Este sacerdote dominico, académico y mártir en el Vietnam mostró una entrega total a un ideal misionero, que mantuvo en condiciones adversas y capaces de engendrar el desaliento en el espíritu mejor dispuesto.
Francisco Gil de Federich, nacido en Tortosa el 14 de diciembre de 1702, era hijo de una de las familias más distinguidas de Tortosa y una de las más importantes del Principado de Cataluña. Habiendo recibido una formación cristiana excepcional por parte de la familia Gil de Federich, fue enseñado a perseverar en las tareas que iban a brindarle la salvación de su alma, y a resguardarse de lo que podía redundar en perjuicio de su vida cristiana. De pequeño, frecuentaba gustosamente la oración, devoción, mortificación y frecuencia de sacramentos. Se apartaba también de los muchachos de su época, dada la aversión de Francisco a las vanidades del mundo y el sumo cuidado que ponía en el negocio de su salvación.
La Orden de Santo Domingo tenía una importante presencia en las ciudades de Tortosa, Barcelona y Tarragona. La tradición docente de los dominicos era grande y reconocida por todos. Así, a los 15 años ingresó como estudiante en el convento de dominicos. No es de extrañar que Francisco se vinculara con esta orden dada la buena formación humana que recibió.
Años más tarde, Francisco se presentó decidido al procurador de los dominicos para las misiones en Extremo Oriente, con el fin de participar en la evangelización de Filipinas. Los superiores del convento y el mismo prior provincial consideraron improcedente el movimiento del joven Francisco, y no accedieron a su petición, ya que no había finalizado los estudios y no estaba ordenado in sacris.
Fray Francisco era de los que saben esperar, y siguió estudiando y enseñando, dando muestras de una ejemplaridad meritoria para su edad. La meta más importante y próxima era la de hacerse digno de recibir las órdenes sagradas. En la comunidad vieron en él una madurez poco común y unas disposiciones y cualidades personales que le valieron la dispensa de los intersticios, recibiendo de manera prematura el orden sacerdotal el 29 de marzo de 1727.
No se puede entender la etapa evangelizadora de este santo sin conocer debidamente la formación y la maduración de este joven en sus años de residencia en Cataluña. Fue aquí donde se forjó como maestro de estudiantes del convento de Santa Catalina de Barcelona. Miembro de la Academia Literaria Barcelonesa, ingresó en la misma con la presentación de su trabajo «Sobre la vida de Jesucristo desde los doce años hasta los treinta de su edad», donde expuso de manera clara en qué se ocupaba Jesucristo antes del comienzo de su vida pública. Francisco decía que «Cristo probó en sí todas las miserias y penas que nos ocasionó el pecado de Adán […], y una de aquellas penas era el comer el pan con el sudor de su rostro y su trabajo. […] No es creíble que los padres de Cristo trabajaran para sustentarle y que Cristo no les ayudara».
Camino a las Indias Orientales
Su humildad religiosa no le permitía considerarse necesario en ningún sitio. Tanto es así, que cuando se presentó al procurador para las misiones en Filipinas, Gil de Federich reiteró su voluntad de inscribirse como voluntario, solicitud que los superiores no podían negarle. En aquella época había sobreabundancia de clero en España, y muchos de esos hombres de Dios tenían tal celo apostólico que deseaban poner rumbo a esas misiones tan lejanas, donde la falta de ministros era dramática. El padre Francisco quería también habitar entre infieles y, si era voluntad de Dios, morir mártir. Su familia y amigos trataron de disuadirlo de su decisión, pero él respondía así: «Cuatro años hizo ya que hice las diligencias para lograr esta empresa, y cuanto más la he encomendado a Dios, tantos mayores deseos he tenido de lograr el fin de esta empresa; si es voluntad de Dios o no, Dios lo sabe; y no me mueve otro fin sino el rehacer, con los muchos trabajos que me figuro, los años que he perdido ofendiendo a Dios».
Habiendo causado tan buena impresión en su paso por Barcelona, no iba a ser menor el reconocimiento en su primer destino: Filipinas. Pronto le dieron una cátedra en la Universidad de Santo Tomás en Manila. El siervo de Dios expresó su voluntad de ir a las «misiones vivas», pero el provincial replicaba que le necesitaba allí donde estaba. Por más que le disgustara esa decisión, Gil de Federich supo interpretar la voluntad de Dios en las decisiones de sus superiores. El hecho de que le costara más que a otros alcanzar su objetivo le hizo apreciar y valorar más el verdadero alcance de la misión.
La misión del Tonkín
La provincia del Santísimo Rosario de Filipinas, donde se hallaba Francisco Gil de Federich, tenía especial predilección por sus misiones en el Tonkín, una zona donde ya no sólo se había expulsado a los misioneros sino que ahora se les perseguía. La provincia del Tonkín constituía una prueba muy dura, donde se arriesgaban vidas humanas. Se debía tener una fortaleza y un vigor espiritual que no todos poseían. Los superiores no podían poner en una posición tan comprometida a los frailes, a no ser que hubiera una voluntad firme por su parte. Los actos heroicos no se deben ordenar, pero se pueden sugerir. Al mismo tiempo, no podían dejar desatendidos a los misioneros que destinados en tierras norvietnamitas pasaban por ese angustioso calvario.
El padre Gil, ya como secretario de provincia, aprovechó la ocasión que se le brindó para obedecer la llamada que sentía de acudir a esa misión. En una ocasión pudo presentarse como voluntario para una aventura misionera, y no dudó en solicitar su participación. Finalmente, fue nombrado Francisco Gil de Federich misionero de Tonkín.
Parecía como si el padre Francisco quisiera recuperar el tiempo que las circunstancias o la Providencia misma parecían haberle escamoteado. Trabajador incansable, no dejó de catequizar, administrar sacramentos y de visitar enfermos. Las condiciones climáticas tan adversas de la zona no pasaban desapercibidas para este sacerdote misionero. En una ocasión, estando muy grave, acudió a socorrer la llamada de un enfermo diciendo: «Cuando Jesús estaba en la cruz, poco antes de morir, absolvió de sus pecados al buen ladrón. Debo correr a la cabecera del enfermo, cuanto más que yo no me encuentro en momento tan duro».
La persecución se acrecentaba y las zonas que parecían más seguras para los cristianos eran las que más sufrían. Francisco pareció entender que se acercaban momentos difíciles, y preparó a su comunidad de fieles para el horror de la persecución. En un momento inesperado y estando en casa en oración, fue acorralado y apresado por unos soldados mandarines.
El padre Francisco estuvo encarcelado largos años, y en ellos no dejó de aliviar a los demás presos y soldados. Con una notable paz interior, penetró con gran celo evangelizador en las almas de los familiares de soldados y tribunales que querían ajusticiarle. La prisión estaba dando unos frutos apostólicos jamás soñados. La sentencia parecía que nunca llegaba, y aunque hubiera una voluntad firme de acabar con su vida, quiso Dios que este mártir siguiera administrando los sacramentos a cuantos se acercaban a él. Fue conminado en muchas ocasiones a apostatar, a pisotear y a golpear imágenes religiosas y cruces cristianas, pero los paganos no lo lograron.
Pocas alegrías tuvo el siervo de Dios en la cárcel y durante su largo cautiverio, salvo las puramente espirituales. Llegado el día de su sentencia, ni su disposición espiritual ni su serenidad podían ser mejores. Camino del calvario junto a un compañero sacerdote también sentenciado a muerte, rezaban y mostraban compasión por los soldados. Una vez en el lugar de la ejecución, los dos santos se dieron mutuamente la última absolución sacramental y se prepararon para la ejecución de la sentencia. Era un viernes, 22 de enero de 1745.
Francisco Gil de Federich fue beatificado por Pío X en 1906 y canonizado por Juan Pablo II el 19 de junio de 1988.