Cuando pensamos en el yihadismo solemos asociarlo a Oriente Medio, al Magreb o al Asia central, pero lo cierto es que una de las zonas más golpeadas por el islamismo es África, donde la presión del islam hacia el sur se está realizando, como ha sucedido siempre, a través de una inusitada violencia.
Lo cierto es que el aumento de ataques islamistas en África no cesa, a pesar de las intervenciones militares durante las últimas dos décadas para derrotar al yihadismo. Aunque son numerosos los factores que explican esta resistencia, entre ellos los generosos flujos de fondos provenientes de la península arábiga, la endémica corrupción y el tribalismo colaboran en la expansión de la yihad.
Derrotados en Siria, los grupos yihadistas vinculados a Al Qaeda y al Isis han intensificado sus actividades en el África subsahariana. Por otro lado, en el África oriental, el grupo Al Shabaab ha recrudecido sus ataques en la capital de Somalia, Mogadiscio, y en la vecina Kenia. En el África occidental y central los países más afectados son Nigeria, Níger, Malí y Burkina Faso.
En este clima de alarma, la noticia de que Estados Unidos planea retirar sus tropas del África occidental ha sido acogida con preocupación: unos siete mil soldados desplegados en su mayoría en el África subsahariana y en Somalia está previsto que se retiren de un escenario muy costoso en términos económicos que no es estratégico para los Estados Unidos.
Pero lo cierto es que ya desde 2001, cuando Estados Unidos inició las primeras misiones antiterroristas africanas, han sido evidentes los problemas que han frenado y en parte provocado el fracaso de la lucha contra el yihadismo: vastos territorios fuera de control, inestabilidad política, conflictos étnicos y religiosos y, sobre todo, corrupción omnipresente.
Millones de dólares destinados al entrenamiento y al equipo militar se desvían sistemáticamente, dejando a las tropas desprotegidas y desmoralizadas. Pero más aún: el despilfarro y el acaparamiento ostentoso de los recursos nacionales, la evidencia de que los dirigentes y los gobiernos están por encima de la ley, la legitimación de sus injusticias… todo ello va creando desconfianza, resentimiento y frustración entre la población, especialmente entre los jóvenes, alimentando no solo la pobreza y el desempleo, sino la adhesión a los grupos yihadistas. Estrechamente entrelazados con la corrupción están el tribalismo y las actividades ilegales: secuestros, tráfico de emigrantes, drogas, armas, piedras preciosas, productos de la caza furtiva de animales… El tribalismo favorece la yihad absolutizando el sentido de pertenencia a la tribu, mientras que las actividades ilegales y criminales lo financian. Al mismo tiempo, la incapacidad del Estado para garantizar unos mínimos de seguridad y justicia produce profundas desigualdades económicas y sociales, además de un vacío del que se aprovechan los yihadistas.
Las intervenciones militares, lo hemos constatado, pueden contener temporalmente al islamismo, pero no bastan por sí solas para derrotarlo, sobre todo si tienen que depender en gran medida de los recursos extranjeros. Después de dieciocho años de intervención –fuerzas militares regionales, misiones de mantenimiento de la paz de la ONU y la Unión Africana, operaciones militares americanas y francesas– los principales grupos yihadistas siguen activos y han surgido otros. El caso de Boko Haram es emblemático. «Técnicamente derrotado» en 2015, cuando se vio obligado a retirarse de los territorios y ciudades conquistados, se dividió en dos grupos: el más pequeño, Jas, dirigido por el líder histórico Abubakar Shekau, tiene sus bases en el bosque de Sambisa; el otro, el Iswap, vinculado al Estado Islámico y dirigido por Abu Musab al-Barnawi, se ha reorganizado en las costas e islas del lago Chad, donde está creando un verdadero protoestado. Visto por la población local como una opción real de suplir el vacío gubernamental y administrativo, el Iswap ha conseguido un apoyo social que Boko Haram nunca logró. Aunque el Iswap sigue siendo un grupo que recurre sistemáticamente a la violencia, ofrece a los pueblos de la región más de lo que reciben de sus gobiernos: protege contra el robo de ganado, construye pozos, proporciona orden y seguridad e incluso garantiza servicios sanitarios básicos. Las comunidades del lago lo aprecian y están dispuestas a pagar «el impuesto revolucionario» porque reciben algo concreto a cambio. Erradicar al Iswap y a otros grupos yihadistas en la región no será fácil. Estados Unidos lo ha comprendido y ha decidido que sean otros quienes lo intenten.
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