A lo largo de los últimos dos siglos, especialmente el siglo xx, en muchos lugares del mundo se han ido colocando estatuas grandiosas del Sagrado Corazón en puntos muy especiales para ser vistas desde muchos lugares y dar a la ciudad un carácter especial. Podríamos de esta forma enumerar grandes ciudades, no sólo españolas como Barcelona, Bilbao, San Sebastián o el Cerro de los Ángeles, sino también en otros países como París, la basílica del Sacré Coeur, Rio de Janeiro, la imagen de Cristo Rey en Texas, etc. En muchas ciudades del mundo una imagen de Cristo, o incluso de María, dominan la ciudad. Este hecho es un acontecimiento reciente que no se daba en los siglos anteriores, a pesar de las construcciones de las grandes catedrales románicas o góticas, pues el significado de estas grandes imágenes es presentar a Cristo Nuestro Señor como el Rey que quiere conquistar el mundo y es como una llamada a esta lucha, como dice en los Ejercicios Espirituales san Ignacio de Loyola.
Todos estos monumentos construidos en los últimos siglos nacen del deseo del Sagrado Corazón, expresado en las revelaciones a santa Margarita María de Alacoque en Paray-le-Monial. La santa nos habla en sus escritos del deseo del Señor de invitar a las almas a consagrarse a Él, en primer lugar en una invitación personal de «corazón a corazón». Pero al divino Corazón, no le basta esto sino que pide también, para nuestro bien, la consagración de las familias, prometiéndoles la bendición de las casas donde sea expuesta y honrada su imagen. Y después de esta consagración pide también la consagración del reino de Francia para bendecir las acciones que su rey Luis XIV emprendiera, es decir la consagración de la nación para ponerla a su servicio y poder recibir las bendiciones del Corazón de Jesús. Esta consagración tuvo lugar un siglo después por su biznieto Luis XVI cuando estaba prisionero en el Temple.
De este hecho nacen las consagraciones de los diferentes países al Sagrado Corazón. El primero, como hemos dicho, fue Francia, que tras la consagración que hicieron los miembros de la Asamblea Francesa en Paray-le-Monial en 1873 en memoria de estas revelaciones, construyeron el templo de Montmartre en honor del Sagrado Corazón y pudo llevar a cabo, de forma solemne, la consagración que le fue pedida dos siglos antes a santa Margarita María.
Las consagraciones al divino Corazón van extendiéndose y llega a haber millones de personas, familias consagradas, pero también se van extendiendo las consagraciones públicas de muchos países tanto de Europa, como de América y de África.
Las apariciones del Sagrado Corazón tuvieron lugar en un momento en que la sociedad humana iba a sufrir un fuerte acoso demoníaco tal como expresó muy bien el papa Pío XI en su encíclica Quas primas: «Nos referimos al laicismo, peste de nuestro tiempo, a sus errores y perversas tendencias. A este crimen, por cierto, no se llegó en un solo día, sino que estaba latente en las entrañas de la sociedad. Primero se negó la soberanía de Cristo sobre las naciones; se negó aquello que brota del mismo derecho de Cristo, es decir, el derecho de la Iglesia a enseñar al género humano, de dar leyes, de regir a los pueblos para llevarlos a la eterna felicidad. Se puso la religión de Cristo al nivel de cualquier religión falsa y se la sometió al poder civil y se la expuso al capricho de los soberanos políticos y de los poderes de los estados. Después se llegó a concebir que las naciones podían pasarse sin Dios y que podían basar su religión –diríamos laica, cívica–, en la impiedad y el desprecio de Dios».
De esta sociedad únicamente podía seguirse la ruina de la paz doméstica y social si no fuera por la ayuda que proporcionaba a la sociedad las consagraciones al Sagrado Corazón, tanto personales, como familiares como nacionales y por ello León XIII, que en un acto solemnísimo el año 1899 consagró el género humano al Sagrado Corazón, dice: «De aquí vienen los males que hace tiempo se han asentado entre nosotros, que reclaman vigorosamente que busquemos la ayuda del único que puede alejarlos de nosotros. ¿Quién puede ser éste sino Jesucristo, el hijo unigénito de Dios? Ningún otro hombre hay bajo el cielo en el que nos hayamos de salvar. Nos hemos desencaminado; hay que volver al camino. Las inteligencias se han oscurecido, hay que despejar la oscuridad con la luz de la verdad. Nos ha dominado la muerte; tenemos que recuperar la vida.»
Y pocos años más tarde, en 1925, el papa Pío XI dio un paso más para ayudar a la recristianización de la sociedad e instituyó la fiesta de Cristo Rey, y en su encíclica Miserentissimus Redemptor (1928) nos dice la causa por la que instituyó la fiesta: «Al instituir la fiesta de Cristo Rey pusimos en manifiesto el supremo poder de Cristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la familiar, sobre cada uno de los hombres, pero además saboreábamos de antemano los goces del día soberanamente fausto en que el orbe entero obedecerá de corazón al suavísimo dominio de Cristo Rey».
Cristo Rey, en su venida, traerá lo que esperamos los cristianos: «Venga a nosotros tu Reino y hágase tu voluntad en la tierra, como en el Cielo»: la paz individual del hombre consigo mismo y con Dios, la paz familiar, la paz social y la paz internacional.
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