La Virgen, Madre Dolorosa
San Joaquín y Santa Ana, descendientes del rey David y padres de la Santísima Virgen, fueron inspirados por Dios al ponerle a su hija el nombre de María.
Muchos y muy hermosos son los significados del nombre de María, como Señora, Estrella del Mar o Mar de Amargura. Este último da a entender claramente un dolor inmenso, tan grande como el mar.
Concretamente, podemos reconocer en un pasaje de Jeremías a Nuestra Señora aplicado su nombre como «Mar de Amargura»: «¿Con quién te compararé? ¿A quién te asemejaré, Hija de Jerusalén?… Grande como el mar es tu tribulación. ¿Quién se compadecerá de ti?» (Lam 2, 13).
Como el mar es amargo y salado, así la vida de María estuvo llena de amargura, no sólo en el momento de la Pasión, si no a la vista de la Pasión futura de su Hijo, e incluso antes de ser Madre de Dios. Ella, iluminada por el Espíritu Santo, comprendió mejor que todos los profetas las predicciones referentes al Mesías que se contienen en las Sagradas Escrituras y entendió cuánto debía padecer el Verbo encarnado por la salvación de los hombres. Así María, ya antes de la venida del Salvador a este mundo, se compadecía del Inocente que debía ser ejecutado con muerte atroz por delitos que no eran suyos.
En la imaginería religiosa podemos encontrar en la Virgen Dolorosa esos dolores de María en el transcurso de su vida y a quien se la representa con siete espadas clavadas en su corazón. Ellas indican los momentos que padeció más por su Hijo: la espada que profetizó Simeón; la huida a Egipto; la pérdida del Niño; el encuentro de su Hijo en la calle de la Amargura; al pie de la cruz en el Calvario; cuando le tuvo en brazos ya muerto; y en su soledad al dejar a su Hijo en el sepulcro.
Ante los dolores de la Virgen la Iglesia no duda en llamarla Reina de los Mártires y establece una fiesta especial en su honor. María fue mártir, no por la espada del verdugo, sino por el inmenso dolor de su Corazón. Un dolor inmenso como el mar y suficientemente amargo como para causarle la muerte no sólo en la cruz si no en cualquier momento de su vida. Si la Madre de Dios no hubiese sido preservada por un milagro muy especial, no hubiera podido conservar la vida. Así pues, puede aplicarse a María el título de mártir, pues aunque ella no murió, es de sentencia común que para que haya martirio basta que se dé un dolor suficiente para causar la muerte, aunque de hecho no se llegue a morir. Para merecer la gloria del martirio, basta que uno se ofrezca a obedecer a Dios hasta la muerte.
En los mártires la grandeza del amor que tienen por Cristo, hace que Cristo los consuele en el momento de sus tormentos; en María, cuanto más amó, mayor fue el sufrimiento y más cruel su martirio, pues padeció sacrificando la vida de su Hijo. Su mismo Hijo era la causa de todo su dolor y el amor que le tenía era el único y más cruel verdugo.
A María se le puede aplicar lo que el propio Cristo dijo: «Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón». Y en el Corazón de María estaban juntas dos formas de amor a Jesús; el amor sobrenatural con que lo amaba como a su Dios, y el amor natural con que lo amaba como a su Hijo. Y de estos dos amores se formó uno sólo tan inmenso cuanto es capaz de amar la criatura humana y viviendo por su amor más en el Hijo que dentro de sí misma. Cuanto más lo amaba, tanto más su dolor era amargo y sin consuelo, ya que la intensidad del dolor, depende de la intensidad del amor y como el Corazón de la Virgen ha amado a Dios más que a todas las criaturas juntas, por eso ha sufrido más que todas ellas a la vez.
De este modo la Virgen, por la compasión hacia su Hijo, padeció con Él los desprecios y las persecuciones y por ello su Corazón amante de Madre fue también flagelado, coronado de espinas, despreciado y clavado en la cruz con su Hijo Jesucristo.
Y ella quiso soportar todos los dolores porque prefirió sufrir todos los martirios, antes que tolerar que las almas quedaran sin redimir. Éste era el único alivio de María en medio del dolor que sufrió a lo largo de toda su vida y más especialmente durante la Pasión de su Hijo. Ella se ofreció con Cristo en su dolor por la redención de todos y dándonos con ello a luz para la vida eterna. Por ello María es Corredentora y Madre de la Iglesia.
No podemos por menos de amar con toda intensidad de nuestro amor, a esta Madre que con gran dolor nos dio a luz al pie de la cruz. Tan grande amor merece de nosotros absoluta gratitud. Y nuestro agradecimiento ha de consistir, al menos, en meditar y compadecer su dolor que, al morir su Hijo, quiso soportar por salvarnos.
Nuestra Señora de los Desamparados
Una expresión muy particular y poco común donde contemplar y meditar los Dolores de María a través de la iconografía la encontramos en la Real Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados en Valencia.
La imagen, cubierta con un gran manto a modo de casulla bordada con hilos de oro hasta los pies, se caracteriza porque tiene su rostro inclinado hacia abajo, dando la sensación de ser contemplados por Nuestra Señora a quienes se postran bajo sus pies. En su mano derecha porta un ramo de azucenas y una rosa como símbolos de pureza. En el brazo izquierdo se sienta el Niño Jesús erguido con el rostro próximo al de su Madre y llevando sobre su hombro una cruz en alusión al dolor del peso de los pecados del mundo.
A los pies de la Virgen, enfrentados y arrodillados, dirigiendo su mirada hacia el rostro de la Virgen con las manos juntas, mientras que el manto de la Virgen les da protección y amparo, rezan suplicantes dos santos Inocentes. Por detrás de su cabeza vemos el nimbo formado por una aureola de estrellas en representación de la Señora coronada con doce estrellas en el Apocalipsis de san Juan. Sobre su cabeza, porta la corona con la que fue coronada pontificiamente el 19 de mayo de 1923, aunque sin ser ésta el modelo original al perderse en el expolio de la guerra civil.
Esta imagen se encuentra íntimamente unida al beato mercedario fray Juan Gilabert Jofre, quien el 24 de febrero de 1409, a la vista de unos que se ensañaban con un demente, se dirigió a la catedral de Valencia para predicar la necesidad de una institución benéfica que acogiera a los enfermos mentales. Bajando del púlpito, se le ofrecieron once entusiastas valencianos y tan sólo trece días después de su predicación, fue fundado el primer hospital psiquiátrico del mundo.
Cinco años más tarde el papa Benedicto XIII aprueba la «Cofradía de Nostra Dona Sancta Maria dels Ignoscents» entre cuyos objetivos se encontraba el ayudar y servir a los dementes, enterrar los cadáveres de los desconocidos y de los reos de muerte tras acompañarlos hasta el cadalso.
De esta primera época se conoce la existencia de tres imágenes diferentes. De entre todas ellas, la principal de la Cofradía es la que podemos contemplar hoy. Esta última es aquella a la que una piadosa leyenda popular atribuye su autoría a unos ángeles. A esta imagen se la ponía sobre los féretros de los desamparados, siendo ésta la razón de su rostro inclinado, ya que la imagen fue concebida para estar tumbada sobre los féretros con su cabeza apoyada sobre un almohadón. La imagen fue titulada como la Virgen de «Inocentes Mártires y Desamparados» a partir de un real privilegio del rey Fernando el Católico.
Por otro lado, no se puede obviar en la historia de la «Virgen de los Desamparados» a la «Congregación de Madres de Desamparados y de San José de la Montaña», congregación fundada a inspiración de esta advocación en 1880 por la beata Petra de San José y de la que encontramos una copia de la imagen de la Virgen en el Real Santuario de San José de la Montaña en Barcelona.
Es de destacar el cierto paralelismo entre la imagen de san José que se encuentra en este santuario y la imagen de Nuestra Señora en Valencia. San José también tiene su cabeza inclinada hacia abajo, aunque originalmente no era la imagen así. Los ruegos de la Madre Petra, arrodillada en súplica orante a sus pies, hicieron inclinar su rostro a José para mirar a los ojos a quien desde abajo tan tiernamente le suplicaba.
Sin duda, ambas imágenes fueron unidas para siempre cuando el prelado valenciano don Enrique Reig i Casanova, solicitó al papa Benedicto XV la coronación pontificia de ambas imágenes. Fue coronado primero san José el 17 de abril de 1921 y aprobada la coronación de la «Madre de Dios de los Desamparados» el 15 de octubre de ese mismo año, aunque finalmente la Virgen se coronaría en 1923. Pareciera ser como si la Reina de los Desamparados dejase pasar primero en su coronación a su fiel esposo san José, Rey de los Desamparados.