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CRISTIANDAD

San Francisco de Asís

Por Gerardo Manresa Presas
junio 2020
en Santos jóvenes propuestos por el Papa, Secciones
5 min de lectura

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Francisco de Asís, nacido en 1182, creció en un ambiente de mucha riqueza, y durante su juventud destinó gran parte de esta a la diversión en cosas vanas. Al crecer entre ostentaciones, su mirada fue enfocada a conseguir riquezas y fama. Por ello, después de haber servido en el ejército, y haber estado un año como prisionero y otro periodo enfermo, decidió comprarse una armadura y un manto muy costosos y finos para volver a combatir. Pero al ver a un caballero pobre en su camino, no dudó en darle su nuevo atuendo.
En Espoleto, camino a la guerra, cayó enfermo por segunda vez y, en esta ocasión, Dios le habló diciendo: «¿quién te va a pagar mejor, el amo o el siervo? Pues el amo. Y entonces ¿a quién vas a servir?». Obedeciendo, volvió a Asís, viviendo con las mismas comodidades de antes, pero con una vida interior cada vez más profunda. Los que lo conocían, extrañados por el cambio que en él percibían, aseguraban que había encontrado el amor. Y así era: Francisco había encontrado una perla, y de ella se había enamorado. Cultivó su amor al Señor con mucha oración, y de esta manera Él le hizo ver que esta perla que ahora poseía valía más que su vida y todas sus posesiones. Al entender esto, Francisco vendió todos sus bienes y abandonó su vida para ir en búsqueda de lo más preciado.
Francisco comprendió que, para buscar eso que estaba determinado a encontrar, debía emprender una batalla espiritual que hacía necesaria la mortificación y el gobierno de los sentidos. Por esto, era frecuente encontrarlo revolcándose desnudo sobre la nieve o sobre un rosal, con objeto de disipar sus tentaciones. Entendió que su cuerpo no debía servir sino para la gloria de Dios.
Tal era la repulsión natural que sentía por los leprosos, que Dios le hizo olvidarse de sí justamente a través de ellos: «Cuando yo andaba en pecado, yo no podía ver un leproso, pero el Señor me llevó donde ellos, usé misericordia con ellos, y sentí una felicidad inmensa». A partir de un beso a uno de ellos, movido por el Espíritu Santo, la vida de Francisco cambió, y dijo «sí» al llamamiento a la santidad que le hacía Dios.
Desde ese momento comenzó, cada vez con más frecuencia, a retirarse para rezar, llorando y lamentándose por sus pecados. Un día, mientras se desahogaba en Dios, Él se le apareció crucificado, marcando en el alma de Francisco su dolorosa Pasión. Esto le movió a atender, visitar y limpiar enfermos, comprendiendo que en ellos estaba Dios maltratado por los hombres. Así, fue desarrollando el sentido de la pobreza, su humildad y una compasión que lo asemejaba cada vez más a su Maestro.
Sucedió que una vez, mientras rezaba frente a un crucifijo, sintió la voz de Dios que le decía: «Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas». Pensando que Dios le pedía que reparara la iglesia de San Damián por estar en muy mal estado, vendió su caballo y varios vestidos de la tienda de su familia, y se fue a vivir con el sacerdote que se encargaba de aquel edificio. Su padre intentó llevarlo a casa, pretendiendo que se olvidara de esta locura que estaba persiguiendo. Pero Francisco había percibido ya el tesoro que se encontraba en las heridas abiertas de su Señor y esto era más grande que cualquier cosa que el mundo pudiera ofrecerle. Así, cuando su padre le hizo escoger, renunció a su herencia. Dispuesto a devolver todo lo que se le había dado, que para nada le servía ya, Francisco entregó incluso lo que llevaba puesto, con sincera alegría. Para que no estuviera desnudo, le fue entregado por donación un viejo vestido de labrador, el cual marcó con una tiza para llevar sobre sí prenda de su Amado: la santa Cruz.
En una ocasión, mientras iba de camino a San Damián, mientras voceaba anunciándose: «Soy el Heraldo del Gran Rey» fue golpeado y arrojado en un foso lleno de nieve, y luego de eso siguió su camino cantando divinas alabanzas y agradeciendo la misericordia que Dios había tenido con él.
Pidiendo limosnas y trabajando con sus propias manos, reparó la iglesia de San Damián y la de San Pedro. Así también reconstruyó la Porciúncula, capilla en honor a Nuestra Señora de los Ángeles, donde se instaló. Fue en esa pequeña capilla donde pudo finalmente comprender qué era lo que Dios le pedía con su vida: «Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente… No poseáis oro ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo». Tomando este pasaje de forma literal, se olvidó de todo lo que no fuera una túnica y un cordón, traje que llevarían luego sus discípulos. Cuando ya fueron doce, Francisco redactó una regla, en la que describía los consejos del Evangelio para alcanzar la perfección. En Roma, el papa Inocencio III se mostró adverso para aprobar esta nueva congregación, hasta que tuvo un sueño donde veía a Francisco sosteniendo la basílica de San Juan de Letrán (catedral de la diócesis de Roma a punto de derrumbarse), y comprendió que él y sus seguidores servirían de apoyo en la Iglesia. Diciendo «No podemos prohibirles que vivan como lo mandó Cristo en el Evangelio», les dieron el reconocimiento oficial de una orden.
Volvieron a vivir junto a la Porciúncula una vida de pobreza y entrega, en oración y fraternidad. Francisco quiso que los hermanos de la nueva orden fueran siervos, buscando siempre el olvido de ellos mismos y los sitios más humildes, para alcanzar una pobreza material y espiritual. A este respecto afirmaba: «Hay muchos que tienen por costumbre multiplicar plegarias y prácticas devotas, afligiendo su cuerpo con ayunos y abstinencias; pero con una sola palabrita que les suena injuriosa a su persona o por cualquier cosa que se les quita, enseguida se ofenden e irritan. Estos no son pobres de espíritu, porque el que es verdaderamente pobre de espíritu, se aborrece a sí mismo y ama a los que le golpean en la mejilla.»
Veía a Dios a través de su perfecta creación, y la admiraba constantemente. Cuando predicaba, era común ver criaturas y aves rodearlo para escuchar. Era tal la conexión que Francisco tenía con ella, que los animales le obedecían. En la ciudad de Gubbio había un lobo que devoraba animales y personas, causando mucho temor en los habitantes de allí. Francisco oyó de esto y quiso ayudar, por lo que fue a la ciudad donde se encontraba el lobo y le llamó para que se acercara. Apaciblemente la bestia se acercó, y Francisco le hizo la señal de la Cruz en el hocico. Diciendo «Yo te mando de parte de Cristo que no hagas daño, ni a mí ni a nadie», le pidió que no destrozara más, y le prometió a cambio de esto, la comida que los habitantes de Gubbio le darían. El lobo puso su pata sobre la mano extendida del santo, y desde ese día, deambuló por la ciudad sin devorar nada y siendo querido por todo el pueblo.
Mientras se preparaba para la fiesta de san Miguel Arcángel haciendo 40 días de ayuno en el monte Alvernia, Francisco vio un serafín, un ángel de seis alas en una cruz. Este le concedió el don de llevar como preciosa prenda de Cristo, sus cinco llagas, que se mantuvieron en su carne por el resto de su vida. Esta fue una de las formas en las que Dios hizo patente su obra en Francisco, permitiéndole tener un recordatorio físico «como sello en el corazón, como tatuaje en el brazo» de su sacrificio y del sentido que tenía su vida dirigida al Cielo.
Al recibir la noticia de su pronta muerte, exclamó Francisco: «El Señor, por su gracia y misericordia, me ha unido tan estrechamente a Él, que me siento tan feliz para vivir como para morir».
Luego de haber mortificado su cuerpo la mayor parte de su vida y de haber vivido en el amor de Dios, muere en la noche del 3 de octubre de 1226. El papa Gregorio IX lo declaró santo el 16 de julio de 1228.

Etiquetas: El amor a la pobrezaInocencio IIILa Orden FranciscanaLa porciunculasan Francisco de Asís
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