La figura de Hillaire Belloc, tan unida a Chesterton pero que brilla con luz propia en libros tan sugerentes como El Estado servil, es bien conocida para los lectores de Cristiandad. José Javier Esparza, desde las páginas de «La Gaceta», acaba de publicar una semblanza de Belloc en la que nos ofrece una jugosa anécdota que es, al mismo tiempo, un modelo de comportamiento católico desacomplejado del que tan escasos vamos hoy en día:
«¿Quién era Hilaire Belloc? Un trueno de hombre. Y con ese apodo, el “viejo trueno”, se le conocería desde muy joven. Belloc era de origen francés. Había nacido en La Celle Saint-Cloud, cerca de París, en 1870. Su padre era francés; su madre, inglesa. La familia se estableció en las islas británicas ese mismo año, pero nuestro autor mantuvo la nacionalidad francesa hasta 1902, de manera que su servicio militar lo hizo en Francia, en 1891. No tuvo una infancia fácil: su madre murió cuando él era muy pequeño. Su padre se cuidó de darle una educación esmeradísima. Estudió en Oxford, donde se graduó en Historia; se casó con una californiana (Elodie Hogan, el amor de su vida, con quien iba a tener cinco hijos) y finalmente, en 1902, obtuvo la nacionalidad británica.
(…) En 1906 se presenta a las elecciones en el distrito de South Salford por el Partido Liberal. Sus rivales conservadores le hacen una campaña a cara de perro: «No votes a un francés católico», decían. Belloc, provocador, comenzó su primer mitin con estas palabras: «Caballeros, soy católico. Si me es posible, voy a misa todos los días. Esto que aquí saco es un rosario. Me arrodillo y paso estas cuentas todos los días si me es posible. Si me rechazáis por este motivo, agradeceré a Dios que me ahorre la indignidad de ser vuestro representante».
Hay que decir que Belloc ganó las elecciones y el escaño. Pero también hay que apresurarse a señalar que muy pronto quedó defraudado. Hilaire Belloc, combativo y ante todo sincero, no podía soportar la corrupción del sistema parlamentario: le escandalizaba que las elecciones fueran en realidad un trámite amañado y que la clase política monopolizara la representación, dejando a la sociedad al margen. Así que empezó a protestar hasta que le echaron del Partido. En 1910 volvió a presentarse, esta vez como independiente, y de nuevo fue elegido, pero no tardó en renunciar a su escaño: la atmósfera de aquella democracia ficticia le resultaba irrespirable».