Una serie de artículos aparecidos a principios de año han planteado un interesante debate sobre la esterilidad de nuestras sociedades inmersas en la modernidad tardía. Esperanza Ruiz, María Palmero
(«Los millennials tenemos alrededor de treinta años. Cuando nuestros padres tenían esta edad, la mayoría ya existíamos. Nosotros, en cambio, tenemos plantas, animales y suscripciones a plataformas de series»), Diego Garrocho o Mariona Gúmpert ponían al descubierto una realidad poco aireada.
Ricardo Calleja, en El Debate de Hoy, daba un paso más allá en un artículo titulado «Ten hijos» en el que exponía que su «planteamiento es –etimológicamente– muy radical». El problema no está en esta o aquella norma moral, social o jurídica. En este o aquel incentivo fiscal. No se trata de dibujar un modelo de vida y de familia, comparándolo con otros, dentro de un eje de coordenadas pacíficamente aceptado. El problema es el eje de coordenadas mismo en el que nos situamos… Los modelos de familia contemporáneos no hacen sino reflejar un punto de partida –un eje de coordenadas– que es una concepción de la identidad individual en términos principalmente proyectivos y expresivos. Yo construyo mi
vida como modo de expresar mis preferencias subjetivas, mi idea de felicidad, mis valores. La sociedad
debe configurarse de modo que se minimicen las resistencias y fricciones en el despliegue de ese proyecto, permitiendo cualquier experimento que no haga demasiado daño a nadie.
Suena bien. Pero lo que los artículos antes aludidos nos revelan es un doble fracaso: ni somos capaces
de darnos un norte a nosotros mismos que nos oriente, ni la precariedad en la que vivimos nos permite planear lo que prometían los anuncios. La foto resultante es una caricatura de la brillante idea original.
En este contexto, Calleja reivindica la necesidad de un orden: «¿Qué significa orden? Que hay algo bueno y dado, que sirve de guía y límite a mis decisiones, y que a la vez está por hacer. Significa concebir la identidad personal no principalmente como proyecto, sino como respuesta a una llamada; no como expresión, sino como búsqueda inquisitiva y dialogada de una verdad que está ahí fuera; no como construcción de cero, sino como cultivo de un jardín heredado que no podemos diseñar del todo.
Esto se traduce, de modo más concreto, en tres afirmaciones que interpelan a nuestra razón y a nuestra libertad.
Primera: somos hijos. Nos pongamos como nos pongamos. Todos los seres humanos son hijos genéticos
de un padre y de una madre. Obviamente esa relación inicial puede verse truncada, sustituida,
complementada, etc., pero no podemos hacer que desaparezca. De hecho, pocos son capaces de ignorarla.
Quizá debemos dejarnos interpelar por esa verdad originaria. Segunda: que la vida que he recibido es fundamentalmente buena, deseable, positiva, a pesar de los pesares. Que es un don al que hay que estar agradecido, al que hay que corresponder, que hay que compartir. Y esto, aunque yo no alcance a satisfacer mis deseos y proyectos.
Y de aquí surge la tercera afirmación: todos estamos llamados a ser padres o madres. Que es lo mismo que dar vida, amar incondicionalmente, cuidar, mostrar lo bueno y poner límites, decir no.
Esta llamada rige incluso si a uno –los padres, o la vida en general– no lo han tratado particularmente
bien, o no lo han entrenado para serlo. Para eso están también los hermanos, la familia, los amigos,
las comunidades de todo género.
No todo el mundo puede –y seguramente muchos otros tampoco deben– ser padre biológico. Pero esa no es la única forma de ser hijos que maduran hasta ser padres, incluso para sus propios padres sobre todo cuando ya son dependientes. A estas alturas del artículo debería ser obvio también que ser padre o madre no debe concebirse como un proyecto, como una expresión, como una experiencia personal. Que no es
por tanto un derecho. Ni siquiera es una opción. Pero tampoco secamente un deber. Es una respuesta,
que solo puede ser libre y compartida con otro/a, a una llamada originaria. Y que transforma toda la existencia. Pero es la única respuesta coherente al don de la vida que hemos recibido. Porque si la vida no fuera buena, lo único lógico sería matar al padre, y abortar cualquier hijo. Y hacer mutis en cuanto se nos acabara la fi esta».