Tras meses de calma, tensa pero calma a fin de cuentas, la llama del conflicto ha vuelto a prender en Tierra Santa y lo ha hecho por el punto más sensible, el epicentro de todo, el monte del Templo en Jerusalén.
Justo como lo deseaban los tres árabes musulmanes que, llegados desde el norte del país, Umm al-Fahm (Alta Galilea), se hicieron con armas en la misma explanada de las mezquitas, tal y como se comprueba en las grabaciones de vídeo, violando así el carácter sagrado de un lugar supuestamente destinado a la oración, y asesinaron a dos agentes de policía de etnia drusa antes de caer bajo los disparos de la policía israelí.
La primera consecuencia del atentado fue el cierre del acceso a la explanada del Templo durante dos días y la instalación de detectores de metales en todos los lugares de ingreso. Una medida aparentemente sensata cuyo único objetivo era impedir la entrada de armas al interior de un lugar extremadamente sensible y que ya se está aplicando en los accesos al Muro de las Lamentaciones o incluso en la Meca. Y sin embargo provocó el boicot musulmán, protestas, agresiones e incluso asesinatos. ¿Por qué?
Cuando en 1967, durante la Guerra de los Seis Días, Israel conquistó la ciudad de Jerusalén, hasta entonces bajo control jordano, decidió, en un gesto de buena voluntad y de realpolitik, no hacer uso de su derecho de conquista y reconocer la jurisdicción sobre la explanada al Waqf, la autoridad musulmana que gobierna las mezquitas y que está vinculada al reino de Jordania. Es por ello que la decisión unilateral del gobierno israelí de instalar detectores de metales, aun siendo perfectamente razonable, fue considerada como una violación del status quo de un lugar disputado que siempre ha sido piedra en la que han tropezado todos los intentos de acuerdo en la región. La reacción del Waqf fue la llamada al boicot, realizando las oraciones musulmanas fuera de la Explanada, en las calles adyacentes a los detectores de metales recién instalados. A este boicot «controlado» se añadieron las algaradas en Jerusalén, el ataque a la embajada israelí en Jordania y el asesinato de tres colonos judíos. A partir de aquí hemos vuelto a asistir al tira y afloja en un escenario de conflicto abierto que ha acabado, en esta ocasión, con la cesión por parte del gobierno israelí, que, al menos por el momento, ha desistido de su intención de aumentar el control sobre la Explanada. Una cesión que ha sido duramente criticada por los aliados de Netanyahu que exigen medidas drásticas para acabar con el terrorismo palestino. Mientras que en el lado árabe, para disgusto de los líderes palestinos, tanto Abu Mazen como Hamas, ha emergido un nuevo liderazgo, el del Waqf, muy ligado a Jordania y que ha demostrado ser capaz de aglutinar a los musulmanes de la Ciudad Santa. Un Waqf que, no obstante su perfil más moderado que Hamas, se ha mostrado siempre contrario a la admisión en la Explanada de judíos y de cristianos. Se demuestra así, una vez más, que el islam, una vez se apodera de un lugar sagrado de otra religión, se empeña en borrar su historia. Tras un tiempo relativamente largo de frágil calma, la tensión subyacente ha vuelto a explotar.
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