Francis P. Sempa, profesor de ciencia política en la Wilkes University, traza un interesante repaso a lo que ha supuesto el comunismo en el último número de The University Bookman:
«Hace cien años, en octubre de 1917, el comunismo como ideología y sistema político tomó el poder en Rusia. El gobierno bolchevique no fue el resultado de un levantamiento popular, como efectivamente ocurrió en marzo de 1917, cuando el zar Nicolás II abdicó en favor de un gobierno provisional. Lenin, Trotsky y sus secuaces tomaron el poder a través de un clásico golpe de Estado.
Cien años más tarde, el comunismo sobrevive en el poder en China, Corea del Norte, Vietnam y Cuba. Ha perdido gran parte de su brillo ideológico, con la excepción de las aulas de las principales universidades occidentales y en ciertos medios de comunicación. Su historia de cien años es de tragedia, sufrimiento y maldad asesina. Se ha cobrado más de 100 millones de vidas librando guerras, produciendo hambrunas y asesinando a sus poblaciones esclavizadas.
En 1997, menos de una década después de la caída de la Unión Soviética, seis escritores –cuatro de Francia y uno de la República Checa y otro de Polonia– publicaron El libro negro del comunismo en París. Es, en esencia, una enciclopedia del comunismo; un registro, en palabras de Martin Malia, de “el caso más colosal de carnicería política en la historia”. El libro detalla –de forma detallada e implacable, país por país– la miseria, el horror y la devastación causada por una ideología revolucionaria y por los gánsteres-dirigentes que la impusieron a incalculables millones.
Tal vez era apropiado que este libro tuviera origen francés porque, como señalan sus autores, “Robespierre colocó las primeras piedras en el camino que espoleó a Lenin al terror”. Los orígenes del comunismo en realidad son anteriores a Marx y Engels. El idealismo y el utopismo de la Revolución francesa se volcaron en el Terror para, en palabras de François Furet, “forjar a los nuevos seres humanos del futuro”.
El comunismo prometió crear una sociedad sin clases; una utopía, donde cada uno daba de acuerdo a sus habilidades y cada uno recibía según sus necesidades. Cuando las sociedades y los individuos se resistían, la coacción era inevitable. La respuesta de Lenin fue la dictadura del proletariado; una elite gobernante que guiaría el comienzo de una utopía secular por cualquier medio necesario. Los medios resultaron ser el Ejército Rojo, el NKVD, el OGPU, el KGB y sus contrapartes en otros países. Los medios incluían la tortura, los trabajos forzados, los campos de concentración (gulags), el espionaje, la reeducación, los juicios, las confesiones forzadas, el adoctrinamiento ideológico y el asesinato. Las elites gobernantes fueron los partidos comunistas que tomaron el poder en Rusia y los estados de Asia Central, Polonia, Bulgaria, Alemania Oriental, Hungría, Yugoslavia, Checoslovaquia, Albania, los estados bálticos, Mongolia, China, Corea del Norte, Vietnam, Camboya, Laos, Cuba, Granada y Nicaragua.
El libro negro del comunismo ofrece una visión general, una suma de los crímenes del comunismo. El monumental Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn nos llevó a lo más profundo del vientre de la bestia; reveló el alma, o más bien la falta de alma, del comunismo. Parte del logro literario de Solzhenitsyn fue demostrar que el sistema de campos de trabajos forzados soviético, conocido con el acrónimo GULAG, no era un síntoma del comunismo, sino su esencia.
Solzhenitsyn señala que ya en diciembre de 1917 Lenin propuso el uso del trabajo forzado como una forma de castigo para los oponentes al régimen. Menos de un año después, un decreto soviético ordenó el aislamiento de los “enemigos de clase” en los “campos de concentración”. Poco después, el régimen abrió la primera prisión del “archipiélago” en un antiguo monasterio en las islas Solovetsky en el mar Blanco. Así comenzó el “avance maligno a través de la nación” del Gulag.
Solzhenitsyn comparó el sistema de campos de trabajos forzados con un cáncer que se propaga por todo el país, las “células malignas… que se arrastran y se arrastran”. “Los campos”, señaló, “no son simplemente el “lado oscuro” de nuestra vida posrevolucionaria. Su escala los hizo no un aspecto, no solo una cara, sino casi el corazón de lo que sucedió”.
Se emprendieron grandes proyectos, se construyeron canales, se extrajo oro, se talaron bosques y se logró la industrialización, todo sobre las espaldas y los cuerpos de presos políticos, delincuentes comunes y enemigos de clase. Solovetsky, Kolyma, Vorkuta, Ukhtpechlag, Dmitlag, Dallag y Karlag no son tan conocidos como los campos de exterminio nazi, pero el Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn expuso la ubicuidad de los trabajos forzados en la Rusia comunista y la implacable crueldad del comunismo en el poder.
En el tercer y último volumen del Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn declara que el gobierno soviético comunista es el más vicioso y sanguinario de la historia mundial. “Ningún otro régimen en la tierra”, escribió, “puede compararse con él, ya sea en el número de muertos,… en el alcance de sus ambiciones, en su minucioso y absoluto totalitarismo”.
Uno de los peores crímenes del régimen soviético fue la colectivización forzosa de la agricultura entre 1929 y 1933, un programa ideológico y político que produjo hambrunas y muertes generalizadas, especialmente en Ucrania y la República de Kazajstán. Robert Conquest, en su libro La cosecha del dolor: la colectivización soviética y la hambruna de terror, una investigación meticulosa y convincente, lo llamó una “hambruna de terror» y una guerra contra el campesinado soviético. Conquest calculó el número de muertos en 14,5 millones de hombres, mujeres y niños. Era la muerte por inanición, a veces por canibalismo, a menudo por reclusión en los campos del Gulag, y por asesinato directo (“liquidación de los kulaks”). “La lección principal”, escribe Conquest, fue que “la ideología comunista proporcionó la motivación para una masacre sin precedentes” de seres humanos.
Conquest también fue responsable de la primera versión completa (y posterior revaluación) de la purga de Stalin de funcionarios del Partido Comunista, líderes militares y agentes de la policía secreta entre 1936 y 1939, conocida desde entonces por el título del libro de Conquest, El Gran Terror. Originalmente escrito en 1970, El Gran Terror se actualizó en 1990, justo cuando la Unión Soviética se estaba disolviendo.
Las purgas de Stalin produjeron el arresto de entre siete y ocho millones de personas. Es probable que al menos un millón fueran ejecutados y alrededor de dos millones más murieron después de ser sentenciados a los campos. Los funcionarios del Partido de alto nivel a veces eran sometidos a farsas de juicios en los que sus confesiones (coaccionadas mediante tortura y amenazas) se leían a un país y a un mundo atónitos. Conquest señala que menos del dos por ciento de los delegados al Congreso del Partido Comunista de 1934 mantenían sus cargos en 1939: la mayoría habían sido fusilados por orden de Stalin. Más del setenta por ciento de los miembros del Comité Central de principios de la década de 1930 sufrieron la muerte por ejecución o en los campos del Gulag.
Fue el sistema leninista el que hizo esto posible. Y no sólo en Rusia.
China bajo el comunismo a fines de la década de 1950 y principios de 1960 produjo una hambruna mayor que la de Rusia y causó aún más muertes, hasta 45 millones según Frank Dikotter en su importante libro La Gran Hambruna de Mao, en lo que el gobernante chino Mao Zedong llamó “el Gran Salto Adelante”. “Fue el esfuerzo del Partido Comunista para industrializar China en un tiempo récord y supuso el traslado forzoso de personas a comunas y la tortura y las ejecuciones sumarias de millones de chinos”. Dikotter explica que, “el término ‘hambruna’ tiende a respaldar la opinión generalizada de que las muertes fueron en gran parte el resultado de programas económicos improvisados y mal ejecutados. Pero los archivos muestran que la coacción, el terror y la violencia fueron la base del Gran Salto Adelante”.
Una vez más, la “búsqueda de la utopía” del comunismo llevó a una catástrofe humana en una escala inimaginable.
Dikotter siguió su libro sobre la hambruna de Mao con La Revolución Cultural: la historia de un pueblo, un relato de la gran revolución cultural proletaria que arrasó China de 1966 a 1976. Esta fue la versión de Mao del Gran Terror, pero en lugar de usar la maquinaria del Partido para llevar a cabo la purga, como hizo Stalin en la década de 1930, Mao dio rienda suelta a estudiantes radicales y miembros jóvenes del Partido (la Guardia Roja) para descubrir y castigar a los“enemigos de clase”, los “seguidores del camino capitalista”, los “revisionistas”, los “traidores”, los “renegados” y los «espías”. La Revolución Cultural causó la muerte de entre 1,5 y 2 millones de personas y arruinó las carreras y vidas de muchos millones más.
En los países más pequeños donde los comunistas se hicieron con el poder, las poblaciones fueron esclavizadas, los opositores fueron asesinados, los presos políticos fueron confinados en gulags o campos de reeducación, los miembros del Partido fueron purgados y los experimentos sociales utópicos produjeron miseria y tragedia. Los comunistas camboyanos cometieron un genocidio. Los comunistas vietnamitas produjeron “boat people”, refugiados que huían del paraíso comunista en barcas. Los comunistas de Alemania del Este dispararon contra personas que intentaban escapar a través del Muro de Berlín. Los comunistas polacos persiguieron a la Iglesia católica. Los comunistas norcoreanos privaron de comida a su propia gente.
La historia del comunismo también tiene un aspecto geopolítico. Es una ideología revolucionaria expansionista. Después de que Lenin tomara el poder en Rusia, creó el Komintern para promover la revolución mundial. Algunos en Occidente percibieron desde el principio la amenaza que el comunismo en el poder representaría para el mundo.
En la crisis mundial: las consecuencias, 1918-1928, Churchill describe a Lenin como un “bacilo de la peste” cuyo gobierno «surgió de la Revolución y fue alimentado por el Terror”. Los bolcheviques “repudiaron a Dios, al rey, a la patria, la moral, los tratados, las deudas, las rentas, el interés, las leyes y costumbres de siglos… toda la estructura… de la sociedad humana”.
En discursos a sus electores y al Parlamento en 1919-1920, Churchill describió el régimen comunista de Rusia como “el peor, el más destructivo y el más degradante” en la historia de la humanidad. Consistió, dijo, en una “combinación inmunda de criminalidad y animalismo”. Supuso “una forma agresiva y depredadora”. Advirtió que una Rusia comunista expansionista podría aplastar a los estados débiles de Europa del Este y crear un imperio que “se extendería desde China hasta el Rin». Los bolcheviques, dijo, eran los “enemigos declarados de la civilización existente en el mundo”, e instó a las democracias occidentales a “resistir por todos los medios a nuestra disposición… a las mórbidas doctrinas del bolchevismo y el comunismo”.
La Rusia de Stalin fue cómplice voluntario de Hitler al comenzar la fase europea de la segunda guerra mundial. La Unión Soviética se anexionó la mitad oriental de Polonia y los tres estados bálticos de acuerdo a un protocolo secreto del pacto de no agresión nazi-soviético. Los soviéticos invadieron Finlandia en 1940.
Cuando Alemania invadió Rusia en junio de 1941, Stalin y las democracias occidentales cooperaron contra su enemigo común. Pero como notó James Burnham en su libro de posguerra El combate por el mundo, una vez que los soviéticos percibieron que la derrota de Alemania era cierta, los comunistas comenzaron una nueva guerra: lo que Burnham llamó la tercera guerra mundial y lo que los historiadores posteriores llamaron la Guerra Fría. Los comunistas en Rusia, China, Yugoslavia, en la península de Corea y en el sudeste de Asia pasaron de luchar contra el Eje a luchar para lograr un mayor poder y territorio en el mundo de posguerra.
Burnham publicó después de El combate por el mundo otros libros como La derrota venidera del comunismo y ¿Contención o liberación?, que examinaban las estrategias de expansión geopolíticas soviéticas y sugerían los elementos de una estrategia occidental de victoria en la Guerra Fría. Los libros de Burnham se basaban en una comprensión de las fuentes ideológicas e históricas de la conducta soviética (había flirteado con el marxismo en la década de 1930) junto con una astuta comprensión de la geopolítica clásica.
Burnham, de 1955 a 1978, escribió una columna regular sobre los eventos y las personalidades de la Guerra Fría para National Review. Cuando sufrió un derrame cerebral, el escritor británico Brian Crozier se hizo cargo de la columna. Crozier y los coautores Drew Middleton y Jeremy Murray-Brown escribieron uno de los mejores análisis de la larga lucha occidental contra el comunismo en Esta guerra llamada paz (1985).
¿Qué hizo tan atractiva esta ideología que produjo tal sufrimiento y miseria en los países donde detentaba el poder y que representaba una amenaza tan grande para el equilibrio global del poder?
Whittaker Chambers, el ex correo soviético que rompió con los comunistas y proporcionó información sobre células y operativos comunistas dentro de los Estados Unidos, ofreció una respuesta plausible en su gran autobiografía, Testigo. Chambers describió la Guerra Fría como una lucha entre “dos religiones irreconciliables: la fe en el hombre y la fe en Dios”. La visión utópica del comunismo que sedujo (y sigue seduciendo) a tantos es “la visión del hombre sin Dios. Es la visión de la mente del hombre desplazando a Dios como la inteligencia creativa del mundo. Es la visión de la mente liberada del hombre, por la única fuerza de su inteligencia racional, que redirige el destino del hombre y reorganiza la vida del hombre y el mundo. Es la visión del hombre, una vez más la figura central de la Creación, no porque Dios haya hecho al hombre a su imagen, sino porque la mente del hombre lo hace el más inteligente de los animales”.
Es esa visión la que inspiró a Lenin, a Stalin, a Mao y a los otros líderes comunistas. Es esa visión la que a menudo llevó a los intelectuales liberales occidentales a ignorar las atrocidades comunistas, a actuar como apologistas de los peores regímenes comunistas y a servir como agentes y compañeros de viaje para el experimento comunista. Es esa visión la que aún guía a los líderes de China, Corea del Norte, Vietnam y Cuba.»
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