La que llora, de León Bloy, Editorial Homo Legens, 2020

León Bloy es uno de esos autores que dejan huella. Su estilo, incisivo pero sereno, desacomplejado y admirablemente lúcido, resulta altamente penetrante. Es uno de esos pensadores a través de los cuales la realidad parece verse más clara, y que nos ayudan a desprendernos de los prejuicios que, ratione temporis, empañan a menudo nuestro juicio. En este caso, y situado, como siempre, lejos del oficialismo intelectual y doctrinal de su tiempo, el autor aborda en esta obra múltiples cuestiones profundas, de índole histórica, teológica y escatológica, relacionadas con las apariciones de la Virgen en el pueblecito alpino de La Salette. Prologa esta edición Juan Manuel de Prada, otro autor de similares características, y quizá por ello ferviente admirador suyo, poniendo el acento en lo que sobre estas apariciones se ha callado y ocultado a lo largo de los años, por lo eclesialmente incorrecto de parte de su mensaje.
El autor presenta, con toda su profundidad, las derivadas de todo tipo que se desprenden del mensaje mariano de La Salette. Es un mensaje para una época, la del creciente descreimiento y notorio destronamiento de Cristo en el seno de las naciones; pero es también un mensaje para una nación concreta, Francia, hija primogénita de la Iglesia, que la Virgen ve gangrenarse espiritualmente una vez consolidada la apostasía revolucionaria iniciada el siglo anterior; metástasis evidente de las perniciosas ideologías surgidas al calor del mal llamado «siglo de las luces». Y es que todas las apariciones marianas deben ser consideradas acogiendo el contexto histórico en el que se producen, sin lo cual no es posible un entendimiento profundo de sus mensajes.
Desde el principio de la obra, llama la atención la importancia, en el mensaje mariano, de dos pecados a los que hoy se presta poca atención, quizá porque pueden parecer comparativamente menos graves en comparación con otras lacras estructurales que azotan a las sociedades hodiernas; o quizá porque la mundanidad de nuestro tiempo ha insensibilizado nuestra conciencia al respecto. Pero, sea como sea, se trata de pecados que, en la sociedad del siglo xix, eran sintomáticos de la creciente apostasía social. Estamos hablando de la transgresión del domingo, y de la blasfemia, cosas ambas que, conforme a la revelación mariana, «hacen pesado el brazo de mi Hijo». En el caso del desprecio del «séptimo día» reservado para el Señor, sus ramificaciones son múltiples, y se extienden como la viruela en los quehaceres humanos. La Virgen, por ejemplo, se lamenta de ver a las gentes «como perros» en las carnicerías durante la Cuaresma. Y es que el respeto del domingo no se explica por sí solo; más allá de un precepto, es medida de la virtud de la religión, de la justicia para con los derechos de Dios sobre la vida de los hombres. Precisamente en nuestros días podemos gloriarnos de que la Iglesia haya proclamado la santidad de fieles destacados por la guarda del domingo, como el matrimonio Martin-Guérin, padres de Santa Teresita de Lisieux, y coetáneos de las apariciones de La Salette.
Como todos los mensajes de la Virgen reconocidos hasta ahora por la Iglesia, el de La Salette es un mensaje de conversión, pero no en tono meramente amable o transigente, sino bajo la amenaza del castigo divino en caso de que no se atienda al pedido de la Virgen, y la humanidad no asuma la penitencia debida por las ofensas infligidas a Dios. La Virgen habla como Madre que influye sobre Cristo, como hiciera en las Bodas de Caná; pero al mismo tiempo habla de sus dificultades para «retener el brazo de su Hijo», el supremo Juez de la humanidad, por los constantes y contumaces pecados de los hombres. Humanidad que, si no se convierte, se encamina a una época en que «la tierra será castigada con toda clase de plagas».
La revelación de la Salette, sin duda, contiene muchos más mensajes, y otro de los más impactantes es el relativo al declive moral del clero. Esta parte del mensaje fue tratado de ocultar por múltiples medios que, a buen seguro, sorprenderán al lector. Como tampoco le extrañarán sus causas, cimentadas sobre los respetos humanos que en muchas ocasiones nos acechan como católicos, y de los que ninguno de nosotros estamos exentos.
El mensaje de La Salette es, en su basamento, un juicio a la Modernidad. Una modernidad que tiene sus ramificaciones, como sabemos, en múltiples dimensiones del saber, como el derecho, la filosofía o la teología, en los que se fue instalando el odio a la autoridad eclesiástica y a la supuesta rigidez de los dogmas. No creo que sea necesario extenderse en esto, por ser conocido por el lector; pero es un tiempo que también ha hecho mella en la espiritualidad de muchos fieles. El autor denuncia, entre otros, el aburguesamiento de las conciencias, y el gusto por una fe y vida cristianas sin cruz, que se manifiesta en el progresivo abandono, de raíz gnóstica, del significado de la penitencia corporal. Y todo ello en pleno siglo xix, siglo nefasto para los derechos de Dios (podríamos decir, el siglo del destronamiento de Cristo en las sociedades), pero que dio a luz la más reconfortante doctrina pontificia de condena al espíritu moderno y sus emergentes ideologías. Es el siglo del Syllabus, de Rerum Novarum, de Immortale Dei y de Libertas Praestantisimum. Pero precisamente la lectura de esta obra ayuda a comprender que, estos y otros documentos emanados de la Cátedra de Pedro no se fundaban en meros indicios o riesgos potenciales, sino que respondían a candentes realidades del momento, como la descomposición de la doctrina tradicional de la Iglesia acerca de cuestiones como la libertad, la Gracia o el fin de la sociedad política, pero que también trataban de responder a los rugidos de la bestia de las herejías emergentes, derivadas del racionalismo incubado un siglo atrás. Herejías que San Pío X consideraría, pocos años después, integradas en el Modernismo.
Vivimos en una época en que los constantes errores teológicos emanados de todas las instancias nos transmiten la idea de que un Dios bueno es incompatible con la expiación de los justos; no se cree en la idea del castigo divino para exhortar a la conversión; se piensa que la fe teologal no es imprescindible para la salvación; y, en general, se exorbita la autonomía de las causas segundas, y se hipostasia el nuevo antropocentrismo alumbrado por los progresos de la ciencia y la técnica. En estos tiempos de agitación del espíritu a todos los niveles, nos ha de interpelar más que nunca un mensaje que recuerda al mundo que «sin Mí no podéis hacer nada»(Jn, 1-8), y que todo lo que nos deslumbra del mundo es «vanidad de vanidades»(Ecl, 1,2), pues de Dios somos y en Su providencia subsistimos. Esta obra pone de manifiesto que nuestro mundo de hoy es una especie de recreación de la rebeldía original, en su proyección más universal.Las revelaciones de la Salette, acompañadas de las reflexiones de Bloy, resultan un buen medio para invocar la Gracia y la misericordia divinas, y una ayuda para el que ha de ser un constante pedido del cristiano: «Señor, auméntanos la fe» (Lc 17, 5-10).