A lo largo de los siglos IV y V d.C. el Imperio romano de Occidente fue perdiendo gradualmente su poder y entrando en colapso. Los constantes asaltos e incursiones de las tribus bárbaras en territorio romano hacían de la defensa del «limes» una tarea imposible. La corrupción de las costumbres (especialmente en las clases dirigentes) provocó una erosión de la idea de Imperio y la responsabilidad que ello conllevaba, lo que se tradujo en una administración corrupta y una crisis demográfica que obligaba a reclutar a los mismos bárbaros para la defensa del Imperio. A todo ello se le sumó una situación de guerras civiles y de intensa discordia religiosa entre paganos (recordemos al emperador Juliano el Apóstata), católicos y arrianos. Por ello, la autoridad imperial ya no gozaba del poder de los antiguos emperadores y los territorios de influencia romana eran gobernados en muchos casos por jefes de tribus bárbaras romanizados o generales de las legiones del lugar.
A pesar de la caída del poder imperial, los cristianos sentían que mientras la Iglesia católica perdurase, la obra del Imperio no podía venirse a tierra. Por ello, el representante de las poblaciones conquistadas no eran los legistas o los burócratas romanos, sino los obispos cristianos, que quedaron como jefes naturales de la población romana del lugar. Fueron estos obispos, como Sidonio Apolinar, san Avito o san Lupo, los que trataron con los cabecillas bárbaros. Fruto de este contacto y de su conversión, los mismos bárbaros se hacían «romanos». Así dice el obispo Paulino de Nola a Niceto de Remesiana, misionero: «Per te barbari discunt resonare Christum corde romano», es decir, la oleada bárbara se quebrará contra la roca de Cristo.
En este contexto aparece el personaje que ocupa el objeto del artículo: Clodoveo (o Clovis). Jefe de los francos sálicos, situados en la zona noreste de la Galia, que se habían asentado sobre suelo imperial en Bélgica y sobre el bajo Rin a mediados del siglo iv. Era éste el cabecilla de una tribu que, a pesar de su paganismo, poseía una larga y mayor tradición de asociación con el Imperio que la de otros pueblos germánicos occidentales, ya que habían combatido en calidad de aliados de los gobernadores romanos de las Galias contra los visigodos, los sajones y los hunos. En el año 486 conquistaron el territorio entre el río Loira y el Somme, último bastión de la Galia romana independiente, con lo que vino a gobernar un reino mixto de romanos y germanos. En cuanto a la situación religiosa del momento, la Iglesia católica se encontraba en un momento extremadamente complicado debido al poder de los adeptos a la herejía arriana, que se extendía entre todos los primeros reinos germánicos: los borgoñones y visigodos en las Galias, los ostrogodos en Italia, los suevos y visigodos en España y los vándalos en África.
El hilo de los acontecimientos que condujeron a la conversión de Clodoveo puede seguirse a través del relato de Gregorio de Tours en su Historia de los francos. Clodoveo tenía una hermana arriana, Lanthilde, y otra hermana casada con Teodorico el Ostrogodo, el rey arriano de Italia. Mas esos lazos que podían haberle inclinado hacia el arrianismo fueron contrapesados por la influencia esencial de su mujer, la princesa burgundia Clotilde, ferviente católica, con la que contrajo matrimonio en el año 493. A pesar de su paganismo, Clodoveo siempre mantuvo una buena disposición hacia la religión de su esposa. Testigo de ello es la benévola impresión y las esperanzas que suscitó en el episcopado católico el reinado del joven rey bárbaro. El obispo Remigio de Reims le escribía al poco tiempo de su ascensión al trono de esta forma: «Nos ha llegado una gran noticia: que habéis tomado el gobierno de la Belgica Secunda. No se trata de ninguna novedad, puesto que vuestros antepasados ya lo ejercieron. Velad, ante todo, para que el Señor no se aparte de vos. Pedid consejo a vuestros obispos, si vais de acuerdo con ellos todo irá de la mejor manera en las tierras sujetas a vuestra autoridad». El primer hijo de Clodoveo y Clotilde, Ingomer, accediendo a los deseos de su madre, fue bautizado. El niño murió inmediatamente después lo que llevó a Clodoveo a una actitud de rechazo de la fe cristiana. A pesar de ello, Clodoveo accedió a que su segundo hijo Clodomiro fuese bautizado también.
Al poco tiempo sobrevino la guerra contra los alamanes, que iba a resultar decisiva para la historia religiosa de Clodoveo y de los francos.
La tribu de los Alamanes había cruzado el Rin y amenazaba con invadir el territorio conquistado por los francos. Según el relato de Gregorio de Tours, en el curso de la sangrienta batalla en Tolbiac, en el 496, contra el ejército alamánico, los francos, con Clodoveo al frente, parecían hallarse a punto de ser derrotados y aniquilados. En el momento de mayor peligro, y tras invocar inútilmente a sus dioses paganos, Clodoveo alzó la voz y, acordándose de las enseñanzas de su esposa, gritó: ¡Jesucristo, a quien Clotilde proclama el Hijo de Dios vivo, invoco tu ayuda! ¡Si me das la victoria no tendré a otro Dios más que a ti! La suerte de las tropas francas experimentó un cambio radical: el enemigo se batió en retirada, su rey murió en la refriega y los alamanes se rindieron ante los francos.
Fiel a su promesa, de vuelta de la guerra el obispo Remigio de Reims fue llamado para instruir en la catequesis a Clodoveo y a sus tropas. Fue bautizado solemnemente en la víspera de Navidad cerca del 500 (el año no se conoce con exactitud) junto a tres mil guerreros de su séquito. Al acercarse a la fuente bautismal, Remigio exclamó: «¡Inclina humildemente tu frente ante el yugo del Señor, Sicambro; quema lo que has adorado, adora lo que has quemado!».
Las consecuencias de la conversión y bautismo de Clodoveo fueron de gran trascendencia en el mundo germánico y para la futura Cristiandad medieval, que veía al fin a un rey germánico alzarse con el estandarte de la fe cristiana. Así proclamaba gozosamente el obispo Avito: «vestra fides nostra victoria est» (vuestra fe es nuestra victoria). El rey católico Clodoveo inició entonces campañas contra los reinos arrianos de las Galias, cuya defensa de la herejía le parecía intolerable. De esta forma, el rey Alarico II fue derrotado y con él desapareció el Reino tolosano. Clodoveo, con el apoyo político de la Iglesia y los galo-romanos, con las milicias romanas puestas bajo su servicio y nombrado protector de la Bretaña, extendió su poder por toda la Galia y estableció la nueva capital en París, reino precursor de la actual Francia. El emperador de Oriente, Anastasio, reconoció a Clodoveo como el rey católico de Occidente. Este título presagia ya el protagonismo y la importancia que tendrá el Reino franco en la historia cristiana de Occidente.
Los reinos arrianos irían cayendo o desistiendo de sus errores gradualmente. La alianza entre los reyes francos y la Iglesia fruto de la conversión de Clodoveo supuso el cimiento de la Cristiandad medieval y, posteriormente, dio lugar a la restauración del Imperio occidental bajo Carlomagno. Se iniciaba así una época en la que los soberanos reconocerían a Cristo como Rey supremo y en la que durante siglos la Cristiandad se extendería a lo largo de Europa. Como en la batalla del Puente Milvio, Dios vuelve a intervenir en la historia, ambas ocasiones en momentos en los que la fe cristiana se hallaba muy comprometida. Pero el Señor no abandona nunca a su Iglesia, y a través de la conversión milagrosa de estos dos personajes mediante signos reveladores en importantes batallas, reafirma su realeza y el poder de sus designios. Así como el Edicto de Milán supuso un antes y un después para la Iglesia católica en el Imperio romano, la conversión de Clodoveo inauguraría un periodo en el que, lentamente pero con determinación, la entera vida de la sociedad se irá amoldando a las enseñanzas cristianas, dando lugar a ese periodo que, a pesar de sus limitaciones humanas, fue de un esplendor indiscutible y que se conoce como la Cristiandad medieval. No es irrelevante tampoco que fuera en Francia donde empezase la Cristiandad. A lo largo de los siglos, a pesar de las muchas traiciones, de ser éste también el lugar donde surgió la Ilustración que envenenará Europa entera o donde ocurrió la Revolución de 1789, será la Francia católica regada por la sangre de los mártires la que dará numerosísimos misioneros para la evangelización del mundo. Será también en Francia donde el Sagrado Corazón se aparecerá a santa Margarita, mostrándole su herida abierta y haciendo sus promesas, y en consecuencia donde se empiece a extender la devoción que Dios, en su amorosa Providencia, reservaba para los tiempos modernos.
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