estatus de la mujer. El cristianismo triunfó porque reverenciaba la vida y su transmisión mucho más consecuentemente que el paganismo. Roma padeció un problema de infranupcialidad e infranatalidad ya en su época republicana, que no haría sino agravarse en la etapa imperial: «prevalecía la infecundidad», reconoce Tácito en sus Anales (3, 25). Según historiadores como Parkin o Devine, es probable que ya en el siglo i no se llegase siquiera al reemplazo generacional. A partir del siglo iii comienza el proceso de desurbanización: las ciudades pierden población, algunas quedan abandonadas. A falta de romanos, Marco Aurelio recurre ya en el siglo ii al reclutamiento de germanos y escitas en sus legiones. Debilitado demográficamente, el Imperio era ya incapaz de defender sus fronteras o cultivar sus campos; la «solución» fue la inmigración (¿nos suena?). Las invasiones violentas –como la de los vándalos y alanos que cruzaron el Rin congelado en la Nochevieja de 406– fueron la excepción; la regla fue la penetración pacífica y gradual de tribus bárbaras, propiciada a menudo por la propia Roma, que facilitaba su asentamiento con ciertas condiciones (como en el foedus del rey visigodo Walia con el emperador Honorio en 416).
Este invierno demográfico de la Roma pagana estaba estrechamente relacionado con sus concepciones bioéticas y amoroso-familiares. El neonaticidio –especialmente el femenino: era raro que las familias criasen a más de una hija– era permitido por las leyes, justificado por los filósofos y ampliamente practicado: «Si [el hijo que esperas] es un varón, consérvalo; si es una niña, deshazte de ella», ordena en el siglo i por carta un tal Hilarión a su esposa Alis. El aborto estaba a la orden del día, pese al peligro que suponían para la mujer los toscos procedimientos empleados, como ingerir un veneno en dosis solo ligeramente inferiores a las letales para un adulto. No entraremos en detalles truculentos sobre la extracción del feto (por cierto, se sigue haciendo igual, aunque con instrumental esterilizado).
Además de matar a hijos ya engendrados, los romanos también se las ingeniaban para no llegar a engendrarlos: se fabricaban condones con vejiga de cabra o tripas de corderos recién nacidos y la sexualidad romana abarcaba múltiples variantes evitadoras de la concepción, como el coitus interruptus, la masturbación recíproca o la homosexualidad.
Pero otra de las razones por las que los romanos no procreaban era que no llegaban a casarse. La historia jurídica romana muestra una constante (y, por tanto, parece que infructuosa) obsesión del legislador por fomentar el matrimonio: en 131 a.C. el censor Quinto Cecilio Macedónico llegó a proponer su obligatoriedad; Augusto impuso sanciones a las mujeres que no se hubiesen casado a los veinte años de edad y a los varones que no lo hubiesen hecho a los veinticinco. También se intentó promover la natalidad: Julio César ofreció tierras en 59 a.C. a los padres de tres o más hijos. Pese a este esfuerzo legislativo, parece que muchos hombres preferían mantenerse libres de los lazos del matrimonio y la paternidad. En una cultura amorosamente permisiva (para el hombre, no para la mujer), los varones podían satisfacer sus necesidades sexuales recurriendo a esclavas, a prostitutas o a la homosexualidad. Otra de las explicaciones de la infranupcialidad era la falta de mujeres: se ha estimado una ratio de 140 varones por cada cien mujeres en el siglo i, debido al neonaticidio femenino masivo.
El cristianismo traía soluciones para todos esos problemas. La clave del éxito demográfico cristiano fue, desde luego, la sacralidad de la vida y de la familia; pero también –y esto debería interesar a las feministas– la dignidad de la mujer. Los cristianos no mataban a sus hijas («se nos ha enseñado que es perverso exponer a los recién nacidos», explica san Justino en su Primera apología): por tanto, no les faltaban mujeres; por tanto, se casaban y procreaban más. Se casaban, además, a una edad más tardía que las paganas –lo cual revela ya un mayor respeto por el discernimiento de la mujer– y más a menudo con cónyuges de su elección. Los cristianos consideraban sagrado el vínculo conyugal, y por tanto no se divorciaban, a diferencia de los paganos. Tenían a menudo una prole numerosa, ateniéndose al «creced y multiplicaos». Desaprobaban las prácticas eróticas evitadoras de la procreación. Sus exigencias de castidad pre y extramatrimonial eran simétricas, vinculando tanto a varones como a mujeres. Abominaban del aborto y del neonaticidio: «no asesinarás a tu hijo mediante el aborto ni le matarás cuando nazca», proclama la Didaché, un texto catequético de finales del siglo i.
Triunfó, pues, la cultura que más valoraba la transmisión de la vida. Los propios cristianos primitivos parecen haber presentido que la victoria a largo plazo era segura; y no sólo por la confianza en Dios, sino por la superioridad de su código moral, que les permitía hacer de buena gana lo que los paganos tenían que intentar conseguir mediante sanciones legales: «[Los cristianos] nos buscamos cargas que son evitadas por la mayoría de los gentiles, que son obligados por las leyes [a tener hijos] y están diezmados por los abortos» (Tertuliano, A su esposa, I, 5, siglo iii).
Pero, por supuesto, todo esto son batallitas de una humanidad ignorante y pre-ilustrada, de las que no podemos extraer enseñanzas útiles. ¡Nosotros vivimos en el siglo xxi, faltaría más!».
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