Desde que mi amadísimo «papá de oro» voló al Paraíso al alba del Sábado Santo, 3 de abril de 2010, lo imagino unido para siempre a su adorada esposa y mi amadísima y santa madre; los siento siempre cerca, más aún, «pegados» a mi, tal y como se lo pido a ellos cada día; me dirijo a ellos continuamente en mis oraciones y siento que me escuchan.
Con ocasión de la Cuaresma de 2014, la parroquia San Gregorio Magno de Milán me ha pedido comentar las últimas cuatro estaciones del Vía Crucis, la tarde del viernes 11 de abril, de la XI a la XIV, indicándome este título: La via de la cruz. Experiencia de una hija «especial»: Gianna Emanuela Molla, hija de santa Gianna Beretta Molla.
Era la primera vez que me ponía a reflexionar sobre lo que la vida de mamá y papá me había enseñado a propósito de la «Via de la cruz».
Éstas son las reflexiones nacidas de todo ello y con las cuales inicia mi testimonio.
Qué me enseña la vida de mamá y papá a propósito de la vía de la cruz
La vía de la cruz, estrechamente unida a la Resurrección, tal como nuestro Señor nos ha testimoniado. Es ciertamente la vía que hemos de seguir, aunque humanamente sea la más incómoda y la más difícil para poder dar un sentido pleno y cumplido a nuestra vida –vida que es un don maravilloso de Dios y que, al hacerse don a Él y al prójimo, se realiza plenamente y encuentra su más profundo significado–, y para tender, día tras día, a la alegría de la vida eterna hacia la que estamos en camino. La vía de la Cruz es, por tanto, una vía «de gracia».
Presupone, tal y como nuestra Madre celestial nos ha enseñado bien, nuestro «Sí», incondicional y continuo, a la voluntad del Padre, la humilde aceptación de su santa voluntad, siempre, aun cuando no la comprendamos.
Ésta es la enseñanza fundamental que extraigo de la vida y el testimonio de fe, de amor y de caridad de mi santa madre y también de mi santo papá: el haber aceptado siempre la voluntad del Señor, cada día de su vida, y con profunda humildad, siguiéndole en la vía de la Cruz.
Mons. Ennio Apeciti responsable, desde hace muchos años del Servicio de la Causa de los Santos de la Archidiócesis de Milán y consejero de la Fundación santa Gianna Beretta Molla desde septiembre de 2013 me escribió en una carta de 18 de enero de 2012 que decía:
«Queridísima Gianna Emanuela,
… He leído de golpe y con interés el número de “Gianna, sonrisa de Dios” dedicado en particular a su querido papá, el ingeniero Pietro Molla… por la riqueza de los contenidos, que abren un resquicio por el que se accede a la bella espiritualidad de su padre y a su riqueza interior y refieren el haber sido un marido enamorado y padre afectuoso. Le estoy agradecido precisamente por esta riqueza de contenidos …
Estamos todavía a principios de año y, por ello, le saludo y deseo (aunque tengo la certeza) de que sus padres, que gozan de la visión de Dios, la guardan y protegen. Le pido que interceda también por mí ante ellos … ».
Y es precisamente así como me ha escrito el queridísimo padre Ennio: mis padres, que viven ahora una “Vida Nueva” en la luz y en la alegría del Señor, me guardan y me protegen desde el Cielo, nunca me dejan sola, ni por un momento, los siento verdaderamente presentes allí donde me encuentre y como una presencia viva, y rezo todos los días al Señor y a mi Madre celestial para ser lo menos indigna posible en el vivísimo deseo de poderles abrazar algún día, para no separarnos jamás.
Sé bien que no puedo contar con un carril «preferente» para alcanzarlos, en una autopista, tampoco sería justo, puesto que para mí, tal como ha sido para ellos, la vía justa a seguir es la de la Cruz: y así me esfuerzo, a pesar de todas mis debilidades humanas, mis carencias, mis miserias, para seguir yo también, cada día esta vía; me esfuerzo para comprender, sobre todo a través de la oración, cual es la voluntad de Dios sobre mí y para aceptarla siempre humildemente.
Y cada vez que llega un “nuevo” sufrimiento, de aquéllos muy pesados, de aquellos sufrimientos que te llegan como “un rayo en cielo despejado” y que, para su contrariedad, llegan como una gracia a fortalecerte en la fe, un sufrimiento que probablemente no había vivido hasta aquel momento y menos aún podía haber imaginado que llegaría a vivir, pienso: “voy por el camino adecuado…”, y este pensamiento me anima y me ayuda mucho a aceptarlo y, poco a poco, con la ayuda del Cielo y de quien está cerca de mí, a metabolizarlo y a “superarlo”, si así se puede expresar, y así se puede decir, desde una perspectiva humana, pensando siempre en el Bien más grande y la alegría más grande que nos esperan…
Que la vía de la Cruz es ciertamente también la vía de la alegría, la verdadera y profunda, preludio de aquella alegría, todavía más grande y más profunda, de poder gozar un día de la visión del Señor, y por siempre.
Mamá y papá fueron esposos y padres más que felices, con un gozo profundo en el corazón, con un gran deseo y una gran alegría de vivir, y daban gracias continuamente al Señor y a la Madre celestial, de todo y por todo. Vivieron siempre su amor a la luz del amor y de la fe, y esto se hace evidentísimo también por las bellísimas cartas que se escribieron de novios y de esposos, en las que el Señor y la Madre celestial están siempre presentes.
A propósito de estas cartas, a medida que transcribía, una por una, las cartas de papá para su publicación después de su muerte, hice ésta mi consideración personal: pensé que su amor podía ser tan grande, porque el Señor y la Madre celestial formaban parte integrante del mismo, puesto que eran ya parte integrante de sus vidas, incluso antes de que se encontraran.
Ciertamente, para poder seguir a Jesús en la vía de la Cruz tenemos que haberlo encontrado y acogido en nuestro corazón, debemos conocerlo, amarlo y servirle también en nuestro prójimo, rezarle intensamente y tener confianza en Él y su divina Providencia, ponerlo en el centro de nuestra vida y permear de su Amor y de su presencia viva y también de su Madre celestial que a Él nos conduce, cada una de las cosas y aspectos de nuestra vida, cada uno de nuestros pensamientos, sentimientos, actos, acciones, de la más pequeña, simple y cotidiana, a la más grande: ésta es la fuente de nuestro gozo más grande y profundo, incluso en esta tierra.
Y tener al Señor en nuestro corazón, hacer su Voluntad, ver a la luz de la fe que cada cosa que nos sucede nos lleva, aún caminando en la vía de la Cruz, a la alegría, y a sentir el deber de agradecer continuamente a nuestro Señor, todo, de cada respiro, cada uno de sus dones…, incluso el del sufrimiento… ¡y tanto! Todo esto me enseña la vida de mamá y papá.
Mamá escribió a papá el 5 de julio de 1955, durante su noviazgo:
«… Piensa, Pietro, en nuestro nido, calentado por nuestro afecto y alegrado por los bellos cachorros que el Señor nos mandará! Es cierto, también habrán dolores, pero si nos amamos siempre realmente, tal como nos queremos ahora, con la ayuda de Dios sabremos soportarlos juntos. ¿No te parece?
Ahora, por el momento, disfrutemos de la alegría de amarnos; porque a mí siempre me han enseñado que el secreto de la felicidad es vivir el momento y dar gracias al Señor por todo lo que nos manda día a día con su bondad…».
Y papá, que también ha sufrido mucho en su larga vida –basta pensar en la pérdida prematura de su amadísima esposa y de su Mariolina dos años después– cuántas veces me dijo: «No me bastará la eternidad para dar gracias al Señor por todas las gracias que me ha dado a lo largo de mi dilatada vida.»
Y, en particular… «por el regalo singularísimo, de entre los muchos que he recibido de Él, de ser testigo directo de tanta gracia y bendición», refiriéndose al hecho de haber podido asistir el 16 de mayo de 2004, hace ya diez años, con profunda emoción y conmoción, a la proclamación por el queridísimo papa Juan Pablo II de mamá como santa, como «Madre de familia», para la Iglesia universal, ante miles de fieles que abarrotaban la plaza de San Pedro, que había sido la meta devota de su inolvidable viaje de novios ¡49 años antes! (…)».
Éste, mi pensamiento: «Mamá y papá unidos por siempre en el Paraíso» encuentra confirmación en lo que atestiguan y escriben un número cada vez mayor de personas: sacerdotes, religiosos y laicos que se refieren a mis padres como «padres santos», de «cónyuges santos», a los que dirigir sus oraciones de intercesión y todo ello me conforta…