El «Gran Juego» es el término que se acuñó en el siglo xix para describir la rivalidad entre el Imperio ruso y el Reino Unido en su lucha por el control de Asia central y el Cáucaso. A cualquiera que se fije en lo que está ocurriendo actualmente en Oriente Medio no se le escapará los paralelismos que confirman que estamos asistiendo a un nuevo «Gran Juego» geopolítico donde se entrecruzan potencias e intereses muy diversos. Un libro publicado en Francia, «Guerres, pétrole et radicalisme», escrito por el director de Ayuda a la Iglesia Necesitada en aquel país, Marc Fromager, es de gran ayuda para ordenar la información que nos llega desde aquella región e intentar comprender los resortes que mueven a los actores en juego. De entre los muchos datos y análisis que aporta, destacaremos los que nos parecen más relevantes.
Por mucho que lo hayamos visto en los medios, es difícil hacerse una idea cabal de lo que ha supuesto vivir en el territorio bajo control del ISIS-Estado Islámico. Mosul, por ejemplo, el corazón de la llanura de Nínive y donde se combate intensamente a día de hoy, poseía más de cuarenta y cinco iglesias. No ha quedado ni una: destruidas, transformadas en mezquitas o en oficinas y almacenes, el Estado Islámico consiguió que por primera vez desde hace dos mil años no hubiera ni una sola misa en Mosul. Los pocos cristianos que permanecían en el lugar cuando la ciudad cayó en manos de los yihadistas tuvieron que elegir entre convertirse al islam, someterse al estatuto de dhimmi, aplicado de forma estricta y en consecuencia asfixiante, marcharse o morir. En su totalidad eligieron abandonar todo lo que tenían y huir de aquel lugar. 125.000 cristianos escaparon apresuradamente de sus casas en la llanura de Nínive durante el verano de 2014.
El panorama en la vecina Siria es aún peor: más de doscientos mil víctimas directas de la violencia a las que hay que añadir quienes han fallecido de resultas de la falta de cuidados médicos hasta superar con creces el medio millón de muertos. A los que hay que sumar doce millones de desplazados, de los que cuatro millones han abandonado el país, la mitad con destino al Líbano, donde los precarios equilibrios que mantienen aquel país en una frágil paz están sufriendo una tensión inaudita por esta llegada masiva de refugiados. Dividido el poder entre suníes, chiíes y cristianos, la llegada masiva de sirios suníes amenaza el statu quo. Existe ya un precedente: la llegada de refugiados palestinos tras la Guerra de los Seis Días, factor clave para el desencadenamiento de la guerra civil que sumió el Líbano en el caos a partir de los años setenta del siglo pasado.
Pero, ¿cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Qué fuerzas han jugado en aquel siempre agitado tablero? Estamos en un escenario de gran complejidad, donde se entrecruzan numerosos factores, pero podemos fijarnos en algunos de los más determinantes:
-Radicalización del islam: es un fenómeno recurrente. Tras un periodo en el que los musulmanes se acomodan y rebajan las exigencias del islam fundacional, es cuestión de tiempo que alguien levante la bandera del seguimiento estricto de las prescripciones que se remontan al mismo Mahoma. Así ha sucedido repetidas veces a lo largo de la historia y ha vuelto a suceder ante nuestros ojos. Tanto el chiísmo de Jomeini como el wahabismo que se extiende por el mundo gracias a la financiación de los petrodólares, que paga mezquitas e imanes a lo largo y ancho del planeta, se inscriben en esta tendencia.
–Conflicto entre suníes y chiíes: Arabia Saudí, suní, e Irán, chií, están librando una batalla por obtener la supremacía en la región. Los chiíes forman un arco geográfico que pasa por el Líbano, Siria, Iraq e Irán y que Arabia Saudí ha intentado quebrar, promoviendo la guerra en su eslabón más débil. Siria, si bien es gobernada por Bashar al Assad, que pertenece a una rama del chiísmo, está poblada mayoritariamente por suníes, por lo que el objetivo que desencadenó la guerra fue reemplazar el régimen de Al Assad para llevar a los suníes al poder. No es casualidad que en Siria estén combatiendo soldados provenientes de todo el mundo islámico, financiados principalmente por Arabia Saudí y Qatar, lo que desmiente el carácter de guerra civil del conflicto. En cuanto a Iraq, la acción de Occidente derrocando a Saddam Hussein, él mismo sunita, e instaurando la democracia en un país de mayoría chií, ha llevado, por la fuerza de los números, a convertir a Iraq en un protectorado de facto iraní, al menos en la parte sur del país, con importantes bolsas de población suní y kurda más al norte. El veterano líder druso libanés, Walid Jumblatt, ha llegado a hablar del «regreso de Ciro el Grande», el rey de los persas que conquistó Babilonia y Mesopotamia el año 539 a.C. Arabia Saudí está, pues, rodeada por países chiíes, tanto por el norte como por el sur, donde está inmersa en una guerra contra el Yemen, en poder chií desde finales de 2014. Este panorama de conflicto suní-chií ha evolucionado, complicando aún más una situación de por sí muy compleja e incorporando también una guerra intra-suní entre los grupos wahabitas controlados por Arabia Saudí y el Estado Islámico, que se propone como califato y se ha rebelado contra quien le había financiado en sus orígenes.
–Lucha por el control de los recursos naturales: aunque el petróleo y el gas no lo explican todo, es evidente que los enormes recursos energéticos de la región son siempre un factor a considerar a la hora de analizar cualquier conflicto en la región. El descubrimiento de nuevos yacimientos en el extremo oriental del Mediterráneo y la concurrencia entre los principales proyectos de gaseoducto, el South Stream ruso y el Nabucco norteamericano, han jugado un papel importante en la conformación del actual escenario. La negativa de Bashar al Assad de permitir que el gaseoducto Nabucco pasara por Siria es clave para entender tanto el desencadenamiento de la guerra en Siria como el apoyo ruso al régimen de Assad.
–El papel de Occidente: tanto la intervención norteamericana como europea han sido factores desestabilizantes. Su alineación acrítica con los intereses de Arabia Saudí y Qatar (que no sólo son importantes proveedores de petróleo, sino muy importantes compradores de nuestra deuda pública) y su imprudencia a la hora de financiar, preparar y armar a los grupos «opositores» en Siria, a menudo simples tapaderas de grupos yihadistas como el mismo ISIS, han alimentado el conflicto. Tampoco se puede pasar por alto el papel de Turquía: aliado de Occidente cada vez más renuente, país suní pero con pretensiones propias y contrarias a las iraníes y sauditas, es a través de Turquía por donde transita el petróleo exportado por el Estado Islámico y las armas y los combatientes que se les unen. En realidad, Turquía ha apoyado al Estado Islámico como un peón que debilita tanto a Siria como a los kurdos, con quienes Turquía está inmersa en un ya largo conflicto.
–El papel de Rusia: hemos ya señalado los intereses energéticos rusos en Siria, a los que hay que sumar el uso de los puertos sirios en el Mediterráneo. A estos obvios intereses se ha sumado el renacer de un sentimiento de responsabilidad de Rusia hacia los cristianos de la región. Es difícil juzgar sobre la sinceridad de estos sentimientos entre los dirigentes rusos, pero en cualquier caso la intervención rusa ha resultado determinante para salvar a Bashar al Assad, hacer retroceder al Estado Islámico y mejorar la situación de los cristianos.
En este complejo y peligroso contexto, ¿cuál es el futuro de las comunidades cristianas de Oriente, que en muchas ocasiones se remontan a los tiempos apostólicos? En realidad hace catorce siglos, desde la llegada del islam, que asistimos al reflujo de la presencia cristiana en Oriente Medio. Los cristianos en la región, justo es reconocerlo, experimentan un lento declinar que se ha acelerado en los últimos tiempos, antes incluso de que apareciera el Estado Islámico y la cruenta persecución que ha desatado contra los cristianos (y contra otros no musulmanes, como los yazidíes). En el Líbano, el país en el que los cristianos siempre han sido una fuerza primordial y constitutiva de su carácter, éstos han disminuido un 30% en veinticinco años, esto es, en el tiempo de una generación. En Irán la disminución ha sido del 66%, y si vamos a Tierra Santa, los cristianos de Belén, que eran el 98% de la población en 1948, año del fin del mandato británico, ahora representan sólo el 12%. En Jerusalén los cristianos eran el 53% en 1922, mientras que hoy en día son tan solo el 1,2%. En Iraq, del millón y medio de cristianos hace 25 años hemos pasado a 250.000, aunque el caso más llamativo es el de Turquía, donde hace un siglo era cristiana una cuarta parte de la población y que ahora acoge a un ínfimo 0,1% de población cristiana. Parece como si los cristianos en la región, que habían resistido no sin un lento declinar a las presiones del islam dominante, se estuvieran evaporando desde hace unas décadas. Evidentemente, actúan aquí distintos factores: las persecuciones recurrentes, particularmente intensas en los últimos años o la posibilidad de una emigración relativamente fácil al tener los cristianos un nivel educativo medio superior al global en sus países de origen, junto al hecho de contar con redes de apoyo creadas por antiguos compatriotas que emigraron en su día y el tener una alta capacidad de integración en los países occidentales por el mismo hecho de su religión. Pero también la adopción de patrones de comportamiento occidentales que han hecho que el número medio de hijos entre las familias cristianas de la región haya experimentado una brusca caída. El clima de violencia, la amenaza constante en que se vive y la traumática experiencia del ISIS hace que muchos de los cristianos de la región deseen para sus hijos un futuro lejos de allí. En esta tesitura, la derrota del ISIS y el retorno de la paz, por muy precaria que sea, serán factores que ayudarán a frenar el éxodo de los cristianos, pero quizás la mayor esperanza para la supervivencia de las comunidades cristianas de Oriente Medio sean los propios cristianos que han sobrevivido, sus numerosos mártires y la transformación que han sufrido en estos tiempos de persecución, fortaleciendo su fe, intensificando su caridad y alimentando una esperanza sobrenatural que, por propia experiencia, nada confía de sus propias fuerzas.
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