La misión de los padres jesuitas de Moxos, al igual que la de Chiquitos, en Bolivia, estaba formada por más de treinta etnias diferentes establecidas en quince pueblos. Estos territorios fueron administrados exclusivamente por los jesuitas para la educación y formación cristiana de los indios desde el año 1664 hasta el 1776, año de su expulsión. La metodología jesuítica se destacaba por su formación artística, especialmente la musical, pues los nativos de aquellas tierras tenían este sentido muy desarrollado.
En 2006 fueron hallados entre Moxos y Chiquitos más de diez mil páginas musicales y cien cancioneros, que se han ampliado en la actualidad a más de doscientos, desparramados por la selva, en perfecto estado. En su mayoría es música barroca, música para las festividades del año litúrgico, misas completas polifónicas, antífonas, letanías, himnarios, piezas instrumentales, libros de oración, obras profanas e incluso óperas en varias lenguas. Estas partituras se encontraban en las iglesias, pero sobre todo en los hogares de los habitantes, que eran recelosos a su entrega hasta que comprobaron que esta música de sus antepasados se volvía a tocar.
Piotr Nawrot, musicólogo polaco y estudioso de dicha música dice en una entrevista: «Quiero decir que si todos los días cantaban y tocaban en misa, si uno iba todos los días a misa, en tres meses no se repetía el mismo repertorio. Ha sido el centro de las producciones musicales de todo el mundo. Lo que hoy día es Viena, París o Berlín, antes era Chiquitos, Moxos y Guaranies.» «La música acompañaba cada momento del día. Si salían a la chacra a trabajar, iban tocando flautas y tamborines. En cada pueblo misional había al menos treinta músicos profesionales, que empezaban a formarse a los seis años. En América, la música fue más elaborada y más intensa que en Europa.»
En 1767, la expulsión y disolución de la Compañía de Jesús provocó un estado de abandono instantáneo de los pueblos misionados. Pueblos agrícolas y con gran producción de trabajos manuales como retortas, instrumentos, productores de algodón, curtidos, fundiciones, producción de caucho, cultivo de la quinina, es decir, pueblos organizados, educados y evangelizados cristianamente, desaparecieron en menos de seis meses. La miseria fue consentida por los nuevos administradores, que anularon la política comunitaria de producción. La mayoría de sus habitantes, especialmente los jóvenes, quisieron defenderse y alzarse indignados contra aquella invasión con sus instrumentos de defensa, machetes y flechas, pero los jesuitas evitaron el derramamiento de sangre. Muchos indios decidieron huir ante el peligro de muerte, quedando muy reducida la población restante. Dichos pueblos eran los más ricos y opulentos de la provincia y parecía que la fortuna se hubiese fijado para siempre, pero el furor y los delitos, favorecidos por la impunidad, trajeron la ruina y la destrucción. El gobernador Lázaro de Ribera, años más tarde, logró que se aprobara un plan de recuperación del territorio inspirado en las normas y leyes de los jesuitas, pero ello no sirvió para nada porque faltó la protección a la propiedad de la tierra, tema principal para entender todo esto. La propiedad comunal protegida por el Derecho de Indias, es decir, las «repúblicas de Indios», debía acabarse, pues para ello fueron expulsados los jesuitas.
Cuando los jesuitas fueron expulsados (1767), la gente ya no tenía liturgias, pero seguía reuniéndose y tocando esta música, porque era su historia y su fe. Además, hacían sus propias copias, práctica que sigue vigente en el siglo xxi en Moxos y Chiquitos.
Después todo esto se hizo con la mano de obra indígena, pero que había perdido el control de todo ello, pues lo llevaban los nuevos propietarios, en nombre del «progreso» que era la Ilustración. «Se fomentaba claramente el control, sometimiento o exterminio de los autóctonos calificados de bárbaros habitantes.(…), los nuevos flamantes ciudadanos libres fueron enviados por centenares a las siringas, contratados en el célebre sistema de enganche, hasta finales del siglo xix», dice Liz Antezana. Sin duda esta educación y formación de «progreso», dada por la Ilustración, no tiene comparación con la obra realizada en las misiones y reducciones que la Compañía de Jesús desarrolló en aquellos países.
Nawrot recuerda: «El propio papa Benedicto XIV pone a las reducciones como modelo para las iglesias europeas, ya que los misioneros utilizan la música como instrumento de evangelización. Yo, que soy cura, creo que el Rosario, que repite cincuenta veces el avemaría, es una muy linda oración. Pero si entro en una iglesia y alguien canta un avemaría acompañado de instrumentos, la influencia estética y espiritual que tiene sobre mí es mayor».
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