«Mira este Corazón». Es la insistencia del Señor a santa Margarita, que se vuelve a proponer de forma universal para toda la Iglesia. En él vemos lo que san Juan contempló y palpó con sus manos «del Verbo de la Vida, pues la Vida se hizo visible». Insiste el Papa, y nosotros también, en la necesidad de contemplar este Corazón atravesado, pues en él se encuentra la síntesis de nuestra religión. «En este signo sensible y accesible se manifiesta el modo como Dios ha querido revelarse y volverse cercano».
El signo del Corazón
Nos habla de una realidad física, de un corazón de carne. Es que nuestra relación con Dios no es una mera trascendencia y elevación a las realidades sobrenaturales, sino que se da en la realidad de una carne como la nuestra. Ha querido entrar en nuestra condición histórica, «el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» .
El signo del corazón habla de intimidad personal, de la totalidad de la persona, habla de sentimientos humanos que «se vuelven sacramento de un amor infinito y definitivo» . Quizás en esto está el quid de la imagen de su Corazón. Nos habla del amor divino y humano de Cristo, pero insistiendo con mucha fuerza en el «plenamente humano». No solo porque la verdad de la Encarnación precisa que todo lo humano haya sido asumido y redimido, sino porque es precisamente en el contacto con esa humanidad de Cristo como somos elevados a Dios.
Al modo como el signo sacramental manifiesta y comunica una realidad divina, así el Corazón de Cristo nos habla de un Amor eterno, meta hacia la cual se dirige nuestra atención. Pero este ascenso lo hace mediante tres pasos, tres amores, perfectamente integrados en la única persona del Verbo encarnado.
Amor sensible
En primer lugar, hay un amor sensible. Verdaderamente Cristo «palpitó de amor y de todo otro afecto sensible por nosotros». Pareciera que el Papa quiere enfatizar especialmente este punto, quizás para prevenirnos de toda espiritualidad desencarnada. Jesús ama, y ama con sentimientos y emociones, pues la afectividad es «una realidad que, una vez asumida por Cristo, ya no es ajena a la vida de la gracia». Pero hay que señalar que estos sentimientos están plenamente transformados por su amor divino. No porque dejen de ser humanos, sino porque, al ser los sentimientos de la persona del Verbo, no se mueven por las inclinaciones de la concupiscencia, sino que se integran en el querer de Dios, y por ello vibran y gozan en sintonía con el amor de Dios. Así se convierten para nosotros en la expresión sensible y palpable de lo que Dios vive en su comunión trinitaria.
Amor de voluntad
En segundo lugar, está el amor de la voluntad humana de Jesús. Nos referimos con esto a toda la vida interior de Cristo: sus deseos de redimirnos; su libre voluntad con la que elige redimirnos en obediencia al Padre; sus virtudes, en especial la caridad que arde en su Corazón de carne.
¿Realmente necesitaba de esta gracia creada? Él es el Verbo eterno y vive en perfecta unidad con el Amor increado, el Espíritu Santo, ¿le hace falta, entonces, esta gracia creada? Es que la humanidad de Cristo es también parte de la creación, aunque fue asumida por la persona del Verbo. Esta naturaleza humana también necesitaba ser elevada por el don del Espíritu Santo y perfeccionada por la gracia. Y por la perfecta unión y cercanía con la Persona del Verbo, su humanidad tiene la plenitud de la gracia. Es más, precisamente esta plenitud de gracia de Cristo es la que se nos comunica y redunda sobre nosotros, pues «de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia». Es la denominada gracia capital, por la cual justifica y comunica la vida a la Iglesia.
Amor divino y eterno
El Corazón de Cristo, en último término, nos habla del amor invisible y eterno de la persona del Hijo, que comparte con toda la Trinidad. Nos referimos a ese amor increado, que ha hecho todas las cosas, pues es Dios mismo. Ese Amor que es objeto de nuestra fe y de nuestra adoración. El corazón de carne habla verdaderamente de amor divino y nos manifiesta la intimidad de Dios. Aquí volvemos a repetir las palabras de san Juan: la Vida se hizo visible, se hizo palpable, se hizo carne, para elevarnos al misterio de Dios. Vale la pena leer el prólogo de san Juan, y el comienzo de su primera carta, donde busca comunicarnos que esta Palabra de Vida eterna se abaja y se hace palpable, para que el contacto con su humanidad nos infunda la gracia que se encierra en Él. Pues este amor divino no se queda como un mero enunciado de verdad, sino que al manifestarse se nos comunica, se entrega a nosotros para que vivamos en comunión con la Trinidad.
Perspectivas trinitarias
La encíclica del Papa desarrolla, quizás más que ninguna otra encíclica del Corazón de Jesús, los aspectos trinitarios de esta devoción. No es extraño, pues toda nuestra fe queda iluminada y orientada por el amor del Corazón de Cristo. Cuánto más nuestra relación de amor y amistad con las personas de la Trinidad.
El Papa señala que la devoción al Corazón de Jesús es marcadamente cristológica, es una llamada a la unión con Él. Y es precisamente por esto por lo que esta devoción nos introduce en la vida trinitaria, pues ese Corazón con quien queremos identificarnos vive en una íntima relación con el Padre, movido por el Espíritu Santo. A nosotros se nos invita a participar de esa gracia que abunda en Cristo, a vivir del amor de su Corazón, para ir con Cristo al Padre en el Espíritu Santo.
El Papa enseña que Jesús estaba íntimamente orientado hacia el Padre, y quiere que compartamos esa relación con Él, que nos reconozcamos amados y protegidos por Él como hijos de Dios. Por eso, por ejemplo, nos enseña a rezar con el Padrenuestro.
Para que podamos vivir como hijos de Dios nos comunica su mismo Espíritu, el Espíritu Santo, quien nos desvela la plenitud interior que hay en Cristo, y a la vez nos la va comunicando gradualmente. Él gime en nuestro interior y nos hace clamar «Abba, Padre». Así, «la acción del Espíritu Santo en el corazón humano de Cristo provoca sin cesar esa atracción hacia su Padre. Y cuando nos une a los sentimientos de Cristo por la gracia, nos hace partícipes de la relación de Hijo con el Padre».
Para conformarnos, pues, con su amor al Padre, para introducirnos en esa comunión amorosa que se vive en el interior de la Trinidad, Cristo nos envía al Espíritu Santo que abunda en Él y que ha conformado su humanidad por la caridad, para que el Espíritu configure nuestro corazón y nos infunda los mismos sentimientos del Corazón de Cristo. Este Corazón tiene un triple amor, y nos lo comunica a nosotros, para que, enamorados sensiblemente con su mismo fuego de caridad, «seamos arrebatados al amor del Invisible» .