Con un aire que, por desgracia, empieza a ser familiar, los terroristas del Estado Islámico han vuelto a atentar en Europa, conmocionando nuevamente a la opinión pública occidental. Unos días después un atentado en la ciudad paquistaní de Lahore acababa con la vida de 72 cristianos que celebraban la Pascua, pero esta noticia ha quedado sepultada entre lo que nuestras sociedades han asumido como previsible y, hasta cierto punto, «aceptable», por un lado, y el silenciamiento de la identidad de las víctimas, por otro.
Esta vez ha sido en Bruselas, donde dos suicidas han hecho explosionar sendas bombas en el aeropuerto y en una estación del metro, causando treinta y cuatro muertos y sumiendo la capital belga en el pánico. Se repetía el escenario que vivimos hace poco más de cuatro meses en París, aunque esta vez las manifestaciones de repulsa meramente cosméticas (eslóganes, velas, flores y demás llamadas a la no violencia) han resultado menos creíbles y han sido secundadas por menos personas, e incluso contestadas por quienes consideran que no es éste el modo de reaccionar a un ataque asesino como el perpetrado.
No repetiremos lo que escribimos aquí con motivo de los atentados de París, que en gran medida es aplicable a éste y a los atentados que, lamentablemente, es previsible que lleguen en el futuro. Señalaremos, eso sí, que estos atentados certifican el fracaso del modelo de integración y del islam supuestamente moderado de los que tan orgullosa se proclamaba Bélgica.
Lo cierto es que afrontamos un problema de suma gravedad, con auténticos territorios francos en Europa en los que los islamistas campan a sus anchas. Sólo en Francia hay 751 ZUS (zona urbana sensible) en los que viven cinco millones de musulmanes, verdaderos mini califatos, sociedades semiautónomas, auténtico semillero de yihadistas. Las generosas ayudas económicas que se vuelcan sobre estos territorios no sólo no desactivan este peligro, sino que incluso son aprovechadas por los islamistas para sus propios fines. Que uno de los responsables de los atentados de París haya vivido escondido en el barrio de Moleenbeck de Bruselas durante cuatro meses habla bien a las claras de una tupida red de complicidades islamista. Precisamente el hecho de su detención, que quebraba así el pacto no escrito de que los islamistas no atentaban allí a cambio de tener en Bélgica su santuario (es el país del que han partido más personas hacia Siria para engrosar las filas del Estado Islámico), es un factor que ha podido ser clave en este atentado, más allá de la voluntad de los islamistas de causar dolor allí donde puedan.
Independientemente de los detalles de este atentado, es recomendable atender a lo que el propio Estado Islámico ha publicado como su gran estrategia para conquistar Europa y analizar cómo podemos enfrentarnos al mismo. Parte el programa islamista de la presencia musulmana en Europa y se centra en tres puntos. En primer lugar, la tercera generación de musulmanes nacidos y crecidos en los barrios europeos de mayoría musulmana, que son considerados como un vivero de reclutas por varios motivos. La primera generación consideraba superior a Occidente, la segunda aceptó las reglas de Occidente y priorizó su mejora social, la tercera, en cambio, da por descontado su estatus, ha accedido a una buena instrucción y son susceptibles de redescubrir su identidad islámica, que contemplan como un modo de afirmación y superioridad frente a su entorno. Los estrategas del ISIS dan por descontado que los jóvenes musulmanes de tercera generación viven en ghettos musulmanes y contemplan la cárcel, en la que muchos, tarde o temprano van a caer por pequeños delitos y droga, como el lugar en el que recuperarlos para la causa de la yihad.
En segundo lugar, se considera la experiencia de una guerra verdadera, la que se libra en Siria y el norte de Irak, como un ingrediente fundamental (lo fueron antes la guerra de Afganistán en los años ochenta, la guerra civil en Argelia en los noventa o los conflictos en Bosnia, el Cáucaso o Irak). No es de extrañar, pues, el afán por captar a jóvenes europeos que acuden a combatir a Oriente Medio y que luego regresan a sus países de origen, influyendo poderosamente en sus entornos, especialmente a través de las mezquitas que frecuentan.
Por último, en tercer lugar, los propios europeos. Los que se convierten al islam, ideales para infiltrarse sin levantar sospechas, y los que, europeos descreídos y temerosos, están dispuestos a cualquier concesión con tal de pactar un modus vivendi con un islam en Europa que ven como un hecho irremediable.
A esta estrategia, clara y meridiana, se le podría responder punto por punto: impidiendo el proceso de «guetización» impulsado por el multiculturalismo, controlando las actividades islamistas en la cárcel, impidiendo el reclutamiento y, en caso de que se haya producido, el regreso de quienes han ido a combatir a Siria (o, al menos, deteniéndolos), clausurando las mezquitas que son focos de yihadismo y recuperando nuestra fe en nuestra civilización y en aquello en que se sustenta, que no es otra cosa que la fe cristiana, la que dio lugar a esa Cristiandad de cuyos restos aún vivimos. El programa para combatir el islamismo es, pues, también claro y meridiano, otra cuestión es que los laicistas regímenes políticos de la modernidad sean capaces de ponerlo en práctica.
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