El vaticinio de Menéndez Pelayo se cumple implacablemente: la unidad histórica de España se fraguó sobre la fe compartida; y el día en que esa fe «acabe de perderse, España volverá a los reinos de taifas». La Hispania romana, habitada por hombres de razas diversas y costumbres muy diferentes, estaba llamada fatalmente a enfangarse en un hormiguero de batallas tribales. Pero el fundente de la fe la salvó de este destino natural de disgregación, convirtiendo lo que sólo era un mogollón de gentes en una auténtica comunidad, ordenada hacia el bien común. Postergar el bien sectario o egoísta sólo puede lograrse mediante una vida virtuosa alimentada por un motor espiritual. De lo contrario, sobreviene lo que san Agustín llamaba «el tedio de la virtud», que es la causa última del agostamiento y extinción de todas las civilizaciones a lo largo de la historia. Las «invasiones bárbaras» son cuentos con los que engañan a los niños en la escuela para escamotearles esta verdad terrible: es el tedio de la virtud lo que aniquila las sociedades y descompone las naciones. Y ese tedio de la virtud empieza cuando muere la fe religiosa.
Todas las filosofías falsas y sus fulanas predilectas, las ideologías, han pretendido fundar la sociedad sobre el tedio de la virtud, suplantando la unidad de las naciones por la liga aparente de la aglomeración. Tal quimera voluntarista es la que pretendieron primero las monarquías absolutas, mediante la construcción de un leviatán hobbesiano, y después las democracias, mediante la creación artificiosa de una «voluntad general», o los llamados totalitarismos, con los engendros de las supremacías raciales o las dictaduras del proletariado. Sólo hay una voluntad que puede mantener a los pueblos unidos, que es la voluntad de Dios; y todo lo demás son tediosos avatares de la torre de Babel, patéticos esfuerzos por mantener una liga aparente que acaba degenerando en discordia y rebatiña.
Juan Manuel De Prada, «El cadáver de España»,
ABC, 13 de noviembre de 2017