Como ya anunciamos en el número anterior hemos querido dedicar en este año del centenario de las apariciones de la Virgen en Fátima tres números de la revista –los de los meses abril, mayo y junio–. Se ha pretendido glosar los distintos aspectos de este acontecimiento mariano tan gozoso y de tanta importancia que ha marcado la historia de la Iglesia y del mundo de este último siglo de un modo misteriosamente singular, sin duda desconocido por muchos, pero manifiesto a la luz de la fe, de las manifestaciones de la piedad popular y de los numerosos actos del magisterio de la Iglesia. En el pasado número de abril nuestra atención se dirigió principalmente a las circunstancias históricas en que se produjeron las apariciones y al desarrollo de aquellos acontecimientos de los cuales la Virgen había hecho referencia profética en sus mensajes. Hemos pospuesto para el próximo las referencias y comentarios a la palabras del Papa con motivo de su peregrinación Fátima y la canonización de los niños Francisco y Jacinta.
El lector podrá comprobar como el actual número se centra en aquellos aspectos más nucleares del mensaje de Fátima, es decir, aquello que la Virgen ha manifestado que tenía que formar parte de un modo muy especialmente urgente de la vida de todo cristiano: oración y reparación. Solamente si se atendían estas peticiones podría cambiar el rumbo amenazante de los acontecimientos. Y este cambio tan urgente y necesario estaba al alcance misteriosamente de nuestras manos. El mundo lograría la paz que tanto desea y por la que clama tan frecuentemente, a pesar de sus acciones tan repetidas de lucha y de violencia de todo tipo, si se rezaba el rosario y los hombres se convertían. Una petición repetida en cada una de las seis apariciones de los meses de mayo a octubre ponen en evidencia como son las cosas de Dios. Sus promesas son desproporcionadas con sus peticiones, el gran don de la paz al alcance de esta oración tan sencilla, familiar y popular como es el rosario. La Virgen en Fátima que se da a conocer como la Señora del Rosario según sus mismas palabras en la última aparición de octubre, nos desvela el significado profundo de su promesa: «vengo a establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón». En un mundo ensoberbecido por sus realizaciones científicas, económicas y técnicas y humillado por los males de todo tipo que ha generado al olvido de Dios, sólo el descubrimiento del amor maternal de la Virgen, que nos revela en toda su plenitud el amor del Corazón de Dios, puede hacerle volver sobre sus pasos y arrepentirse de su extravío. Para comunicar este mensaje a la Iglesia y a toda la humanidad la Virgen ha elegido el medio que puede parecer más desconcertante y más humilde: unos niños de un pueblecito desconocido con un nombre de evocación islámica. Ellos eran los que podían comprender mejor las palabras que brotan del corazón maternal entristecido y misericordioso de la Madre de Dios: «que no se ofenda más a Dios que ha sido ya muy ofendido». Como han manifestado los obispos españoles: «La Virgen descubre a unos videntes sencillos y pobres que los grandes acontecimientos de nuestro mundo tienen su raíz mas profunda en el corazón del hombre abierto o cerrado ante Dios».
Percibir la mirada del Corazón de Cristo
Los bienes que se siguen de la devoción y el culto al Corazón de Jesús son de todo orden. Decía D. Francisco Canals que tendríamos que esforzarnos constante y conscientemente en convencernos de que si somos fieles al propósito...