Chesterton dijo que no necesitamos una Iglesia movida por el mundo, sino una Iglesia que mueva al mundo. Parafraseando estas palabras, podemos decir que hoy las familias, las que están en crisis y las que son felices, no necesitan una pastoral adecuada al mundo, sino una pastoral adecuada a la enseñanza de Aquel que sabe lo que desea el corazón del hombre.
El paradigma evangélico de esta pastoral lo veo en el diálogo de Jesús con la Samaritana, del que emergen todos los elementos que caracterizan la actual situación de dificultad, tanto de los esposos como de los sacerdotes comprometidos en la pastoral.
Cristo acepta hablar con una mujer que vive en el pecado. Cristo no es capaz de odiar; sólo es capaz de amar y por este motivo no condena a la Samaritana, sino que despierta el deseo original de su corazón, confundido por los acontecimientos de una vida desordenada. Sólo después de que la mujer confiese que no tiene marido, Cristo la perdona.
Así, el pasaje evangélico recuerda que Dios no hace don de su misericordia a quien no la pide y que el reconocimiento del pecado y el deseo de conversión son la regla de la misericordia. La misericordia no es nunca un don ofrecido a quien no lo quiere, no es un producto rebajado porque nadie lo quiere. La pastoral pretende una adhesión profunda y convencida de los pastores a la verdad del sacramento.
En el diario íntimo de Juan Pablo II encontramos esta nota escrita en 1981, tercer año de su pontificado: «La falta de confianza en la familia es la primera causa de la crisis de la familia».
Se podría añadir que la falta de confianza en la familia por parte de los pastores es una de las principales causas de la crisis pastoral familiar. Ésta no puede ignorar las dificultades, pero tampoco debe detenerse en ellas y admitir, desconsolada, la propia derrota. No puede acomodarse a la casuística de los modernos fariseos. Debe acoger a las samaritanas, pero para llevarlas a la conversión.
Los cristianos están hoy en una situación similar a la que se encontró Jesús, el cual, a pesar de la dureza de corazón de sus contemporáneos, volvió a proponer el modelo de matrimonio que Dios quiso desde el principio.
Tengo la impresión de que nosotros, cristianos, hablamos demasiado de los matrimonios fracasados, pero poco de los matrimonios fieles; hablamos demasiado de la crisis de la familia, pero poco del hecho de que la comunidad matrimonial y familiar asegura al hombre no sólo la felicidad terrena, sino también la eterna y es el lugar en el que se realiza la vocación a la santidad de los laicos.
Así, se ensombrece el hecho de que, gracias a la presencia de Dios, la comunidad matrimonial y familiar no se limita a lo temporal, sino que se abre a lo supratemporal, porque cada uno de los esposos está destinado a la vida eterna y está llamado a vivir eternamente en presencia de Dios, que los ha creado a los dos y los ha querido unidos, sellando Él mismo esta unión con el sacramento.
* Extraído de las actas de la Asamblea Plenaria del Consejo de Conferencias Episcopales de Europa, octubre 2014, sobre el tema «The family and the future of Europe». Ludmila y Stanislaw Grygiel, polacos, ambos son docentes en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre Matrimonio y Familia.