Estados Unidos está viviendo una de las elecciones primarias más inusuales de las últimas décadas para designar a los candidatos a presidente para suceder a Barack Obama. Y esta singularidad tiene un nombre: Donald Trump, el multimillonario ególatra, enfant terrible, populista, demagogo, mujeriego, soez, prepotente y simplista que ha arrasado al resto de candidatos republicanos y al que ya nadie le separa de la nominación presidencial.
Los analistas lo descartaron al principio, teorizaron sobre la imposibilidad de que se alzase con la victoria en las primarias republicanas y ahora están intentando explicar cómo ha podido suceder algo en lo que nadie creía. Y es que Trump es un candidato que, tras un análisis racional, debería ser descartado por el votante informado: no en vano provoca un elevadísimo rechazo (un 40% de los estadounidenses creen que Trump sería el presidente más horroroso de la historia de los Estados Unidos) y consigue niveles de apoyo muy bajos entre las minorías raciales, tanto entre los hispanos como, de modo especialmente intenso, entre los negros. Tampoco cuenta con el apoyo de la prensa conservadora, que atacan lo que consideran su populismo nativista y su apuesta nacionalista por el proteccionismo.
Y sin embargo, Trump se ha salido con la suya y ha alcanzado contra todo pronóstico la nominación republicana. ¿Qué puede explicar este éxito? Más allá de las características del personaje, entre las que no es algo menor su habilidad para manejar los medios de comunicación modernos, hay motivos reales que ayudan a explicar el fenómeno Trump. Por un lado, el nivel de enfado de los norteamericanos: una encuesta reciente señalaba que los menos enojados son los que viven en hogares con rentas por encima de los 150.000 dólares anuales (los ricos) o con rentas inferiores a 15.000 dólares (los pobres). Por contra, los más irritados y pesimistas son quienes ganan entre 50.000 y 74.900 dólares. El americano medio está decididamente enfadado y cree que las cosas en su país necesitan un cambio drástico.
El discurso tradicional republicano, que presenta la libertad de mercado como el medio para conseguir prosperidad, ha salido malparado de la crisis de estos últimos años en la que la clase media estadounidense no ha dejado de perder poder adquisitivo. Además, esa supuesta libertad de mercado demasiadas veces es el nombre con el que quieren ocultar la corrupción generalizada entre la administración y empresas privadas.
A esta situación se suma la cuestión de la inmigración, donde Trump defiende políticas que han provocado protestas viscerales, como la de la construcción de un muro que separe a los Estados Unidos de México. Existe un consenso entre los establishments de los partidos demócrata y republicano acerca de la naturaleza sustancialmente positiva y en cualquier caso imparable de la inmigración. Pero lo cierto es que la inmigración tiene importantes costes en la vida de la gente ordinaria que los políticos profesionales contemplan en la lejanía. Aquellos sobre quienes recaen esos costes, hasta ahora minimizados o incluso negados en público, están dando su voto a quien ha roto el tabú y dado dimensión pública a sus quejas. Son los que ya no se sienten en casa en su propio país y son más de los que imaginaban. Que Trump no tenga propuestas realistas para solucionar esos problemas no parece importarles demasiado si pueden hacer oír su voz.
Por otro lado está lo que el presidente del American Enterprise Institute, Arthur C. Brooks, llama «política del desprecio»: el trumpismo sería una consecuencia de esa política. «La candidatura de Trump –escribe Brooks– surgió como reacción al desdén de los progresistas hacia los ciudadanos de a pie que sólo aspiran a ganarse la vida en una situación económica complicada. Muchos creen haber encontrado en Donald Trump a un paladín capaz de contraatacar». Impulsivo, dice cosas que se supone que un político con aspiraciones no debería decir. Esto le hace atractivo para mucha gente harta de sentirse juzgada y humillada por la omnipresencia de lo políticamente correcto. Gente normal que ha sido acusada de racista cuando han expresado sus preocupaciones y que ven con simpatía a alguien que dice en público lo que ellos piensan. Como señalaba el editor de First Things, R. Reno, «no nos hemos dado cuenta de cuánto ha humillado y silenciado lo políticamente correcto a la gente ordinaria».
Por último, otro factor a tener en cuenta es el sentimiento de cansancio de ser el policía del mundo mientras en casa se pasan penurias, también mayor de lo previsto. Desde el 11-S, los republicanos han apostado por una política exterior intervencionista y eso tiene un coste, en vidas y recursos. Trump supone un resurgir del aislacionismo, de la negación del excepcionalismo norteamericano: Estados Unidos ya no sería el faro moral de todas las naciones ni estaría llamado a ejercer ninguna hegemonía global, bastante tiene con ocuparse de sus problemas. Un mensaje que cala entre muchos, descontentos con el curso de las cosas en su propio país.
En definitiva, Trump es un populista con malos modos que promete el oro y el moro sin explicar cómo lo va a conseguir, pero los problemas que utiliza como palanca existen. Su éxito no radica en sus propuestas irreales ni en consideraciones ideológicas, sino en la sensación de que las fórmulas aplicadas para mejorar la vida de los norteamericanos no están funcionando. La esperanza que vendió Obama se ha desvanecido y son cada vez más quienes sienten que les han arrebatado eso que llaman el «sueño americano». No es sólo una sensación, es un hecho: la movilidad social, una de las claves del sistema norteamericano, no hace más que reducirse desde hace décadas y se encuentra hoy en día por debajo de la de algunos países europeos. Como explicaba David Goldman, la movilidad ascendente se ha bloqueado y la gente tiene la percepción de que este bloqueo no es accidental, sino que ha sido provocado por las elites.
En el bando demócrata, la nominación va a ser para Hillary Clinton, si bien su rival en estas primarias, el septuagenario socialista Bernie Sanders ha puesto en evidencia todas las debilidades de la candidata. Demasiado débil para conseguir la victoria pero lo suficientemente fuerte para mostrar las carencias de Hillary, ésta no está consiguiendo los apoyos esperados ni entre los hispanos, ni entre las mujeres, ni entre los jóvenes. Sólo los negros le están siendo homogéneamente fieles. Además, el posicionamiento de Sanders, que se beneficia entre los demócratas del mismo hartazgo que ha aupado a Trump entre los republicanos, ha obligado a Hillary Clinton a escorarse aún más hacia la izquierda. Eso sí, Clinton cuenta con el sólido apoyo del poder económico y mediático estadounidense y de la multinacional del aborto Planned Parenthood, que sabe que con ella el negocio seguirá creciendo.
En cualquier caso, sabemos que Hillary no genera el entusiasmo que produjo Obama. Al mismo tiempo todas las encuestas le dan ganadora en un cara a cara con Trump, por lo que parece que no va a necesitar de ese entusiasmo para convertirse en la primera mujer presidente de los Estados Unidos. Pero después de estas extrañas primarias, ya nadie se atreve a descartar a un Trump que ha llegado mucho más lejos de lo que todos creíamos.
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