Aprovechando el reciente establecimiento de relaciones diplomáticas entre Myanmar (antigua Birmania, sometida a una dictadura militar desde hace más de cincuenta años) y la Santa Sede, el papa Francisco ha sido el primer pontífice en realizar un viaje apostólico a dicho país, viaje caracterizado por la escasez de actos, el tono eminentemente institucional de los mismos, y el protagonismo que han tenido los encuentros a puerta cerrada, algunos de ellos fuera de agenda.
El 27 de noviembre llegaba el Sumo Pontífice a este país del sureste asiático para «expresar la cercanía de Cristo y de la Iglesia a un pueblo que ha sufrido a causa de conflictos y represiones, y que ahora está lentamente caminando hacia una nueva condición de libertad y de paz». Para orientarse en este camino el Papa propuso la figura de Jesús crucificado como brújula segura: «En la cruz encontramos la sabiduría que puede guiar nuestras vidas con la luz que proviene de Dios». «Sé que la Iglesia en Myanmar ya está haciendo mucho para llevar a otros el bálsamo saludable de la misericordia de Dios, especialmente a los más necesitados. Hay muestras claras de que, incluso con medios muy limitados, muchas comunidades anuncian el Evangelio a otras minorías tribales, sin forzar ni coaccionar, sino siempre invitando y acogiendo. En medio de tanta pobreza y dificultades, muchos de vosotros ofrecéis ayuda práctica y solidaridad a los pobres y a los que sufren. Con el servicio diario de vuestros obispos, sacerdotes, religiosos y catequistas, y en particular a través de la encomiable labor de la Catholic Karuna Myanmar y de la generosa asistencia proporcionada por las Obras Misionales Pontificias, la Iglesia en este país está ayudando a un gran número de hombres, mujeres y niños, sin distinción de religión u origen étnico. Soy testigo de que la Iglesia aquí está viva, que Cristo está vivo y está aquí con vosotros y con vuestros hermanos y hermanas de otras comunidades cristianas. Os animo a seguir compartiendo con los demás la valiosa sabiduría que habéis recibido, el amor de Dios que brota del Corazón de Jesús».
Tras su breve estancia en Myanmar, el 30 de noviembre continuó el papa Francisco su viaje hacia Bangladesh, donde pudo acercarse más a la gente, siendo testigo de la vitalidad y el fervor misionero de la Iglesia en esta nación que cuenta únicamente con unos 375.000 (0,24% de la población).
En su primer día en Bangladesh el Santo Padre aludió al drama de los llamados rohinyá, de los cuales se calcula que han huido seiscientos mil de Myanmar hacia Bangladesh, agradeciendo a este país todo el esfuerzo y sacrificios realizados para acoger a los refugiados y solicitando ayuda a la comunidad internacional para frenar esta crisis humanitaria.
El momento central de la visita tuvo lugar el 1 de diciembre con la celebración eucarística en el parque Suhrawardy Udyan de Dacca, durante la cual el Papa ordenó presbíteros a 16 diáconos del único seminario mayor del país, que acoge actualmente a cuatrocientos seminaristas, exhortándoles a configurarse con Cristo, sumo y eterno sacerdote. Al día siguiente, último de su viaje, el Pontífice se reunió con los sacerdotes, religiosos y personas consagradas –tras realizar una entrañable visita a la casa que las Hermanas de la Caridad tienen en Dacca– a los que animó a cuidar de su vocación, como se cuida a un niño o a un anciano. La vocación es una semilla sembrada por Dios y que Él hace crecer y se cuida «con ternura humana» porque es con ternura como nos cuida Dios. Sin embargo, el Papa advirtió también contra la «otra semilla», la sembrada por el enemigo, de noche.
Y ya antes de partir hacia Roma, el Santo Padre mantuvo un encuentro con los jóvenes, valorando su entusiasmo pero alertándoles sobre el falso optimismo. «Aseguraos de elegir el sendero justo, (…) saber “viajar” en la vida y no “vagar” sin rumbo. Nuestra vida tiene una dirección, un fin que nos ha dado Dios. Él nos guía, orientándonos con su gracia. (…) Lo único que nos orienta y nos hace ir hacia adelante por el sendero justo es la sabiduría, la sabiduría que nace de la fe. No es la falsa sabiduría de este mundo. Es la sabiduría que se vislumbra en los ojos de los padres y abuelos que han puesto su confianza en Dios. (…) Recibimos esta sabiduría cuando comenzamos a ver las cosas con los ojos de Dios, a escuchar a los demás con los oídos de Dios, a amar con el Corazón de Dios y a valorar las cosas con los valores de Dios. Esta sabiduría nos ayuda a reconocer y a rechazar las falsas promesas de felicidad. Y hay tantas. Una cultura que hace falsas promesas no puede liberar, sólo conduce a un egoísmo que nos llena el corazón de oscuridad y amargura. (…) La sabiduría de Dios nos abre a los demás. Nos ayuda a mirar más allá de nuestras comodidades personales y de las falsas seguridades que nos convierten en ciegos frente a los grandes ideales que hacen la vida más bella y digna de ser vivida. (…) La sabiduría de Dios refuerza en nosotros la esperanza y nos ayuda a afrontar el futuro con valentía».
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