Los primeros pasos del nuevo mandato de Trump en Estados Unidos están provocado desconcierto en todo el mundo. Sus numerosas medidas, lanzadas a un ritmo frenético, suponen una clara ruptura con el curso de lo previsible desde hace años. En política interior, el rumbo está claro: rechazo a lo woke, recuperación del control de las fronteras e intento de recuperación económica basada en volver a la energía barata y al uso de aranceles, una medida esta última que nos hace penetrar en terreno desconocido, quebrando la senda de la globalización que rige en el mundo desde hace tres décadas. En política exterior la cuestión es más compleja y algunos de los mensajes parecen contradictorios.
Por un lado parece claro que la administración Trump aboga por regresar a aquella «América para los americanos» de la doctrina Monroe, que sostiene que el continente americano, tanto por motivos económicos como de seguridad, debe de ser controlado por los Estados Unidos. Desde esta perspectiva se pueden comprender las presiones sobre Panamá para acabar con la influencia china en el Canal por el que transcurre gran parte del transporte de mercancías estadounidense y que resulta clave para la capacidad operativa de su Marina de guerra. Otro tanto podría decirse de las presiones sobre Canadá y Groenlandia: los Estados Unidos parecen dispuestos a que su área de influencia más cercana baile realmente a su son.
Pero al mismo tiempo, Estados Unidos está inmerso en varios escenarios bélicos muy alejados de sus fronteras y, aunque lo deseara, no puede abandonarlos de la noche a la mañana, lo que provocaría un descomunal caos y lastraría su prestigio, como ya sucedió en la espantada de Biden en Afganistán. Trump prometió que acabaría con la guerra en Ucrania en un santiamén, pero la realidad es que ésta se resiste a acabar. Por el momento las mayores presiones han sido sobre Ucrania, a la que se le pide que ceda territorio a cambio de la protección que le daría el mero hecho de que los intereses de diversas empresas estadounidenses estarían ligados a su supervivencia. Putin, consciente del agotamiento de las fuerzas ucranianas y del poco interés de Estados Unidos en seguir financiando una guerra en la que no está nada claro qué beneficios obtendrá, no da su brazo a torcer y aleja la posibilidad de una solución rápida como la prometida por Trump. Sabe, también, que las promesas de rearme de la Unión Europea, si se acaban haciendo realidad, no tendrán impacto real hasta dentro de varios años, y que Estados Unidos tiene prisa por solucionar como sea las distracciones, como esta guerra de Ucrania, a su principal reto: enfrentar una China cada vez más agresiva y expansionista cuya amenaza sobre Taiwán parece cada vez más inminente.
Por su parte, el escenario en Oriente Medio, si bien parece haberse estabilizado en un estado de guerra de intensidad media-baja, no está para nada cerrado y puede escalar hasta una alta intensidad con incontrolables ramificaciones. Sí, Hezbolá ha visto muy mermada su operatividad e Irán ha perdido a gran parte de sus agentes «proxy» fuera de sus fronteras, pero la cuestión de fondo sigue sin ser resuelta: ¿qué hacer para conseguir que Gaza deje de ser una amenaza constante para la vida de Israel? Sin una deportación masiva, al estilo de las que practicaban los emperadores de Babilonia, no se vislumbra ninguna opción realista. Y Estados Unidos, garante de la supervivencia de Israel, se encuentra así atrapado en un conflicto que probablemente no tenga otro final que el escatológico.
La incertidumbre, pues, no sólo persiste sino que aumenta, al embarrancarse las propuestas de Trump, que prometían soluciones rápidas, en una realidad que se resiste a sus planes. Pero en medio de esa incertidumbre hay algo que sí parece claro: la quiebra del orden internacional nacido del final de la Segunda Guerra Mundial, lo que se ha dado en llamar el orden del 45. Un orden internacional basado en acuerdos y tratados que adoptaron la forma de un derecho internacional que prometía el mantenimiento de la paz internacional a través de su imperio sobre los Estados del mundo. Un orden en el que creyeron la mayoría de los occidentales y en el que incluso la Iglesia parecía confiar (aunque con ciertos y fundamentales matices). Pero ahora, cuando los Estados Unidos de Trump actúan siguiendo abiertamente sus propios intereses, sin sentirse limitados por apelaciones a ese orden internacional del 45, descubrimos que aquello en lo que habíamos creído era, quizás, un espejismo. Se nos revelaría así que en realidad aquel supuesto orden no era más que el modo de encubrir una hegemonía en la que, durante la Guerra Fría, dos grandes potencias se repartieron el mundo. Se hablaba de derecho internacional pero en la mitad del mundo sometida al comunismo se perpetraron impunemente las mayores aberraciones. Se hablaba de mantenimiento de la paz y el equilibrio mundial pero la ONU nunca fue capaz de detener un solo conflicto y, por su parte, Estados Unidos emprendió 56 intervenciones militares sólo en el continente americano sin ningún respaldo fundado en esa legalidad internacional que ahora algunos denuncian, alarmados, que se está resquebrajando.
Con la caída del comunismo pareció, por unos instantes, que podía mantenerse vigente aquella ficción pero, ahora, bajo un solo poder hegemónico, el de los Estados Unidos. La evolución del mundo en los últimos 30 años ha echado por tierra aquella pretensión. Las potencias emergentes, encabezadas por China, no tienen ninguna intención de jugar bajo esas reglas y, de hecho, hace tiempo que no lo hacen. Ni China, ni Rusia, ni Irán, ni Corea del Norte… reconocen legitimidad alguna a aquel orden internacional basado en reglas y tratados nacido en 1945 y no existe poder en el mundo que pueda forzarles a lo contrario. Estados Unidos toma nota, apuesta por hacerse fuerte en su área de influencia e intenta poner freno a la expansión de sus rivales (con mayor o menor fortuna sólo lo sabremos con el tiempo). Sólo Europa parece aún presa de un marco que se evapora, de un relato que no era más que el encubrimiento de una hegemonía que ya no existe. No es éste un panorama tranquilizador, pues las posibilidades de conflicto a gran escala se multiplican, pero es la ineludible realidad que aparece cuando retiramos cuidadosamente todo el ruido y los velos con que intentan disimularla.