Carlos Eugenio de Foucauld nació en el seno de una familia cristiana en Estrasburgo el 15 de septiembre de 1858. Hijo del vizconde de Foucauld y de Isabel de Morlet, recibió una esmerada educación religiosa en los primeros años de su vida.
Sin embargo, muy pronto la desgracia comenzó a golpear a la joven familia. Francisco, el padre, sufría crisis depresivas que le llevaron a tener que ser ingresado en la Casa de la Salud de Charenton. La madre crió al pequeño Carlos y a su hermana María con gran devoción, instruyéndoles en las prácticas piadosas. Pero nuevamente la desgracia vuelve a golpear al pequeño Carlos. En 1868, en el intervalo de pocos meses, tras sendas enfermedades, su madre y su padre fallecen quedando ellos al cuidado de su abuelo, Carlos Gabriel de Morlet.
Durante el resto de su infancia, el joven Carlos continúa con su vida de piedad, fuertemente influenciado por su abuelo al que admira mucho y su prima María de Moitessier, la cual tendrá en el futuro una importancia capital para él. Sin embargo, al cumplir los 17 años la vida de Carlos se tambalea: durante su ingreso en la Escuela de la Rue des Postes se produce su rechazo a toda creencia:
La boda de su prima María con el vizconde de Bondy terminó de romper sus últimos lazos con su vida pasada. Su comportamiento egoísta, rebelde y caótico le conllevó la expulsión de la Escuela en 1876 a pesar de contar con muchas cualidades para el estudio. Finalmente, haciendo gala de una gran fuerza de voluntad consigue preparar por su cuenta exitosamente la entrada a la Escuela Militar de Saint-Cyr.
Como el mismo escribiría después en sus memorias: «Pasé doce años sin negar nada y sin creer en nada, desesperando de encontrar la verdad, no creyendo ni siquiera en Dios; ninguna prueba me parecía suficientemente irrefutable. A los 17 años era puro egoísmo, pura vanidad, pura impiedad, puro deseo del mal, estaba como enloquecido».
Su vida fue un continuo dar tumbos durante los siguientes años. En 1878, cuando acababa de obtener el ingreso a la Escuela de Caballería de Saumur, fallece su abuelo. Esto causa una gran tristeza en el joven Carlos, ya que su abuelo había sido lo más parecido a un padre que había conocido. Al cumplir la mayoría de edad y tomar posesión de las herencias de sus padres y abuelo, Carlos se abandona a una vida de derroche y lujo. Se hace asiduo a las fiestas de Saumur y adquiere los lujos más refinados y extravagantes convirtiéndose en un gourmet reconocido. En 1880 comienza a convivir con una mujer, Mini, lo cual le acaba acarreando su expulsión del Ejército por concubinato.
En su retiro en Nazaret en 1897 dejó escrito acerca de esos años: «Me alejaba, me alejaba cada vez más, mi Señor y mi vida comenzaba a ser una muerte, o mejor aún, era ya una muerte a vuestros ojos. Y todavía en este estado de muerte Vos me conservabais… Había desaparecido del todo la fe, pero el respeto y la estima permanecían intactos. Vos me hacíais otras gracias, Dios mío, me conservabais el gusto por el estudio, las lecturas serias, las cosas bellas, el asco por el vicio y la abyección. Yo hacía el mal, pero no lo aprobaba ni me gustaba… Vos me distes esta vaga inquietud de una conciencia que, a pesar de estar adormecida, no estaba del todo muerta.»
En 1881 y ante la entrada en combate de su antigua unidad, pide su reingreso en el ejército bajo la condición de dejar su vida inmoral. Durante su estancia en Argelia con su unidad, Carlos experimenta esa atracción por el mundo árabe que marcará el resto de su vida. Comienza una serie de peligrosos viajes por Marruecos y Argelia que le convierten en el primer europeo en visitar en profundidad esos países. Su nombre se hizo famoso en la Sociedad Geográfica de París y a su vuelta a Francia en 1886 publica varios libros sobre sus viajes.
Sin embargo, su alma continúa apegada al mismo mal. Como escribe el propio beato: «Jamás he sentido esta misma tristeza, este malestar, esta inquietud de entonces. Dios mío, era, sin duda, un don vuestro; ¡qué lejos estaba de sospecharlo! ¡Cuán bueno sois! Y al mismo tiempo que, por una invitación de vuestro amor, privabais a mi alma de ahogarse irremediablemente, guardabais mi cuerpo: porque si entonces hubiera muerto hubiera ido al Infierno… ¡Cómo por milagro me habéis hecho salir de estos peligros en viajes, tan grandes y múltiples! ¡Esta inalterable salud en los lugares más malsanos, a pesar de mis grandes fatigas! ¡Oh, Dios mío, cómo teníais vuestra mano sobre mí, y qué poco la sentía yo! ¡Cómo me habéis guardado! ¡Cómo me cobijabais bajo vuestras alas siendo así que yo ni tan solo creía en vuestra existencia! Y mientras así me guardabais, pasaba el tiempo, y juzgasteis que se acercaba el momento oportuno de hacerme entrar en el redil».
Tras otro de sus viajes, Carlos se instala en París, cerca de su familia. El contacto con su hermana y su prima le hace volver a plantearse la fe de su niñez. Lo relata así en sus memorias:
«Al comienzo de octubre de ese año 1886, después de seis meses de vida en familia, mientras estaba en París haciendo imprimir mi viaje a Marruecos, me encontré con personas muy inteligentes, muy virtuosas y muy cristianas; al mismo tiempo, una gracia interior extremadamente fuerte me empujaba: empecé a ir a la iglesia, sin creer, encontrándome bien solamente allí, donde pasaba largas horas repitiendo esta extraña oración: ‘¡Dios mío, si existes, haz que te conozca!’ ¡Oh Dios mío! ¡Cómo tenías tu mano sobre mí, y qué poco yo lo sentía! ¡Qué bueno eres! ¡Cómo me guardaste bajo tus alas mientras yo ni siquiera creía en tu existencia!
»Forzado por las circunstancias, me obligaste a ser casto. Era necesario para preparar mi alma a recibir la verdad: el demonio es demasiado dueño de un alma que no es casta. Al mismo tiempo me hiciste volver a estar con mi familia donde fui recibido como el hijo pródigo. Todo eso era tu obra, Dios mío, obra tuya solamente… Un alma hermosa te secundaba, pero con su silencio, su dulzura, su bondad, su perfección… Me atrajiste por la belleza de esa alma. Me inspiraste entonces este pensamiento: puesto que esta alma es tan inteligente, la religión en la que cree no puede ser una locura. Estudiemos entonces esa religión: tomemos un profesor de religión católica, un sacerdote instruido, y veamos qué pasa, y si hay que creer lo que ella dice.»
Esa alma a la que hace mención el beato es la de su prima, María de Moitessier, que sin duda tuvo una importancia capital a lo largo de toda su vida. Y continúa:
«Me dirigí entonces al padre Huvelin. Le pedí lecciones de religión: él me hizo arrodillar e hizo que me confesara, y me envió inmediatamente a comulgar… ¡Si hay alegría en el Cielo por un pecador que se convierte, la hubo cuando entré en ese confesionario! ¡Qué bueno que has sido! ¡Qué feliz que soy! (…) Mi Señor Jesús, tú pusiste en mí ese amor por ti, tierno y cada vez más grande, ese gusto por la oración, esa fe en tu Palabra, ese sentimiento profundo del deber de la limosna, ese deseo de imitarte, esa sed de realizar el mayor sacrificio que me fuera posible hacerte. Deseaba ser religioso, vivir sólo para Dios. Mi confesor me hizo esperar tres años.
»¡Qué influencia bendita tuvo en mi vida la peregrinación a Tierra Santa!, aunque la hice a pesar mío, por pura obediencia al padre Huvelin… Después de haber pasado Navidad de 1888 en Belén, de haber escuchado la misa de medianoche y recibido la sagrada Comunión en la santa Gruta, me volví a Jerusalén después de dos o tres días. La dulzura que sentí al rezar en esa gruta donde resonaron las voces de Jesús, de María, de José, fue indecible. Tengo sed de llevar la vida que entreví, que adiviné, caminando por las calles de Nazaret, que pisaron los pies de Nuestro Señor, pobre artesano perdido en la abyección y la oscuridad…»
Carlos se siente llamado a dejar todo para seguir a Jesús. Y el 15 de enero de 1890, entra en la Trapa:
«El Evangelio me mostró que el primer mandamiento es amar a Dios con todo mi corazón y que había que encerrar todo en el amor; todos saben que el primer efecto del amor es la imitación. Me pareció que nada me ofrecía mejor esta vida que la Trapa.»
Tras siete años de trapense en el convento Notre- Dames-des-Neiges parte hacia Tierra Santa donde las hermanas clarisas de Nazaret lo tomaron como sirviente. Durante su estancia en Nazaret fue donde el beato escribió la Regla de los Hermanitos.
Pero Carlos anhela el sacerdocio y, tras recibir la aprobación del padre Huvelin, recibe las Sagradas Órdenes en 1901.Tras esto, parte hacia África y se instala en Beni-Abbés (Argelia) primero y más tarde entre los touaregs, nómadas del desierto del Sáhara. A pesar de que el Señor no le premió con compañeros que le ayudasen en sus ansias de evangelización, Carlos continuó con su labor apostólica entre los pueblos del Magreb. Finalmente, tras una larga vida de entrega a Dios, Carlos de Foucauld fue asesinado en 1916 durante unas fuertes revueltas en el norte de África consecuencia de la primera guerra mundial. El 13 de noviembre de 2005 fue proclamado beato por Benedicto XVI. De sus escritos y espiritualidad han surgido hasta 10 congregaciones religiosas, entre las que destacan los hermanitos de Jesús, las hermanitas de Jesús, las hermanitas del Sagrado Corazón, las hermanitas del Evangelio, las hermanitas de Nazaret, los hermanitos del Evangelio y la fraternidad Jesús Caritas.
San José, el primer adorador
San José, después de la Santísima Virgen, fue el primer y más perfecto adorador de Nuestro Señor. La vida de san José fue una vida de adoración a Jesús, pero de perfecta adoración.