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CRISTIANDAD

Testimonio sobre la persecución de los cristianos en Corea del Norte

Por Gerardo Manresa Presas
octubre 2017
en Iglesia perseguida, Secciones
6 min de lectura

Como es bien sabido, desde hace más de sesenta años, la «tierra del amanecer tranquilo» está dividida en dos a raíz de una guerra fratricida especialmente salvaje.
He podido viajar a Corea del Norte y, pese a la vigilancia constante de la policía, me ha sido posible verificar la veracidad de ciertos informes y numerosos testimonios de refugiados norcoreanos.
En primer lugar, en los hospitales, donde la situación es desoladora no hay antibióticos ni vendajes ni tan siquiera jabón. Sólo doy un ejemplo: en lugar de los frascos de suero para las infusiones intravenosas, allí utilizan botellines de cerveza llenos de agua azucarada hervida.
También pude visitar las escuelas, donde se refleja la desnutrición crónica de toda una población, a excepción, evidentemente, de los funcionarios del régimen. Cabe señalar que un niño norcoreano de siete años de edad, de media, mide veinte centímetros menos y pesa diez kilos menos que un niño de la misma edad de Corea del Sur. Los refugiados en Corea del Norte coinciden todos en que «hay que sobornar a tal miembro o a tal militar para obtener productos de primera necesidad». Por tanto, la corrupción es allí moneda corriente.
También me sorprendió no ver a personas discapacitadas… Y es que el régimen norcoreano, que es racista y eugenésico, está obsesionado con la pureza de la raza, y considera que las personas calificadas de «anormales» no forman parte de ella. Como consecuencia, a los discapacitados se los expulsa de las grandes ciudades.
¿Cómo describir en pocas palabras este régimen comunista? Corea del Norte es un país tan cerrado que nadie puede entrar y circular en él sin un visado… «incluido Dios», añaden los refugiados a modo de broma. Los dos principales pilares de la represión son, por un lado, el control sobre todos los desplazamientos de la población y, por otro, la ignorancia del mundo exterior… Los refugiados norcoreanos que logran huir descubren, atónitos, una realidad completamente diferente de lo que les contaron desde su nacimiento, y todos recuerdan la desenfrenada propaganda marxista de la que es víctima la población con el fin de convertir a todos los habitantes en zombis sumisos al partido comunista: al dictador lo presentan como a un verdadero «dios» que es referencia obligada en todos los discursos, en la enseñanza, en las informaciones. La dinastía de los Kim, desde el abuelo al nieto actualmente en el poder, es objeto de una propaganda delirante con treinta mil estatuas y retratos gigantescos en todas las ciudades y aldeas, y con eslóganes escritos sobre inmensos carteles expuestos en todas las calles. Los norcoreanos se espían mutuamente entre vecinos o compañeros de trabajo y se denuncian entre ellos cuando detectan un incumplimiento del deber hacia el «Gran Líder». Tras la detención del culpable se reúne a la población y la familia para criticar las transgresiones del pseudodelincuente. Después es deportado a un campo de prisioneros o todos asisten a su ejecución a muerte. Los testimonios y las observaciones de los satélites occidentales permiten estimar que el número de personas detenidas en estos auténticos campos de concentración oscila entre cien mil y doscientas mil. La brutalidad de los guardianes es el pan de cada día de estos prisioneros que trabajan dieciséis horas al día y que soportan torturas atroces; eso, sin contar las ejecuciones públicas de los recalcitrantes…
Entre estos «prisioneros políticos» los que peor trato soportan son los cristianos, que son considerados espías y «antirrevolucionarios de primera clase». Según el régimen, son unos trece mil, pero las organizaciones humanitarias hablan de entre veinte y cuarenta mil. Estos cristianos son objeto de un trato particularmente cruel: los crucifican, los cuelgan de árboles o de puentes, los ahogan, los queman vivos… Algunos testimonios hablan de torturas tan espeluznantes que la decencia me impide mencionarlas aquí.
Según los dirigentes de Corea del Norte, todas las religiones deben estar prohibidas, a saber, tanto el cristianismo como el budismo, pues, según el «catecismo» marxista, la religión es el opio del pueblo. Los norcoreanos ignoran lo que es la Biblia y, por tanto, quién es Dios. Hace algunos años el gobierno abrió, con gran despliegue de propaganda, una iglesia católica, un templo protestante y una iglesia ortodoxa en la capital, pero eso no fue más que un simulacro.
A pesar de todo ello, en Corea del Norte existe una Iglesia clandestina que es víctima de una constante persecución. «¿Habéis oído hablar o habéis sido testigos de la detención de uno de vuestros vecinos por haber sido pillado in fraganti rezando en su casa o en un lugar considerado secreto?»: a esta pregunta que les hice a los refugiados norcoreanos, varios me respondieron afirmativamente. Y determinadas informaciones empiezan a filtrarse: así, hace dos años fue detenida una mujer embarazada de 33 años de edad por estar en posesión de veinte biblias. La mujer recibió una brutal paliza y fue colgada de los pies a la vista de todos. En mayo de 2010 fueron detenidos veinte cristianos que formaban parte de la Iglesia clandestina: a tres de ellos los ejecutaron de inmediato y a los demás los deportaron. Se calcula que, desde 1995, al menos cinco mil cristianos han sido ejecutados por el mero hecho de rezar en secreto o por distribuir ejemplares de la Biblia. Muchos de estos cristianos lo son gracias a la presencia de misioneros extranjeros en la frontera. También se sabe que hay pastores estadounidenses y canadienses de origen coreano actualmente encerrados en campos para prisioneros políticos debido a la ayuda que prestaron a los refugiados.
Me he reunido con refugiados en un país que hace frontera con Corea del Norte donde, en caso de detención, corren el riesgo de ser repatriados por la fuerza, lo que supondría para ellos la prisión, la tortura, el campo de trabajos forzados y la muerte. Y si no son repatriados, corren el riesgo de caer en las garras de organizaciones criminales de tráfico de órganos. Las mujeres y las hijas pequeñas pueden ser secuestradas por las bandas y vendidas a campesinos o, lo que es peor, a propietarios de prostíbulos. A una niña coreana la pueden vender por entre 800 y 1.200 dólares.
Desde hace más de sesenta años, miles de norcoreanos han intentado huir a un país libre, pero eso no es sencillo. Para ello hay que pasar por China, que se niega a reconocerles la condición de refugiados, pues insiste en considerarlos «inmigrantes ilegales». Sin papeles y, por tanto, clandestinos, son muchos los que trabajan donde y como pueden, pese a ser explotados y maltratados. Carecen de derechos y están a merced de sus empleadores.
Para sacar a estos refugiados de este avispero, los traficantes, que arriesgan la vida, pero que reciben un buen pago por ello, conducen a los que se lo piden hacia Corea del Sur, Canadá, Estados Unidos y otros países, a través de Mongolia, Laos, Vietnam, Tailandia… Para llevar a alguien de Corea del Norte a otro país hacen falta entre cuatro y cinco mil euros para el falso pasaporte, el transporte, los víveres, el salario del traficante y los sobornos a aduaneros y policías. Evidentemente, estos «contratos» son aleatorios, por lo que también puede ocurrir que, en el último momento, el traficante decida pedir más.
En mis encuentros con los refugiados norcoreanos he escuchado historias tan insoportables que se me saltaban las lágrimas de sufrimiento y vergüenza… ¿Cómo pueden los seres humanos cometer tales atrocidades? ¿Cómo es posible que se pisoteen tantas vidas humanas en medio de la mayor indiferencia?
Como misionero y como sacerdote católico, hablo aquí en nombre de todos aquellos coreanos que, desde hace más de sesenta años, recorren uno de los más largos viacrucis de la historia de la humanidad. Hablo en nombre de aquellos a los que han arrancado, sin anestesia, un ojo o un miembro para trasplantárselo a una persona rica, ya sea china, japonesa o de otra nacionalidad. Hablo en nombre de los norcoreanos que son víctimas de los traficantes de esclavos.
La huida de estos millares de hombres, mujeres y niños representa una cuestión importante en la que cabe subrayar el aspecto político y diplomático. Por desgracia, los países vecinos de Corea del Norte y también los más lejanos de Europa o América no reclaman más que algunos cambios en nombre de los «derechos humanos», sin cuestionar el statu quo actual, en nombre, según dicen, del «equilibrio de las relaciones internacionales» que garantiza una «paz de compromiso». Esto supone un aplazamiento indefinido de la liberación de Corea del Norte y, por tanto, también de la reunificación del país.
En conclusión, si nos limitamos a los estrictos cálculos geopolíticos, los veintiún millones de norcoreanos tendrán que esperar aún mucho tiempo antes de que su suerte mejore de forma radical. A menos que Dios intervenga, por lo que rezamos a diario por este pueblo crucificado.

Señor Jesús misericordioso:
Te pido que liberes a nuestros hermanos y hermanas norcoreanos de las cadenas que los aprisionan desde hace más de setenta años.
Posa tu mirada de amor sobre este pueblo que sufre…
Enseña la paz a la nación coreana dividida en norte y sur por una guerra fratricida.
Ayúdanos a contribuir a la reconciliación y no permitas que nos dejemos llevar por la desesperación.
Buen Pastor, reúne en tus brazos a todos nuestros hermanos y hermanas norcoreanos, uno por uno. Envuélvelos con tu amor redentor.
Que la Virgen de Fátima haga estallar el muro del comunismo y los ayude a encontrar la libertad y la alegría de vivir como hijos de Dios.
Amén.

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