En mayo de 1948, hace 75 años, la revista Cristiandad conmemoraba las bodas de plata de la coronación pontificia de la Santísima Virgen, en su advocación de los Desamparados, patrona de Valencia. Dicha coronación se llevó a cabo el 12 de mayo de 1923, y así cuenta cómo aconteció un periodista valenciano: «La llegada de la Virgen al trono en el que se iba a coronarla fue apoteósica. En el puente del Real, la Guardia Real en traje de gala con sus corazas rutilantes al sol; cubriendo la
carrera de la Virgen, las tropas; los cañones del cuartel de Artillería lanzando salvas; palomas blancas revoloteando junto al trono, tracas estallantes, ovaciones de delirio y en la tribuna regia los reyes de España don Alfonso y doña Victoria con su séquito. El cardenal Reig, recibida la corona de manos del alcalde, subió la escalinata que le acercaba a la Virgen y en medio de gran emoción bendijo al pueblo y a los reyes y coronó pontifi ciamente la imagen de la Virgen. Luego pronunció unas palabras de gracias entre lágrimas y ovaciones. Los reyes quedaron maravillados y cayeron postrados de rodillas cuando las trompetas militares lanzaban al espacio las notas del himno nacional mientras miles de voces entonaban el himno ofi cial de la coronación…»
Este amor a la Virgen es lo que ha caracterizado a todos los rincones de esta tierra. Del norte al sur, del este al oeste no hay pueblo o ciudad, que no rinda homenaje a nuestra Madre. Consciente de esta realidad, el papa can Juan Pablo II se despedía así desde Santiago de Compostela, el 9 de noviembre de 1982: «¡Hasta siempre, España! ¡Hasta siempre, tierra de María!»
LA Iglesia ha prodigado las alabanzas a la Madre de Dios, como haciendo eco a la voz de la Virgen que en las montañas de Judea afi rmó que «La llamarían bienaventurada todas las generaciones, porque la hizo grande el que es Todopoderoso».
Y a la gran aureola de Madre de Dios, título de toda la grandeza de María santísima ha ido la Igesia recogiendo lo mejor de sus tesoros y lo ha entregado a María. Por eso la llama: Casa de oro, Torre de Marfi l, Rosa mística, etc. A estas alabanzas no podían faltar las voces de los desterrados de este Valle de lágrimas y también en esas hermosas letanías lauretanas vemos las súplicas a la que es Auxilio de los cristianos, Refugio de pecadores y Consoladora de Afligidos. Pero con ser todo esto muy hermoso, parece que a nosotros nos gusta algo más. El llamarla y sentirse sus hijos. Gran dignación tuvo el Señor con nosotros al darnos la criatura que Él mismo había escogido para Madre suya, y Dulce palabra: madre. Es la primera que pronuncian nuestros labios y pedimos morir también con
ella en nuestro corazón invocando a la Virgen Santísima.
La palabra madre nos acompaña en todas las edades: para el pequeño lo es todo; para el joven es freno en el despertar violento de las pasiones; para el hombre es el recuerdo de las cosas buenas y agradables; para todos, es alegría serena y dulce. Es como el sol que alegra y fecundiza nuestra vida mortal. Pues bien, María es nuestra Madre. No es solamente la Madre de Dios, sino también es madre de los hombres. Así la cantamos los valencianos al decirle Madre de Desamparados…
Cuando todo el género humano estaba sumido en las sombras del pecado yacía desamparado con el
mayor de los desamparos: el de Dios. Y cuando el ángel anuncia a María que ella ha sido elegida para
ser Madre de Dios, María conoce perfectamente por los lamentos de la Sagrada Escritura este desamparo que sufre la humanidad, que «clama desde lo profundo para que el Señor escuche su oración». Siente gravitar sobre sí la Santísima Virgen el desamparo de toda la humanidad y surge en sus labios maternales aquel fi at por el cual congrega cabe si, como hermosamente dice santo
Tomás de Villanueva, a todos sus hijos, del mismo modo que la clueca congrega a los polluelos cuando el gavilán les cerca y se encuentran desamparados en el campo abierto donde corren.
Después del fi at de María la humanidad no estará desamparada, pero será porque María es la Madre
de todos aquellos que yacían en el peor de los abandonos: el de Dios y su gracia.
¿Acaso ese estado de la humanidad no lo expresa Cristo desde lo alto de la cruz cuando dice a su
eterno Padre: Padre, ¿por qué me has desamparado? Y Cristo sufre en la cruz el desamparo que correspondía a la humanidad. Vino a redimirla, y a pagar las deudas que había contraído delante de Dios y sufre la mayor de las penas sintiéndose desamparado, abandonado de Dios. Y bien sabemos que en aquel momento no tiene más amparo que el de su Madre, que está en pie junto a la Cruz. María en aquel momento supremo se sentiría madre del gran abandonado, y con Él sintió tantos desamparos que al correr de los tiempos habían de sentir los hermanos de Cristo y, puesto que ella era la madre de todos los hombres, desde aquel momento, desde que sintió el quejido de Cristo a su Padre, se sintió también más ligada a todos los que en la vida tienen sus abandonos y desamparos. Es Madre
de Cristo desamparado y es madre de todos los que, buscando a Cristo o por seguir a Cristo, se sienten desamparados en sus cruces, bien sean cruces que ellos mismos tomaron sobre sí al buscar el pecado, bien sean las cruces con las cuales el Señor les prueba porque son justos. Y apenas muere Cristo María ejerce ya su título de Madre de Desamparados con los discípulos del Señor. Sintieron éstos el miedo, el desamparo de aquel que era para ellos el todo y se refugiaron en el Cenáculo y dice san Lucas que estaban todos en oración «con María la Madre de Jesús». ¡Hermosa maternidad espiritual de María en aquel instante!…
A estas razones que prueban cuán bien se aplica a María este título de Desamparados, podríamos añadir aquellas razones tan humanas y que tomamos de nuestra experiencia cotidiana. Las madres muestran que lo son, de un modo especial, con los hijos más débiles. Si oís reír no busquéis a la madre, podrá no estar en la fi esta, pero si oís llorar allí, junto al lecho del dolor, estará la madre.
Donde hay un desamparo allí está su corazón maternal. Largas noches de dolor harán estremecer a
la humanidad, pero el corazón de la madre resiste impávido largas vigilias para llevar un poco de amparo al hijo moribundo. Si esto hacen las madres, ¿no hemos dicho antes que María es Madre nuestra? A fuerza de corazón y corazón, como el de María el más misericordioso, nos la imaginamos
junto a todas las madres que sufren y junto a todos los hijos que lloran. Bien le canta la Iglesia, Consuelo de afligidos y Refugio de pecadores, pero esto mismo es ser Madre de Desamparados, que no existe mejor alivio en el que el desamparo encontrar consuelo y en el pecado encontrar a la madre que nos acoge para aplacar las iras de Dios…
Actitud verdaderamente maternal es la de amparar. Todas las madres ¡qué bien lo hacen con sus pequeñuelos! Miradlas bien. Cuando el niño da los primeros pasos y apenas si anda, ¡cómo la madre atiende a aquellos vacilantes pasos y extiende cariñosa los brazos para defender al hijo de las caídas. Así nos imaginamos a la Santísima Virgen. Con esa misma actitud amorosa, amparadora para con todos nosotros que, como los pequeñuelos andamos vacilantes por el camino de la virtud.
Dulcemente se unen, pues, estas dos palabras de Madre y de Madre de Desamparados en la Patrona
de Valencia para señalar al pueblo cristiano un título tan cariñoso, que tanto amor señala en María y tanto amor debe desperta r en nosotros…
Hoy, cuando toda la ciudad de Valencia, la proclama su Madre y Patrona, ejerce estas mismas funciones. A ella buscan los niños llevados en brazos de sus madres; los que sufren buscando a sus penas alivio; los que temen el insulto de las gentes para ser valientes en la confesión de su fe; la virginidad para no perder la fl or de la pureza; los que hemos de morir para que en la hora de la
muerte nos ampare. Todos, para decirle con todo el corazón y todo el cariño del corazón: MADRE y para decirle además viendo nuestras luchas en la vida: MADRE DE DESAMPARADOS no nos desampares. Y para decirlo como nos lo enseñaron siendo pequeños: «Mare dels Desamparats,
jamai ens desampareu ni en la vida, ni en la mort ni en lo Tribunal de Déu».