El último número de la revista francesa Catholica incluye un interesante artículo de Pierre-Marie Lalande sobre la actuación del clero juramentado en la Francia de la revolución. Lalande expone cómo el clero juramentado fue utilizado por los revolucionarios como eficaz agente de control social: «Este clero asumió que debían ponerse al servicio de la revolución, al principio, en bastantes casos, con renuencia, incluso aceptándolo como mal menor. Pero en la década que dura el experimento hay un claro, progresivo y constante deslizamiento hacia la asimilación plena de los postulados revolucionarios… Inicialmente su actuación es vigilada de cerca por los clubes y sociedades revolucionarias, más adelante han asimilado tanto su discurso y mentalidad que ya no es necesaria esa supervisión. Las dinámicas de grupo y la emulación con respecto a sus pares sustituyen los medios coercitivos (amenazas, violencias, encarcelamiento o deportación) empleados inicialmente.
La justificación que aparece en las proclamas de los sacerdotes constitucionales, muy especialmente entre los obispos intrusos que expulsaban a los obispos fieles a Roma de sus sedes, es la llamada a la caridad. “Las leyes positivas cesan de obligar ante la ley más santa de la caridad y la misericordia”, declaran los obispos constitucionales de la Asamblea en su respuesta colectiva al episcopado refractario fiel a Roma. Uno de los nuevos obispos juramentados, Lindet, exige a los obispos fieles a Roma que dejen paso libre en nombre de los “deberes de caridad cristiana”. Según sus argumentaciones, el fin superior de la paz social exigiría a los sacerdotes refractarios que abandonen sus sedes y parroquias; resistirse a ello es la prueba de su falta de caridad».
Recoge también Lalande las palabras del abbé Hervier, antiguo religioso agustino, en el discurso previo al «Te Deum» celebrado en Notre Dame el 25 de septiembre de 1791 por la adopción de la Constitución: “Unos han pretendido salvarse por la fe, otros por la caridad; unos están atados a las reglas canónicas, otros a los decretos patrióticos, unos son ultramontanos, otros franceses. Es una disputa bastante parecida a la que hubo entre san Pedro y san Pablo. San Pedro quería convertir a los gentiles conversos a observar las ceremonias de los judíos. San Pablo le reprocha vivamente este atentado contra la libertad pues conocía los principios al ser ciudadano romano”.
Hervier manipula para presentar su traición y desobediencia como un enfrentamiento dialéctico en el que la fe es presentada como un aferrarse a las leyes canónicas, a la que opone una caridad que sigue los decretos patrióticos en nombre de un mayor bien para el pueblo cristiano. Y en su manipulación no duda en “transformar la postura de san Pablo, que ya no riñe a san Pedro en nombre del Evangelio, sino desde su posición de ciudadano romano y en nombre de las leyes del Imperio”.
En el fondo, lo que contemplamos con la vivencia del clero juramentado es la eterna tentación, siempre presente, de sacrificar la integridad del mensaje cristiano para obtener del poder político un espacio de comodidad y tolerancia. Es lo que Lalande, apropiándose de la terminología utilizada por Romano Amerio, designa como un “cristianismo secundario, un cristianismo reducido a servir de medio a la apoteosis de la civilización moderna”.
La labor de este clero revolucionario fue importante para extender entre el pueblo, sobre todo en el ámbito rural, las ideas de la Revolución: a medida que interiorizaron la lógica revolucionaria se fueron desplazando hacia el culto a la Razón y al Ser Supremo y, finalmente, tuvieron un papel destacado durante el Terror delatando a sus antiguos compañeros en el sacerdocio. Si, como hemos dicho antes, aquellos eran tan anticaritativos, era saludable que la nación se librara de ellos. Finalmente, muchos de estos antiguos curas juramentados acabarán siendo maestros e inspiradores del catecismo republicano, confiando en que la educación pública y laica continuaría la obra iniciada por los “curas patriotas”.
Otro aspecto con evidentes resonancias actuales es la reducción del papel del sacerdote a una especie de “oficial de la moral”. El principal deber del sacerdote juramentado será “hacer germinar las virtudes cívicas en el corazón de los fieles”. El obispo juramentado Lindet escribirá que la religión “presenta a los hombres consuelos, motivos de seguridad, les anima a la virtud y los preserva del crimen”, por lo que sería imprudente eliminarla. Argumento utilitarista que lleva en sí el germen de su propia caducidad».
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