Memoria de nuestros mártires

Quiero en primer lugar agradecer al presidente de Hispania Martyr la invitación para que le acompañe en este acto en el que recordamos y veneramos a los mártires que regaron con su sangre nuestra patria dando testimonio de su fe y de su amor a Dios y a su iglesia.
El Concilio Vaticano II en su constitución Gaudium et spes afirma: «toda la vida individual y colectiva se presenta como una lucha y ciertamente dramática entre el bien y el mal. A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas que, iniciado en el origen del mundo durará como dice el Señor hasta el día final».
Esta lucha y batalla a que se refieren estos textos entre el bien y el mal contra el poder de los tinieblas si bien es verdad que está presente a lo largo de toda la historia, sin embargo que no siempre se presenta con la misma intensidad. En estos dos últimos siglos esta batalla ha sido más intensa: En España vivimos en los años 34 al 39 unos momentos de incomparable intensidad. El odio a Dios y el heroísmo martirial tuvieron una presencia única que constituyen una llamada a reflexionar, a trabajar, y sobre todo a rezar.
En primer lugar reflexionar sobre las causas de aquellos hechos, segundo, trabajar como hace Hispania Mártyr para que la memoria de los Mártires continúe presente en nuestras familias, parroquias, escuelas y en general, en nuestra sociedad,que nuestros hijos y nuestros nietos pueden repetir aquellas palabras del salmo: «Cuando oímos y aprendimos lo que nuestros padres nos contaron no lo ocultaremos a nuestros hijos sino que contaremos a la generación venidera las alabanzas del señor, su poder y la maravilla que ha obrado» ¡Que maravillas podemos contemplar en la vida de los mártires!
Finalmente rezar pidiendo la intercesión de los mártires para que sepamos dar testimonio de nuestra fe, para que Dios nos de el don de la fortaleza tan necesaria en el mundo actual.
Quisiera añadir algo sobre estos tres puntos o tres llamadas. Primero reflexionar sobre las causas de aquel estallido de odio que no fue fruto de un momento de locura colectiva sino el resultado de todo un proceso de envenenamiento ideológico por parte de intelectuales políticos y periodistas. Como se ha dicho muchas veces las ideas tienen sus consecuencias prácticas y las ideologías políticas como el liberalismo primero y después el socialismo y el marxismo se han propuesto erradicar la presencia de la fe cristiana en la vida social, familiar y personal. Y cuando esto se hace en un pueblo que tiene una historia como la de España, en la que la fe cristiana ha sido la que ha conformado la vida de un modo único y profundo durante siglos, generación tras generación las consecuencias son muy trágicas.
Repasemos rápidamente la historia
Ocho siglos de Reconquista, la lucha contra el protestantismo, la lucha contra los turcos, liderada por la monarquía española en ambos casos, el descubrimiento y evangelización de América y los santos de la Contrarreforma, tantos santos fundadores de órdenes religiosas que han educado a sucesivas generaciones de toda Europa…
Cuando todo esto se quiere no solo olvidar sino presentar como lo que nos ha hecho pobres, infelices e ignorantes y que se procura que se borre de nuestra memoria y no deje huella en nuestra vida, las reacciones que se producen son de odio.
El odio a Dios y a todo aquello que está conformado por la fe cristiana, es fruto de una acción política y cultural.
Desde esta perspectiva podemos entender el carácter extremadamente violento de la persecución religiosa del 36. Se trataba de desarraigar definitivamente la fe cristiana de la vida de España. Es decir, hacer efectivo el propósito expresado por los liberales del siglo xix, de «cambiar la naturaleza de los españoles». Para ello era necesario erradicar totalmente la presencia social de la Iglesia. En el siglo xix, aunque también hubo estallidos de violencia con matanza de frailes y quemas de conventos, no obstante las medidas descristianizadoras más importantes fueron la supresión de las órdenes religiosas y las leyes desamortizadoras de los bienes eclesiásticos, justificadas, también en su momento, como algo necesario para ponerse a las alturas de las exigencias de los nuevos tiempos y del progreso. Desgraciadamente su eficacia fue muy importante: hasta tal punto tuvieron consecuencias descristianizadoras que los misioneros populares de principios del siglo xx, hacían notar que en muchos lugares, había casi desaparecido la práctica religiosa a partir de la expulsión de los religiosos de sus conventos y monasterios. Con todo, una serie de factores históricos y sociológicos, pero especialmente la misma fuerza de la fe cristiana, dieron lugar a que el propósito liberal de «cambiar la naturaleza de los españoles» pudiera darse entonces por fracasado.
A partir de la instauración de la Segunda República, se inicia una nueva fase del viejo proyecto descristianizador. A la nueva situación podrían aplicarse con propiedad las palabras de Karol Wojtyla en Signo de contradicción: «La persecución es el programa de nuestro tiempo».
El mismo Azaña, presidente de la República poco días después del 18 de Julio cuando ya se veían los derroteros de la nueva situación declaró: «Ahora es cuando de veras se ha proclamado la república» y Companys, presidente de la Generalitat de Cataluña, afirmará en aquellos días, justificando la persecución religiosa, que en Cataluña tuvo especial virulencia: «hay instituciones violentamente odiables, el clericalismo, el militarismo y el latifundismo…. El movimiento del cual ahora sois testigos es la explosión de una inmensa cólera, de una inmensa necesidad de venganza subiendo del fondo de los tiempos. Con esta actitud se justificaba también la creación, según decreto de la Generalidad del 23 de julio, de las milicias antifacistas y de los comités locales, principales responsables de la persecución religiosa sistemática llevada a cabo en Cataluña durante los meses de finales del año 36 y principios del 37.
Esta «inmensa necesidad de venganza subiendo del fondo de los tiempos» con la que Companys, quiere explicar y justificar la persecución religiosa, parece un radical sin sentido si la pensamos, teniendo presente que la persecución se cebó especialmente en aquellas órdenes religiosas cuyos beneficios sociales estaban más ampliamente presentes y benéficos para el conjunto de la sociedad española: hermanos maristas (176), hermanos de la Doctrina Cristiana (165), hermanos de San Juan de Dios (97), escolapios (204).., pero esta palabras cobrarán una especial relevancia si las releemos a la luz de la afirmación de Ramon Llull: «Si Dios no existe, el bien es odiable». En un pueblo que estaba conformado desde lo más profundo de su ser por la fe cristiana, el ataque a su fe, en la medida que penetra en el pensamiento y en la vida, es generador de odio anticristiano contra los que predican la «mentira» de la fe, y este odio se dirige de forma especial contra aquellos cuya bondad, sacrificio y generosidad son más ampliamente reconocidos.
Se podrían multiplicar los testimonios contemporáneos a los hechos, justificando la barbarie antireligiosa, lo que prueba que la persecución religiosa no fue obra de un grupo de incontrolados, como muchas veces se ha presentado, sino la puesta en práctica de un propósito explícitamente anticristiano. Así lo expresó el poeta francés Paul Claudel:
«Para comprender bien la naturaleza de la revolución española no hay que considerarla como una tentativa de construcción social encaminada a sustituir un orden por otro, como en Rusia, sino como una empresa preparada muy de antemado y dirigida ante todo contra la Iglesia. Se trata de una anarquía dirigida. En efecto, no es posible concebir sin una consigna y una organización metódica que hayan podido ser incendiadas todas las iglesias sin excepción en la zona roja, todos los objetos religiosos minuciosamente buscados y destruidos y la casi totalidad de prelados, religiosos, y religiosas asesinados con refinamiento de crueldad infinita, acosados en todas parte como bestias feroces…
Pero esta misma historia es la que da razón de tantos testimonios martiriales ¡Como deberíamos de admirarnos ante tantos testimonios de fe, de amor! Cuántos santos sacerdotes, padres de familia, religiosos y religiosas, están detrás de todo martirio. ¡Cómo vivieron los mártires su vida cristiana desde su niñez, formados por aquellos santos sacerdotes y padres de familia. Cuántas vocaciones se suscitaron en aquel ambiente familiar cristiano para que la gracia de Dios pudiera fructificar en tantos hombres y mujeres.
Esta reflexión sobre las causas también es una invitación a pensar sobre los momentos en que vivimos. ¡Cuánto desprecio a Dios hay en nuestro actual sistema educativo, cuántas leyes aberrantes reflejan esta trágica situación!
Pretenden que olvidemos nuestra historia sustituyéndola por la panfletaria y sectaria memoria democrática. Hay que dar la batalla, para que no desaparezca de nuestra memoria, lo que hemos sido por la gracia de Dios.
Solo Dios conoce nuestro futuro pero hay que tener presente que de nuevo y de una forma mucho más penetrante que en los años que precedieron a la guerra del 36 se está intentando conformar una opinión social contra la Iglesia, contra los sacerdotes y religiosos y en general contra la fe cristiana, acusándoles de que son los causantes de todos los males, a veces explícitamente y en otras ocasiones más frecuentes y más peligrosas de forma solapada pero muy constante. Si algún día estallase de nuevo la violencia podríamos trágicamente comprobar cómo ha sido preparado el ambiente con noticias, imágenes, libros, planes de educación etc…
El segundo punto es el de trabajar: hay tantas cosas que se deberían hacer, pero solo quiero fijarme en la importancia de mantener la memoria en las generaciones actuales de los hechos que ocurrieron aquellos años. Nuestra generación, la mía, no vio la guerra pero conoció a personas que lo habían vivido y por lo tanto tenemos una noticia cercana.
Pero las generaciones siguientes, especialmente los más jóvenes, quedan ya muy alejados. La insistencia en medios de comunicación y de los centros educativos deformando la historia no hace fácil que este recuerdo provoque admiración, entusiasmo y responsabilidad. Tendría que ser una preocupación de todos procurar que en las familias y sobretodo en los colegios hubiera posibilidad de que esta tradición gloriosa se pueda transmitir.
Finalmente, el recuerdo de los mártires tiene que ser motivo de una gran esperanza. Para muchos el martirio fue la coronación de una vida santa de entrega al Señor, pero donde brilló de un modo especial la misericordia es en el martirio de muchos hombres y mujeres cuya vida no siempre fue ejemplar y sin embargo dieron también testimonio de lo que habían recibido, derramando su sangre por la fe que profesaban.
El desorden moral que reina en la sociedad actual es fruto de la crisis de fe. A la luz de lo que estamos celebrando podemos valorar la importancia en la vida cristiana de mantener nuestra fe. Las desviaciones doctrinales en materia de fe tienen siempre sus consecuencias morales. La fe cristiana nos presenta a Dios como un centro exclusivo de nuestras vidas; esto es lo que proclamaron de un modo único los mártires cuando murieron teniendo en sus labios el grito de ¡Viva Cristo Rey!
Esta esperanza tiene naturalmente una referencia inexcusable. Sabemos que en el Cielo siguen trabajando para que en España se mantenga la fe. Por ello dieron su vida y ahora están muy cerca de Dios. Siguen pidiendo por todos nosotros; su intercesión tiene que ser escuchada. Ésta es nuestra confianza, y siguiendo su ejemplo, tiene que ser una confianza sin límites. No solamente esperamos que no se apague la llama de la fe en nuestra patria sino que Dios por caminos inesperados y, escuchando la plegaria incesante de los mártires, preparará aquel momento tan esperado en que se cumpla lo prometido por el Sagrado Corazón de Jesús al beato Bernardo de Hoyos: «Reinaré en España con especial predilección». Con esta esperanza vivamos, trabajemos y demos gracias a Dios por vivir en tierra de mártires, y esperemos y confiemos en su intercesión por nosotros en el Cielo.