Es justo y necesario, Hahn, Scott; McGinley, Brandon. Madrid, Palabra, 2021

Ambos apologistas abordan un tema necesario, de una manera poco difundida entre la literatura católica de primera línea editorial, probablemente por la atrayente influencia del personalismo y, en última instancia, de la modernidad política y jurídica, que emergen de la subjetividad y la tendencia a la privatización del llamado «fenómeno religioso». Se trata de la necesidad natural de que las sociedades se anclen en la religión verdadera, en primer lugar, por un deber de justicia para con el Creador, siendo consecuencia de lo anterior, el carácter vertebrador de su propia supervivencia. Cabe aclarar, en primer término, que no se habla aquí el lenguaje del maquiavelismo religioso profesado por ciertos ambientes conservadores, es decir, de la consideración del fenómeno religioso en abstracto como simple dique de contención de las pasiones individuales, y por tanto, funcional a la razón de Estado. Por el contrario, los autores hacen referencia, sin ningún género de dudas, a la necesidad de adhesión de las sociedades, igual que los individuos, a la Verdad religiosa, es decir, a la Verdad católica. Lejos, por tanto, cualquier intento de interpretación de la obra en clave de libertad religiosa moderna o laicidad llamada «positiva».
A lo largo de la obra, los autores perfilan con detalle el itinerario filosófico y teológico que justifica el carácter político de la religión (entiéndase, no en el sentido de confusión entre lo político y lo religioso, sino de imposibilidad de una vida social ordenada al margen de la religión), y como no podía ser de otra manera, el carácter religioso de lo político, reflejado en la esencia del gobernante, tantas veces leída en los escolásticos y en nuestro Siglo de Oro hispánico, como vicario de Cristo en las realidades temporales, asistido, por gracia, de todas las virtudes, especialmente las de la religión y la prudencia.
El autor comienza con una tesis que puede resultar chocante, aunque no sea más que una conclusión de la recta razón. Puesto que la religión es una virtud que re-liga al hombre con su Creador, del que depende absolutamente, es a la vez una obligación que nace de la justicia. La justicia es una virtud presidida por la alteridad; luego, el deber de justicia que comporta la religión solamente puede cumplirse, aun imperfectamente, en la fe verdadera. De lo contrario, falta una pata en esa alteridad que constituye el presupuesto de la justicia. Eso siempre que tomemos la religión en su sentido clásico de virtud, y no en su acepción moderna de mero sentimiento religioso, marco en el cual no cabe hablar de justicia, porque no rompe el círculo de la individualidad, ya que nadie puede ser justo ni injusto consigo mismo. Esta tesis, que repugna a la forma mentis liberal, no es más que la doctrina católica de siempre, si bien no nace estrictamente con el cristianismo, sino que tuvo como precursores, en sus aspectos puramente filosóficos, a Aristóteles o Cicerón, entre otros.
Por tanto, no se puede hablar, en propiedad, de «religiones» o «tradiciones religiosas», más allá de la mera religión natural como inclinación propia del hombre hacia la trascendencia. Ni tampoco puede concluirse, pues, que Dios quiera positivamente el pluralismo religioso, que es un mal contra el que toda la comunidad política tiene el deber de luchar, aunque la Iglesia enseña que pueda tolerarse prudencialmente. La voluntad que Dios nos ha manifestado no es otra que instaurare omnia in Christo. No hay dicotomía ni maniqueísmo posibles. Dios es un Dios encarnado.
De manera transversal, el autor desgrana minuciosamente la panoplia de tópicos y falacias que se construyen alrededor de la supuesta imposibilidad pseudo-metafísica de asumir, por parte de la política, postulados religiosos. Desde la supuesta «neutralidad» del espacio público, a la necesidad práctica de pacificar las naciones al paraguas de la libertad religiosa moderna.
Lo anterior en ningún caso niega que la fe sea un acto libre, lo cual contradiría su propia esencia. Pero afirma que no existe el derecho a profesar el error, y menos aún, a promoverlo desde las instancias políticas, bien sea de forma activa, bien a través del indiferentismo o laicidad que, en todas sus especies, no deja de ser una forma maquillada de aquél. Lógicamente, esta afirmación no puede comprenderse sin un desprendimiento radical de la idea moderna de libertad, como mera posibilidad de elección entre bienes y males, idea que es presupuesto, pero no esencia, como a menudo se cree, de la verdadera libertad.
También resulta esta obra un toque de atención a los católicos que, de manera más o menos consciente, pretenden privatizar su vida religiosa, pretendiendo que las leyes inspiradas en la ley natural y divina constituyen una coacción a las conciencias. El error liberal se muestra, de nuevo, diáfano, igual que su refutación: no se puede, sin faltar a la caridad, dejar de querer para los demás aquello que tenemos la certeza (porque Dios nos lo ha revelado) de que es el bien máximo de todo el género humano. Así, queda de manifiesto por qué el liberalismo es pecado grave, en base a la jerarquía de bienes que transgrede.
Hoy, constatan los autores, el abandono absoluto de las naciones respecto del deber de justicia para con Dios comporta, sin duda, la construcción de ídolos. No hay neutralidad porque, o se cree en Dios, o se cree en las criaturas, siendo el hombre y el mundo, los primeros candidatos. Por el contrario, el carácter contingente, esencialmente heterónomo, e indigno de confianza (por necesitadas de redención), de las realidades terrenas, es el argumento clave que sustenta la necesidad del reinado de Nuestro Señor Jesucristo, que se introduce nominalmente hacia el final de la obra, como quiera que, conceptualmente, es transversal a toda ella.
Hoy se habla, aunque no lo suficiente, y por supuesto, casi nunca en los términos rectos, del bien común. Como bien expresan los autores, la virtud de la religión es constructora del bien común temporal que, no olvidemos, es medio para el sobrenatural, verdadero fin último del hombre. La ley tiene por fin hacer a los hombres virtuosos, y esa condición es la autopista hacia la salvación. Suplantado esto, los advenedizos (constitucionalismo, ideología de los derechos humanos), son simples sucedáneos autorreferenciales que tratan de llenar el hueco dejado por la virtud de la religión como elemento esencial para la paz, el orden y, por ende, la justicia, en las naciones. Ni la libertad moderna, ni la justicia igualitaria, ni la fraternidad adámica, son sustento suficiente para la sociedad, más bien, son potentes agentes destructores que el Padre de la Mentira se ha apropiado para seducir a las naciones hacia la apostasía, sobre la promesa de la construcción de un hombre imposible, como es el hombre auto-determinado.
En definitiva, se trata de una obra que proporciona un elenco de argumentos bien construidos, y de elevada densidad para nuestra apologética política, asentados en la firme doctrina católica de siempre. Y, por qué no decirlo, contribuye a alejar de nosotros cualquier atisbo de tentación de conformación, aun moderada, al mundo moderno y a sus premisas secularizantes.