A menudo, inmersos en el fragor de las noticias, podemos perder de vista las tendencias de fondo que van dando forma a la historia de la humanidad. Es lo que ocurre con la cuestión demográfica, que raras veces aparece en la superficie de los hechos, pero que tiene una influencia muchas veces determinante en el devenir de éstos. Esto resulta muy evidente en el caso de los países occidentales, inmersos en un tremendo invierno demográfico cuyas consecuencias ya no son sólo una amenaza de futuro sino un preocupante presente. El prestigioso economista David Goldman aborda estas cuestiones en su libro How civilizations die (Cómo mueren las civilizaciones), en el que afirma que «el repudio de la vida en los países avanzados que viven en paz y prosperidad no tiene precedente histórico, excepto quizás durante la anomía de Grecia en su declinar postalejandrino y en Roma durante los primeros siglos después de Cristo». Grecia, entonces, sucumbió ante la pujante Roma, Roma después ante los pueblos bárbaros.
Lo interesante del libro de Goldman es que también analiza la intensa caída de la natalidad en los países musulmanes, que no ha alcanzado los niveles del mundo occidental, pero que marca una tendencia constante. Desde los años cincuenta del siglo pasado el declinar es la norma: la fertilidad en Irán ha caído de siete hijos por mujer a menos de dos, en Turquía las mujeres tienen en promedio cinco hijos menos que hace sesenta años (y también han caído por debajo de los dos hijos por mujer), mientras que las caídas han sido de cuatro hijos en Egipto e Indonesia y de algo más de tres en Paquistán. En algunos de estos países las tasas de fertilidad aún son altas para los parámetros occidentales, pero la percepción de una intensa caída en pocas generaciones es evidente. En palabras de Goldman, «tanto los apáticos europeos como los musulmanes radicales han perdido su conexión con el pasado y su confianza en el futuro».
Una de las consecuencias de este fenómeno es un sentimiento, ampliamente extendido en el mundo musulmán, de que su futuro está en peligro. Porque la intensa caída de la fertilidad en muchos países musulmanes no es un accidente ni un fenómeno aislado, sino que es una de las consecuencias externas de un cambio de mentalidad, de que las ideas de la modernidad penetran también en aquellos países, erosionando las sociedades tradicionales musulmanas. Lo que desde Occidente se percibe como una amenaza, signo de la fuerza del islam (a menudo se nos recuerda aquellas palabras atribuidas a un clérigo musulmán de que «el útero de las musulmanas será el arma con que conquistaremos Europa»), es contemplado de modo diferente desde el mundo musulmán, consciente de que esa ventaja demográfica actual puede desvanecerse en un futuro no tan lejano y provocando una cierta prisa por aprovechar esa ventaja en el aquí y ahora.
Desde esta perspectiva se entiende mejor la mentalidad de algunos yihadistas. Escribe Goldman: «los islamistas temen que si fracasan, su religión y su cultura desaparecerá en la vorágine del mundo moderno. Muchos de ellos prefieren morir luchando». De este modo, lo que muchos toman por un síntoma de vitalidad, de un islam fuerte y guerrero, podría llevar en su seno el síntoma de su debilidad, de su desesperación ante la constatación de que la modernidad también ha penetrado y amenaza con disolver su mundo.
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