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uestro Señor encargó a Simón Pedro esta misión: «Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32). Pues bien, hoy Pedro, por boca de Francisco, ha confirmado a sus hermanos de Schola Cordis Iesu en aquello que pertenece esencialmente a su vocación: el camino de infancia espiritual de santa Teresa del Niño Jesús como providencial etapa del desarrollo de la devoción al Corazón de Jesús. En efecto, el padre Ramón Orlandis S.I. distinguía en Pensamientos y ocurrencias tres etapas de este desarrollo: las revelaciones a santa Margarita María, la profundización teológica del padre Enrique Ramière S.I. y el caminito de Teresa. Y de ahí que expresara de esta manera la naturaleza de Schola: «Hace cosa de diez años se me fue presentando al pensamiento un como esbozo de agrupación, así de varones como de mujeres; esta agrupación se me antojaba que había de ser aquella legión de almas pequeñas, instrumentos y víctimas del amor misericordioso de Dios, objeto de los deseos y de las esperanzas de santa Teresita del Niño Jesús».
El Magisterio pontificio había enseñado hasta el momento la centralidad del culto al Sagrado Corazón, «suma de toda la religión» (Pío XI en Misserentisimus Redemptor 3) y «síntesis de todo el misterio de nuestra Redención» (Pío XII en Haurietis aquas 24) así como la segura doctrina enseñada por santa Teresa del Niño Jesús al declararla doctora de la Iglesia universal (san Juan Pablo II, Divini amoris scientia). Mas no se asociaba explícitamente dicho culto con el caminito de Teresa. Ni siquiera en el magisterio de Pío XI, quien la beatificó (1923), canonizó (1925), nombró patrona de las misiones (1927) y llamó «estrella de mi pontificado», al tiempo que escribía las grandiosas encíclicas sobre el Sagrado Corazón: Quas primas (1925) y Misserentisimus Redemptor (1928). Ha sido cien años después que dicha asociación ha sido incorporada por el papa Francisco al Magisterio con la exhortación apostólica C’est la confiance [CC] (2023) y la encíclica Dilexit nos [DN] (2024):
«Ante el Corazón de Cristo –enseña el papa Francisco– es posible volver a la síntesis encarnada del Evangelio y vivir aquello que propuse poco tiempo atrás recordando a la entrañable santa Teresa del Niño Jesús: la actitud más adecuada es depositar la confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la infinita misericordia de un Dios que ama sin límites y que lo ha dado todo en la Cruz de Jesucristo (CC 20). Ella lo vivía con intensidad porque había descubierto en el Corazón de Cristo que Dios es amor: «A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas» (Ms A, 83vº)”» (DN 90).
Una alegría exultante inunda nuestros corazones al leer estas palabras. En efecto, Pedro ha confirmado a sus hermanos por boca de Francisco.
Es la confianza, pero ¿qué es la confianza?
«La confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al amor» (carta 197, a sor María del Sagrado Corazón). Estas palabras de santa Teresita sirven de pórtico a la exhortación apostólica mencionada, y que «bastarían para justificar que se la haya declarado doctora de la Iglesia» (CC 2). En la confianza radica, pues, la esencia del caminito y su vinculación con la devoción al Corazón de Cristo: «Por eso la oración más popular, dirigida como un dardo al Corazón de Cristo, dice simplemente: en ti confío» (DN 90).
Es la confianza, pero ¿qué es la confianza? Santo Tomás nos enseña que es la misma pasión de la esperanza, «de donde a los que esperan decimos que confían» (S.Th. I-II, q.40, a.2 obi.2); se añade, eso sí, la razón de certeza de un conocimiento precedente: «Lo que el hombre desea y juzga poder conseguir, cree que lo conseguirá, y el movimiento que sigue en el apetito se llama confianza, por esa fe previa de la potencia cognoscitiva» (S.Th. I-II, q.40, a.2 ad 2). Tal movimiento se da en el apetito irascible, pues tiene como objeto un bien arduo; siendo la dificultad entonces acometida por otra pasión que es la audacia, sin la que no se daría la esperanza de alcanzar aquel bien. Gracias a esta alianza entre audacia y confianza es posible la virtud de la magnanimidad, que dispone el alma a grandes bienes propios de la virtud, esto es, la honestidad. Mas si lo que se aspira es a la santidad, movida el alma por la gracia, entonces tenemos la virtud teologal de la esperanza, «expectación cierta de la bienaventuranza futura, como dice el Maestro; lo que puede tomarse de lo que se dice en II Tim: “Sé a quién he creído, y estoy cierto de que es poderoso para guardar mi depósito” (…) Y así, la esperanza tiende hacia su fin con certeza, como participando de la certeza de la fe» (S.Th. II-II, q.18, a.4 in c.).
Santa Teresita, doctora de la confianza, nos ayuda a entender este movimiento con una de sus sugerentes imágenes, la del águila divina (Ms B, 5rº – 5vº). Teresa se identifica con un pajarillo, cuyo corazón aspira a volar hasta el Sol, que es el bien deseado: «Me atrevo a mirar fijamente al Sol divino, al Sol del amor, y mi corazón siente en sí todas las aspiraciones del águila… El pajarillo quisiera volar hacia ese brillante Sol que embelesa sus ojos». Mas constata una enorme dificultad, pues es débil: «Yo me considero un débil pajarillo cubierto solamente de un ligero plumón (…) ¡Ay! Lo más que puede hacer es alzar sus alitas, pero en cuanto a volar, no está en su débil poder». Más aún, es travieso y se entretiene con aquellas cosas que no lo acercan al Sol: «Se deja distraer un poco de su única ocupación, toma un granito acá y allá, corre tras un gusanillo… Luego, encontrando un charquito de agua, moja en él sus plumas apenas formadas. Ve una flor que le gusta, y su diminuto espíritu se entretiene con la flor… En fin, no pudiendo volar como las águilas, el pobre pajarillo vuelve a ocuparse una y otra vez de las bagatelas de la tierra». No obstante, encuentra un medio en el que apoyarse para volar seguro hasta el Sol, el Águila dorada que viene en su ayuda: «Mi locura consiste en suplicar a las águilas, mis hermanas, que me obtengan la gracia de volar hacia el Sol del amor con las propias alas del Águila divina (…) Un día, yo lo espero, vendrás, Águila dorada, a buscar a tu pajarillo». Y concluye la narración diciendo: «¿Cómo quieres que ante esta locura mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo habría de tener límites mi confianza?»
El camino de la confianza y el amor
Desgranemos brevemente los elementos de la metáfora teresiana con la ayuda de los textos del papa Francisco. En primer lugar, el Sol deseado es Dios mismo, que desea contemplar amorosamente en la gloria: «No quiero otro trono ni otra corona que a vos, ¡oh, Amado mío! (…) Repetiros mi amor en un cara a cara eterno» (Acto de ofrenda), y «adentrarse por toda la eternidad en el ardiente abismo del Amor» (Ms B, 5vº).
En segundo lugar, el obstáculo para alcanzar a Dios es la propia debilidad y el pecado. Mas la confianza en Dios obra una admirable transformación, que nos recuerda aquel felix culpa de la liturgia pascual. En efecto, es desde la propia debilidad y aun desde el mismo pecado que el alma, desconfiada respecto de sus propias fuerzas, pasa a poner toda su confianza en Dios. El papa Francisco insiste en esto:
«Quizás el texto más importante para poder comprender el sentido de su devoción al Corazón de Cristo sea la carta que escribió, tres meses antes de morir, a su amigo Maurice Bellière: Cuando veo a Magdalena adelantarse, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del Corazón de Jesús y que, por más pecadora que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no sólo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación. Querido hermanito, desde que se me ha concedido a mí también comprender el amor del Corazón de Jesús, le confieso que Él ha desterrado todo temor de mi corazón. El recuerdo de mis faltas me humilla y me lleva a no apoyarme nunca en mi propia fuerza, que no es más que debilidad; pero, sobre todo, ese recuerdo me habla de misericordia y de amor (carta 247, al abate Bellière)» (DN 136).
Un poco después, el Santo Padre recuerda aquella otra carta admirable a sor María del Sagrado Corazón:
«Una carta que hoy es uno de los grandes hitos de la historia de la espiritualidad. Esta página debería ser leída mil veces por su hondura, claridad y belleza (…) Resume todo en la confianza como la mejor ofrenda, agradable al Corazón de Cristo: A decir verdad, las riquezas espirituales hacen injusto al hombre cuando se apoya en ellas con complacencia, creyendo que son algo grande. (…) Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia… Este es mi único tesoro (…) si deseas sentir alegría o atractivo por el sufrimiento, es tu propio consuelo lo que buscas (…). Comprende que, para amar a Jesús, para ser su víctima de amor, cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, más cerca se está de las operaciones de ese amor consumidor y transformante (carta 197)» (DN 138).
Es el Amor misericordioso el que llena así unas manos vacías, pero de quien vive en la confianza. Al inicio de la exhortación apostólica leemos:
«Es la confianza la que nos sostiene cada día y la que nos mantendrá de pie ante la mirada del Señor cuando nos llame junto a Él: En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, yo quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu amor la posesión eterna de Ti mismo (Acto de ofrenda)» (CC 3).
Las manchas a las que se refiere no son sólo pequeñas imperfecciones; de nuevo el Santo Padre nos recuerda a dónde alcanza el Amor misericordioso de Dios con esta otra cita de Teresa: «Aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera encendida (Últimas conversaciones. Cuaderno amarillo, 11 de julio de 1897» (DN 137). Y poco después vuelve a citar otra carta al abate Bellière: «(Un padre) no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón (carta 258)» (DN 142).
Así, en tercer lugar, la confianza es en el amor misericordioso de Dios, que no sólo conoce nuestra miseria, sino que la experimenta como propia en el Corazón de su Hijo, el Águila divina: «¡Oh, Verbo divino! ¡Eres tú el Águila dorada que yo amo, la que me atrae! Eres tú el que, lanzándote a la tierra del destierro, quisiste sufrir y morir a fin de atraer a las almas al centro del eterno foco de la Trinidad bienaventurada» (Ms B 5vº).
Sobre esta experiencia de nuestra miseria cita el papa Francisco al respecto el poema que compuso Teresita al Sagrado Corazón:
«En una poesía ella expresó el sentido de su devoción, hecha más de amistad y confianza que de seguridad en los propios sacrificios: Yo quiero un corazón ardiente de ternura / que me sirva de apoyo sin jamás vacilar, / que todo lo ame en mí, incluso mi pobreza…, / que nunca me abandone, ni me olvide jamás. (…) / ¡Yo necesito a un Dios de humanidad vestido, que se haga hermano mío y que pueda penar! (poesía 23)». (DM 135)
De este modo la confianza nace de la fe en el amor misericordioso de Dios, así como de la experiencia de su presencia. Por eso la confianza en el Corazón de Jesús se alimenta de la vivencia eucarística, presencia real de Cristo:
«Esta misma insistencia de Teresita en la iniciativa divina –explica el Papa– hace que, cuando habla de la Eucaristía, no ponga en primer lugar su deseo de recibir a Jesús en la sagrada comunión, sino el deseo de Jesús que quiere unirse a nosotros y habitar en nuestros corazones. En la Ofrenda al amor misericordioso, sufriendo por no poder recibir la comunión todos los días, dice a Jesús: “Quédate en mí como en el sagrario”. El centro y el objeto de su mirada no es ella misma con sus necesidades, sino Cristo que ama, que busca, que desea, que habita en el alma». (CC 22)
Y en presencia del Amado puede dar rienda suelta al diálogo íntimo, de corazón a corazón, propio de quienes se confían mutuamente. En C’est la confiance lo presenta así el Santo Padre:
«El simbolismo del amor esponsal expresa la reciprocidad del don de sí entre el novio y la novia. Así, inspirada por el Cantar de los Cantares (2,16), escribe: “Yo pienso que el corazón de mi Esposo es sólo para mí, como el mío es sólo para él, y por eso le hablo en la soledad de este delicioso corazón a corazón, a la espera de llegar a contemplarlo un día cara a cara (Carta 122 a Celina)» (CC 32).
El papa Francisco nos exhorta hoy, cuando comienza el Año jubilar de la Esperanza, a la confianza en el amor misericordioso del Corazón de Cristo por medio de la enseñanza de santa Teresa del Niño Jesús, de «su “caminito”, el camino de la confianza y del amor, también conocido como el camino de la infancia espiritual. Todos pueden seguirlo, en cualquier estado de vida, en cada momento de la existencia. Es el camino que el Padre celestial revela a los pequeños» (CC 14), y que hoy providencialmente nos muestra por medio de quien en el corazón de la Iglesia es el amor.
Nuestro Señor encargó a Simón Pedro esta misión: «Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32). Pues bien, hoy Pedro, por boca de Francisco, ha confirmado a sus hermanos de Schola Cordis Iesu en aquello que pertenece esencialmente a su vocación: el camino de infancia espiritual de santa Teresa del Niño Jesús como providencial etapa del desarrollo de la devoción al Corazón de Jesús. En efecto, el padre Ramón Orlandis S.I. distinguía en Pensamientos y ocurrencias tres etapas de este desarrollo: las revelaciones a santa Margarita María, la profundización teológica del padre Enrique Ramière S.I. y el caminito de Teresa. Y de ahí que expresara de esta manera la naturaleza de Schola: «Hace cosa de diez años se me fue presentando al pensamiento un como esbozo de agrupación, así de varones como de mujeres; esta agrupación se me antojaba que había de ser aquella legión de almas pequeñas, instrumentos y víctimas del amor misericordioso de Dios, objeto de los deseos y de las esperanzas de santa Teresita del Niño Jesús».
El Magisterio pontificio había enseñado hasta el momento la centralidad del culto al Sagrado Corazón, «suma de toda la religión» (Pío XI en Misserentisimus Redemptor 3) y «síntesis de todo el misterio de nuestra Redención» (Pío XII en Haurietis aquas 24) así como la segura doctrina enseñada por santa Teresa del Niño Jesús al declararla doctora de la Iglesia universal (san Juan Pablo II, Divini amoris scientia). Mas no se asociaba explícitamente dicho culto con el caminito de Teresa. Ni siquiera en el magisterio de Pío XI, quien la beatificó (1923), canonizó (1925), nombró patrona de las misiones (1927) y llamó «estrella de mi pontificado», al tiempo que escribía las grandiosas encíclicas sobre el Sagrado Corazón: Quas primas (1925) y Misserentisimus Redemptor (1928). Ha sido cien años después que dicha asociación ha sido incorporada por el papa Francisco al Magisterio con la exhortación apostólica C’est la confiance [CC] (2023) y la encíclica Dilexit nos [DN] (2024):
«Ante el Corazón de Cristo –enseña el papa Francisco– es posible volver a la síntesis encarnada del Evangelio y vivir aquello que propuse poco tiempo atrás recordando a la entrañable santa Teresa del Niño Jesús: la actitud más adecuada es depositar la confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la infinita misericordia de un Dios que ama sin límites y que lo ha dado todo en la Cruz de Jesucristo (CC 20). Ella lo vivía con intensidad porque había descubierto en el Corazón de Cristo que Dios es amor: «A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas» (Ms A, 83vº)”» (DN 90).
Una alegría exultante inunda nuestros corazones al leer estas palabras. En efecto, Pedro ha confirmado a sus hermanos por boca de Francisco.
Es la confianza, pero ¿qué es la confianza?
«La confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al amor» (carta 197, a sor María del Sagrado Corazón). Estas palabras de santa Teresita sirven de pórtico a la exhortación apostólica mencionada, y que «bastarían para justificar que se la haya declarado doctora de la Iglesia» (CC 2). En la confianza radica, pues, la esencia del caminito y su vinculación con la devoción al Corazón de Cristo: «Por eso la oración más popular, dirigida como un dardo al Corazón de Cristo, dice simplemente: en ti confío» (DN 90).
Es la confianza, pero ¿qué es la confianza? Santo Tomás nos enseña que es la misma pasión de la esperanza, «de donde a los que esperan decimos que confían» (S.Th. I-II, q.40, a.2 obi.2); se añade, eso sí, la razón de certeza de un conocimiento precedente: «Lo que el hombre desea y juzga poder conseguir, cree que lo conseguirá, y el movimiento que sigue en el apetito se llama confianza, por esa fe previa de la potencia cognoscitiva» (S.Th. I-II, q.40, a.2 ad 2). Tal movimiento se da en el apetito irascible, pues tiene como objeto un bien arduo; siendo la dificultad entonces acometida por otra pasión que es la audacia, sin la que no se daría la esperanza de alcanzar aquel bien. Gracias a esta alianza entre audacia y confianza es posible la virtud de la magnanimidad, que dispone el alma a grandes bienes propios de la virtud, esto es, la honestidad. Mas si lo que se aspira es a la santidad, movida el alma por la gracia, entonces tenemos la virtud teologal de la esperanza, «expectación cierta de la bienaventuranza futura, como dice el Maestro; lo que puede tomarse de lo que se dice en II Tim: “Sé a quién he creído, y estoy cierto de que es poderoso para guardar mi depósito” (…) Y así, la esperanza tiende hacia su fin con certeza, como participando de la certeza de la fe» (S.Th. II-II, q.18, a.4 in c.).
Santa Teresita, doctora de la confianza, nos ayuda a entender este movimiento con una de sus sugerentes imágenes, la del águila divina (Ms B, 5rº – 5vº). Teresa se identifica con un pajarillo, cuyo corazón aspira a volar hasta el Sol, que es el bien deseado: «Me atrevo a mirar fijamente al Sol divino, al Sol del amor, y mi corazón siente en sí todas las aspiraciones del águila… El pajarillo quisiera volar hacia ese brillante Sol que embelesa sus ojos». Mas constata una enorme dificultad, pues es débil: «Yo me considero un débil pajarillo cubierto solamente de un ligero plumón (…) ¡Ay! Lo más que puede hacer es alzar sus alitas, pero en cuanto a volar, no está en su débil poder». Más aún, es travieso y se entretiene con aquellas cosas que no lo acercan al Sol: «Se deja distraer un poco de su única ocupación, toma un granito acá y allá, corre tras un gusanillo… Luego, encontrando un charquito de agua, moja en él sus plumas apenas formadas. Ve una flor que le gusta, y su diminuto espíritu se entretiene con la flor… En fin, no pudiendo volar como las águilas, el pobre pajarillo vuelve a ocuparse una y otra vez de las bagatelas de la tierra». No obstante, encuentra un medio en el que apoyarse para volar seguro hasta el Sol, el Águila dorada que viene en su ayuda: «Mi locura consiste en suplicar a las águilas, mis hermanas, que me obtengan la gracia de volar hacia el Sol del amor con las propias alas del Águila divina (…) Un día, yo lo espero, vendrás, Águila dorada, a buscar a tu pajarillo». Y concluye la narración diciendo: «¿Cómo quieres que ante esta locura mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo habría de tener límites mi confianza?»
El camino de la confianza y el amor
Desgranemos brevemente los elementos de la metáfora teresiana con la ayuda de los textos del papa Francisco. En primer lugar, el Sol deseado es Dios mismo, que desea contemplar amorosamente en la gloria: «No quiero otro trono ni otra corona que a vos, ¡oh, Amado mío! (…) Repetiros mi amor en un cara a cara eterno» (Acto de ofrenda), y «adentrarse por toda la eternidad en el ardiente abismo del Amor» (Ms B, 5vº).
En segundo lugar, el obstáculo para alcanzar a Dios es la propia debilidad y el pecado. Mas la confianza en Dios obra una admirable transformación, que nos recuerda aquel felix culpa de la liturgia pascual. En efecto, es desde la propia debilidad y aun desde el mismo pecado que el alma, desconfiada respecto de sus propias fuerzas, pasa a poner toda su confianza en Dios. El papa Francisco insiste en esto:
«Quizás el texto más importante para poder comprender el sentido de su devoción al Corazón de Cristo sea la carta que escribió, tres meses antes de morir, a su amigo Maurice Bellière: Cuando veo a Magdalena adelantarse, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del Corazón de Jesús y que, por más pecadora que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no sólo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación. Querido hermanito, desde que se me ha concedido a mí también comprender el amor del Corazón de Jesús, le confieso que Él ha desterrado todo temor de mi corazón. El recuerdo de mis faltas me humilla y me lleva a no apoyarme nunca en mi propia fuerza, que no es más que debilidad; pero, sobre todo, ese recuerdo me habla de misericordia y de amor (carta 247, al abate Bellière)» (DN 136).
Un poco después, el Santo Padre recuerda aquella otra carta admirable a sor María del Sagrado Corazón:
«Una carta que hoy es uno de los grandes hitos de la historia de la espiritualidad. Esta página debería ser leída mil veces por su hondura, claridad y belleza (…) Resume todo en la confianza como la mejor ofrenda, agradable al Corazón de Cristo: A decir verdad, las riquezas espirituales hacen injusto al hombre cuando se apoya en ellas con complacencia, creyendo que son algo grande. (…) Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia… Este es mi único tesoro (…) si deseas sentir alegría o atractivo por el sufrimiento, es tu propio consuelo lo que buscas (…). Comprende que, para amar a Jesús, para ser su víctima de amor, cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, más cerca se está de las operaciones de ese amor consumidor y transformante (carta 197)» (DN 138).
Es el Amor misericordioso el que llena así unas manos vacías, pero de quien vive en la confianza. Al inicio de la exhortación apostólica leemos:
«Es la confianza la que nos sostiene cada día y la que nos mantendrá de pie ante la mirada del Señor cuando nos llame junto a Él: En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, yo quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu amor la posesión eterna de Ti mismo (Acto de ofrenda)» (CC 3).
Las manchas a las que se refiere no son sólo pequeñas imperfecciones; de nuevo el Santo Padre nos recuerda a dónde alcanza el Amor misericordioso de Dios con esta otra cita de Teresa: «Aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera encendida (Últimas conversaciones. Cuaderno amarillo, 11 de julio de 1897» (DN 137). Y poco después vuelve a citar otra carta al abate Bellière: «(Un padre) no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón (carta 258)» (DN 142).
Así, en tercer lugar, la confianza es en el amor misericordioso de Dios, que no sólo conoce nuestra miseria, sino que la experimenta como propia en el Corazón de su Hijo, el Águila divina: «¡Oh, Verbo divino! ¡Eres tú el Águila dorada que yo amo, la que me atrae! Eres tú el que, lanzándote a la tierra del destierro, quisiste sufrir y morir a fin de atraer a las almas al centro del eterno foco de la Trinidad bienaventurada» (Ms B 5vº).
Sobre esta experiencia de nuestra miseria cita el papa Francisco al respecto el poema que compuso Teresita al Sagrado Corazón:
«En una poesía ella expresó el sentido de su devoción, hecha más de amistad y confianza que de seguridad en los propios sacrificios: Yo quiero un corazón ardiente de ternura / que me sirva de apoyo sin jamás vacilar, / que todo lo ame en mí, incluso mi pobreza…, / que nunca me abandone, ni me olvide jamás. (…) / ¡Yo necesito a un Dios de humanidad vestido, que se haga hermano mío y que pueda penar! (poesía 23)». (DM 135)
De este modo la confianza nace de la fe en el amor misericordioso de Dios, así como de la experiencia de su presencia. Por eso la confianza en el Corazón de Jesús se alimenta de la vivencia eucarística, presencia real de Cristo:
«Esta misma insistencia de Teresita en la iniciativa divina –explica el Papa– hace que, cuando habla de la Eucaristía, no ponga en primer lugar su deseo de recibir a Jesús en la sagrada comunión, sino el deseo de Jesús que quiere unirse a nosotros y habitar en nuestros corazones. En la Ofrenda al amor misericordioso, sufriendo por no poder recibir la comunión todos los días, dice a Jesús: “Quédate en mí como en el sagrario”. El centro y el objeto de su mirada no es ella misma con sus necesidades, sino Cristo que ama, que busca, que desea, que habita en el alma». (CC 22)
Y en presencia del Amado puede dar rienda suelta al diálogo íntimo, de corazón a corazón, propio de quienes se confían mutuamente. En C’est la confiance lo presenta así el Santo Padre:
«El simbolismo del amor esponsal expresa la reciprocidad del don de sí entre el novio y la novia. Así, inspirada por el Cantar de los Cantares (2,16), escribe: “Yo pienso que el corazón de mi Esposo es sólo para mí, como el mío es sólo para él, y por eso le hablo en la soledad de este delicioso corazón a corazón, a la espera de llegar a contemplarlo un día cara a cara (Carta 122 a Celina)» (CC 32).
El papa Francisco nos exhorta hoy, cuando comienza el Año jubilar de la Esperanza, a la confianza en el amor misericordioso del Corazón de Cristo por medio de la enseñanza de santa Teresa del Niño Jesús, de «su “caminito”, el camino de la confianza y del amor, también conocido como el camino de la infancia espiritual. Todos pueden seguirlo, en cualquier estado de vida, en cada momento de la existencia. Es el camino que el Padre celestial revela a los pequeños» (CC 14), y que hoy providencialmente nos muestra por medio de quien en el corazón de la Iglesia es el amor.