El año 1531 fue glorioso para la ciudad de Ávila. En mayo llegó la emperatriz Isabel acompañada del pequeño príncipe Felipe para celebrar la ceremonia del cambio de sus ropas infantiles por el primer calzón de gentilhombre. Felipe tenía cuatro años. La ciudad se engalanó cubriéndose de alfombras y tapices. No podía estar ausente de estas fiesta una de las más bellas y admiradas doncellas de la nobleza abulense, Teresa de Ahumada. Apasionada lectora de libros de caballería, disfrutó mucho en estas fiestas. Estaba enamorada de su primo Pedro y el éxito y la diversión frívola que encontró en esos días la embriagó, pero su fuerte carácter no permitió que acabara de encontrar la felicidad en ellas.
Llevaban dos meses de fiesta en fiesta y el 26 de julio era el día en que el príncipe Felipe debía recibir «el trajecillo de caballero». ¿Qué sucedió entonces? María, su hermana mayor, casada ya, no vivía en Ávila, y D. Alonso Sánchez, padre de Teresa, no quiso que Teresa deambulara sola por la ciudad con sus «frívolas» amistades y la encerró en un convento, también pensionado para jóvenes, pues en aquel tiempo no había escuelas para las doncellas. Teresa derramó algunas lágrimas tanto por la falta de asistencia a las fiestas como por tener que despojarse de las joyas que lucía ante los otros. Tenía dieciséis años cuando entró en el convento de las agustinas de Nuestra Señora de Gracia. La maestra de las jóvenes seglares era Dña. María de Briceño y Contreras, mujer muy dedicada al cuidado de ellas. Los primeros días de estancia en el convento, Teresa sufrió mucho, especialmente por no poder estar en las fiestas por vanidad suya, aunque ya empezaba a estar un poco cansada de fiestas, pues no dejaba de tener un gran temor de Dios. Dice ella misma: «Traía un desasosiego que en ocho días, y aun creo menos, estaba muy más contenta que en casa de mi padre».
Sus nuevas condiscípulas la querían, pues Teresa era muy simpática y Dios le había dado la gracia de agradar donde iba, sin embargo ella era «enemiguísima de ser monja», aunque disfrutaba viviendo en un ambiente en que la piedad y la discreción se le hacían amables. Dña. María de Briceño era una persona muy piadosa y de una gran devoción al Santísimo Sacramento. Tenía mucho cuidado en la educación de las jóvenes y las acompañaba incluso al locutorio para evitar cosas poco agradables. Demostró estar extraordinariamente dotada para entenderse con ellas y después de escucharlas, las convencía. Teresa cuenta que estando en dicho convento se vio turbada por mensajes de los de fuera, especialmente del desesperado galán que a través del ojo de la cerradura o de los barrotes de las rejas del locutorio o a través de su prima, le acosaba. María de Briceño, lejos de privar a Teresa de las conversaciones a que tan aficionada era, se sirvió de ellas para encaminarla y poco a poco «la fue haciendo gustar de la buena y santa conversación de esta monja, holgábame de oírla cuán bien hablaba de Dios, porque era discreta y santa». Los livianos secreteos que tenía con su prima, la maestra de novicias los sustituyó contándole que «ella había venido a ser monja por sólo leer lo que dice el Evangelio: Muchos son los llamados y pocos los escogidos. Y le hablaba del premio que da el Señor a los que lo dejan todo por Él».
María se dio perfecta cuenta de lo influenciable que era Teresa, tan bien dotada para la acción y que la chispa de un simple sentimiento prendía fuego a un proyecto que rápidamente convertía en realidad y Teresa lo comenta así: «Comenzó esta buena compañera a desterrar las costumbres que había hecho la mala, y a tornar y a poner en mi pensamiento deseo de cosas eternas» y «a quitar algo de la enemistad que traía con ser monja». María estaba manejando con suavidad el resorte de la idea que mueve a la acción.
Su orgullo también iba a quebrantarse. Había sido una niña ante la cual todo había cedido, todo lo había obtenido por su astucia o el halago, porque era la niña más bonita, la más querida y la más simpática, todo lo hacía bien, jugar al ajedrez, montar a caballo, escribir, bailar… En Ávila se comentaba que Teresa se casaría con quien quisiera. Pero en Nuestra Señora de Gracia experimentará por primera vez con dolor que le falta «una perfección, una sensibilidad: si veía alguna verter lágrimas cuando rezaba, u otras virtudes, habíala mucha envidia, porque era tan recio mi corazón en este caso, que si leyera toda la Pasión no llorara una lágrima; esto me causaba pena». Ella, tan audaz, alcanza una zona prohibida; el obstáculo reside en ella misma: la incapacidad para comprender a Dios y amarle. Se asombra de encontrar cierta embriaguez en la humillación. Acaba de descubrir un mundo ilimitado y más difícil de conquistar que las tierras de ultramar: su mundo interior.
Así fue como Dios dio el primer aldabonazo en el corazón de Teresa. Siguiendo los consejos de María de Briceño comenzó a rezar mucho y en voz alta y a pedir que rezaran por ella, «mas todavía deseaba que no fuese monja, que éste no fuese Dios servido de dármele aunque también temía el casarme». La tensión en esta lucha interior la hizo enfermar y tuvo que volver a casa. Teresa había estado un año y medio en Nuestra Señora de Gracia.