FRANCIA volvió a ser noticia por la gigantesca oleada de disturbios y violencia que se desató un día después de la muerte de Nahel Merzouk, un joven de 17 años de ascendencia argelina y marroquí que
falleció por disparos de la policía después de intentar arrollar a unos agentes en un control en Nanterre (precisamente la ciudad donde se originó el Mayo del 68). Nahel tenía un ya largo historial que incluía desacato a la policía, uso de matrículas falsas y venta y consumo de estupefacientes. Pero
aunque esta trágica muerte haya sido el desencadenante de los disturbios, en realidad fue poco más que una excusa; de hecho no había reivindicación alguna sino sólo una explosión de odio y violencia. La semana de disturbios se saldó con 4.000 detenidos, más de 2.500 edificios incendiados y alrededor de 12.000 coches pasto de las llamas (este año, en Nochevieja, 690 coches fueron incendiados por vándalos en Francia, lo que fue presentado como un gran éxito, pues esta cifra suponía un 20% menos que el año anterior), ante la impotencia de unas fuerzas del orden totalmente
desbordadas. Un balance de destrucción tres veces mayor que el de la ola de disturbios que sacudió Francia en 2005. El Estado francés se mostraba así impotente para realizar su primera función, asegurar la integridad de personas y bienes.
La reacción del presidente Macron y de su primer ministro Darmanin pasará a la historia por su ingente
esfuerzo por no mencionar lo que todos los franceses veían. En primer lugar Macron pidió la ayuda de los padres (los mismos a quienes niega, por ejemplo, cualquier derecho a elegir qué tipo de educación reciben sus hijos) para contener los altercados; luego le echó la culpa a los videojuegos y por último amenazó con censurar las redes sociales para evitar que se pudiera informar de lo que estaba sucediendo. En realidad, lo que ocurrió en Francia obedece a otras causas.
Algunos repiten el tópico de los jóvenes desesperados por la pobreza, pero en esta ocasión no ha sido así. Lo cierto es que los protagonistas de los disturbios son principalmente adolescentes con una posición económica desahogada gracias a dos fuentes de ingresos. La primera son las cuantiosas subvenciones del Estado del bienestar francés, de las que se aprovechan especialmente las familias musulmanas. La segunda se refi ere a los menores de edad (más del 30% de los detenidos estos días),
que han encontrado un lucrativo negocio como centinelas de los traficantes de droga, conscientes de que debido a su edad no pueden acabar en la cárcel. No temen a la policía, ni a la justicia: saben que no les pasará nada y la detención incluso, les da prestigio entre los suyos.
Tampoco podemos ignorar los reiterados mensajes que insisten en que la sociedad francesa (cualquier
sociedad occidental) es una sociedad corrupta y opresiva, enferma de racismo sistémico y de mentalidad neocolonialista, que merece la destrucción. Es lo que los jóvenes franceses escuchan a diario en los medios y en las escuelas. Desde los primeros momentos los disturbios fueron legitimados por la extrema izquierda y por los islamistas presentes en Francia, especialmente los Hermanos Musulmanes, que azuzaron el odio antioccidental de matriz islámica en el que viven inmersos estos jóvenes. El primer ministro, Darmanin hizo una afirmación chocante ante la constatación de que los disturbios fueran acompañados de numerosos insultos a Francia, la quema de banderas francesas y ataques contra edificios públicos (incluso una alcadía): menos del 10% de las 4.000 personas detenidas eran extranjeras, el 90% eran francesas. Luego no se trataba de un problema derivado de la
inmigración masiva que lleva soportando Francia desde hace décadas… sólo que esos franceses, mayoritariamente de origen norteafricano, lo son sólo en cuanto tienen pasaporte francés, pero al mismo tiempo expresan abiertamente su odio hacia el país que emite su documentación al tiempo que dan muestras de lealtad a los países de los que son originarios sus padres.
Es precisamente esta distinción la que hace que sean muchos quienes se niegan a hablar de guerra civil, incluso de baja intensidad. Una guerra civil enfrenta a compatriotas, pero lo que ha sucedido en Francia incluye a extranjeros y, sobre todo, a quienes no se reconocen en la comunidad nacional francesa. Es por ello que el antiguo director de la Dirección General de Seguridad Exterior, Pierre Brochard, a riesgo de ser tildado de racista, ha calificado lo sucedido como un levantamiento contra el Estado nacional francés por parte de un segmento significativo de los jóvenes de origen no europeo presentes en su territorio. En realidad cada vez resulta más difícil hablar de una comunidad nacional y, como lo reconocen muchos analistas, quienes detentan la nacionalidad francesa ya no forman un pueblo. Por eso, se ha señalado, no hay zonas sin ley en Francia, lo que hay son zonas donde se ejerce una nueva soberanía, un poder que se expresa destruyendo todos los símbolos que representan a
Francia, territorios segregados etnoculturalmente y dominados por narcotraficantes e islamistas. Así se entiende que el 60% de los incidentes fueran ataques contra instituciones, edifi cios públicos, escuelas, bibliotecas, centros sociales, transportes públicos; en resumen, ataques contra instituciones estatales. Las agresiones a periodistas que se sucedieron son también reveladoras: los medios de comunicación franceses son tratados como medios extranjeros en muchos lugares de la propia Francia.
Por otro lado, asistimos a los efectos de lo que en Francia se ha venido en llamar «descivilización», un retroceso de la civilización de base cristiana, que ya no se transmite, y la no aceptación de todo aquello que conforma las normas comunes de vida en nuestras sociedades, en un contexto de ausencia absoluta de autoridad. Todo ello enmarcado en el fracaso de la escuela laica republicana, que ha pretendido, sin éxito, suplantar a la familia y ahora descubre su incapacidad. Así se explica
que, a diferencia de lo sucedido en 2005, esta vez hayan sido frecuentes los saqueos y robos en el marco de los disturbios, afectando al 30% de las ciudades en las que se han producido altercados. Lo que hemos visto ha sido una sociedad dislocada que se dejaba llevar por la violencia, un estallido de violencia primitiva en la que la multitud se emborracha de violencia mimética y hace que muchos, que creían no ser capaces drealizar este tipo de actos, se abandonen a esta orgía de violencia. De
hecho, más de dos terceras partes de los detenidos estos días no tenían ningún tipo de antecedente policial. Y en esta ocasión los disturbios no se han limitado a los barrios marginales, como en 2005, sino que el mal se ha ido extendiendo desde entonces a todo el país, incluidas ciudades pequeñas de provincias, hasta ahora libres de esta lacra pero a las que la extensión de la inmigración ya las
equipara a las grandes ciudades e incluso el centro de éstas, incluida París, donde los altercados alcanzaron los Campos Elíseos. En defi nitiva, el modelo de integración francesa basado en el laicismo ha colapsado. La República laica, que tiene como fundamento arrancar cualquier atisbo de vida religiosa en los hombres, no es capaz de integrar a una creciente población musulmana. San Pío X, en la Vehementer nos de 1906, ya denunciaba: «Conocéis el fin de las impías sectas que doblegan vuestras cabezas bajo su yugo, puesto que ellas mismas han declarado este fi n con cínica audacia: descatolizar Francia». Y añadía, en referencia a la ley de separación Iglesia-Estado: «Además del daño que ocasiona a los intereses de la Iglesia, la nueva ley será también muy perjudicial para vuestro país.
Pues no cabe duda de que arruinará dolorosamente la unión y la concordia de las almas, sin las cuales ninguna nación puede vivir y prosperar». Transcurrido más de un siglo, aquella empresa sigue en marcha y las consecuencias previstas por san Pío X ya son innegables. Mientras tanto, vemos cómo en Francia se derriban iglesias, se prohíbe la exhibición de símbolos religiosos, se restringe cada vez más la libertad de las escuelas cristianas y se quiere imponer como verdad suprema las consignas del individualismo liberal. Pero si este propósito aún no ha podido extirpar el catolicismo de suelo francés, se ve totalmente impotente cuando ha de enfrentarse a la creciente población musulmana. El intento de arrancar el alma católica de Francia ha dado como resultado una nación sin alma. El aniquilamiento de toda identidad religiosa, empezando por la católica, para imponer una homologación a principios revolucionarios ateos, efectivamente no funciona y produce daño. San Carlos de Foucauld escribía en 1916 acerca de la integración en Francia del islam: «¿Pueden los musulmanes ser realmente franceses? Excepcionalmente, sí. En general, no. Varios dogmas musulmanes fundamentales se oponen a ello». Los laicistas que despreciaron la advertencia del santo y, en su soberbia, se creyeron capaces de «secularizar» a los inmigrantes musulmanes, convirtiéndolos en adeptos de la República laicista francesa, descubren ahora con horror su fracaso y que quizás sea demasiado tarde para revertir su experimento social.
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