Desde la muerte de san Benito, Europa se llena de monasterios, verdaderas ciudadelas de Dios, que se convertirán durante toda la Edad Media en verdaderos focos de espiritualidad, cultura y orden social. Reformas sucesivas mantuvieron viva la llama de estas comunidades, que desde su áspera vida de penitencia, trabajo y oración, concretado en el ora et labora, levantaron y mantuvieron una civilización: la Cristiandad medieval.
Sin embargo, al mismo tiempo, el pecado y la herejía acechaban. Además del desorden moral, el error de la herejía cátara –nueva cabeza de la hidra gnóstica–, confundía al Pueblo de Dios y acentuaba el desorden moral afirmando un doble principio divino: un dios bueno, autor de lo espiritual y lo sobrenatural y un dios malo, autor de lo material, corpóreo. La Iglesia, sin embargo, responde con contundencia. Los predicadores instruyen al pueblo invitándoles a meditar y contemplar la humanidad de Cristo. Cómo Dios abraza y eleva la condición humana a través de la encarnación. Fruto de esto es la inmensa popularidad que tendrá durante el medioevo la devoción a la Pasión de Nuestro Señor, y especialmente el crucifijo y las «cinco llagas».
Las llagas muestran el inmenso amor del Salvador y son compuertas abiertas de su misericordia. Dice san Bernardo de Claraval: «Agujerearon sus manos y pies y atravesaron su costado con una lanza; y, a través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal, es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor».
En este ambiente la Providencia designó una serie de personas para recibir especiales confidenc y el Sgdo. Corazónias del Rey de Reyes. Los nombres son numerosos: Juliana de Norwich, Ángela de Foligno, san Francisco de Asís… y todos y cada uno aportan un ejemplo de vida valiosísimo para los cristianos de todos los tiempos. En este artículo, sin embargo, nos centraremos en dos figuras mencionadas por el papa Francisco en la carta encíclica Dilexit Nos y vinculadas a la pujante vida monástica de la época medieval: santa Lutgarda de Aywières (†1246) y las místicas del monasterio de Helfta entre las que está santa Gertrudis la Grande (†1302).
En estas hijas espirituales de san Bernardo constatamos no solo la devoción de las Cinco llagas, sino un cariño especial al Corazón lacerado y ardiente del Señor. Lo contemplan como fuente del amor que lava nuestras culpas con la sangre y el agua que brotan de su costado abierto. Y no sólo esto, sino que comprenden la necesidad de expiar y reparar este corazón herido. Se manifiestan así los fundamentos de lo que será la devoción al Corazón de Jesús, que el papa Pío XII declaró ser «compendio de toda religión y aun la norma de vida más perfecta»[1].
Santa Lutgarda: amar «sine modo»
Santa Lutgarda (1186-1246), cuya vida y enseñanzas conocemos a través de su biógrafo y director espiritual Tomás de Cantimpré, era una joven de familia acomodada que se formaba en la escuela del monasterio cisterciense de santa Catalina (Bélgica). Dotada con grandes dones naturales de belleza, simpatía e inteligencia, Lutgarda vivía entregada a las vanidades del mundo y el amor de los hombres.
Un día, mientras entretenía a uno de sus pretendientes en el locutorio del convento, apareció ante ella la figura hermosa y resplandeciente de Nuestro Señor que, mostrándole su Corazón abierto y sangrante, le dijo: «No busques más la lisonja del vanidoso amor. Mira aquí y contempla lo que debes amar y por qué tienes que amarlo»[2]. Arrebatada por esta visión, Lutgarda despidió con duras palabras al pretendiente y dedicó los siguientes meses de su vida a descubrir cómo amar a ese Corazón traspasado. Recogiendo las palabras de san Bernardo, su confesor respondió a su duda: al Señor hay que amarle sine modo. Sin medida. Enamorada del Amor, Lutgarda profesa como novicia en medio del recelo y las envidias de sus compañeras de religión (prueba semejante a la que sufrirá en su tiempo santa Margarita María de Alacoque). Pero Lutgarda, como novicia benedictina vive centrada en buscar a Dios, y lo encuentra. Otro día, se aparece el redentor a Lutgarda y le pregunta: «¿Qué quieres, Lutgarda?» «Quiero tu corazón», responde ella. «Más bien soy yo quien quiere tu corazón». Y se produce el intercambio de corazones. «Que así sea, Señor, de manera que concedas a mi corazón el amor del tuyo y que en ti tenga yo mi corazón a tu cuidado, claro, seguro y para siempre»[3]. El Señor concederá esta gracia también a santa Gertrudis, santa Catalina de Siena o santa Margarita María de Alacoque. De algún modo hay que entenderla como la promesa que el Señor hizo a su pueblo por boca del profeta Ezequiel: «Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne»[4].
Pero esto no es todo. En la contemplación del costado herido, Lutgarda descubre la llamada a la ofrenda victimal, a expiar e interceder por los pecadores ante el trono de Dios. Esta expiación le mueve a dejar su convento benedictino y pasar a la orden de Citeaux, con el acento en la penitencia que ella aumentó con disciplinas y la aceptación de las pruebas, enfermedades y cruces con que el Señor educa a sus preferidos. Es precioso ver cómo el amor de Lutgarda la movía a un acercamiento a la Sagrada Eucaristía, recibiéndola sacramentalmente tan a menudo como se lo permitieron. Cuentan que cuando, ya ciega y anciana, sus hermanas religiosas se negaban a acompañarla tan a menudo a comulgar, los propios ángeles la guiaban.
Tenemos aquí esbozados por tanto, dos aspectos fundamentales de la devoción al Corazón de Jesús: la contemplación del Corazón de Cristo como fuente de amor y la llamada a la expiación por los pecados, además de una intensa vida eucarística. La síntesis de lo que fue la vida y misión de Lutgarda la podemos encontrar en las palabras que el Señor le dirige un año antes de su muerte: «(…) Este último año te pido tres cosas: primero, que des gracias constantemente por los favores que has recibido de mí durante toda tu vida; segundo, que ruegues sin descanso por la salvación de los pecadores y, por último, que te consumas en una llama cada vez mayor de deseo de unirte conmigo».[5] Gratitud, expiación y amor de caridad.
Las místicas de Helfta: Santa Gertrudis
Unos años más tarde, el monasterio de Helfta, de excepcional nivel intelectual y espiritual, dio grandes frutos de santidad, especialmente luminosa en santa Matilde de Magdeburgo, Sta. Matilde de Hackeborn (hermana pequeña de la abadesa Gertrudis) y santa Gertrudis la Grande. Canónicamente benedictino por una decisión de capítulo general cisterciense (1228), su espiritualidad y forma de vida fue indudablemente cisterciense. Es importante por que estas santas se ve un gran impacto del carácter de los monjes blancos: una devoción y abandono filial hacia la Virgen Santísima que les lleva a la contemplación de la humanidad de Cristo y, especialmente en su Pasión, sus llagas y su Corazón lacerado como expresaba san Bernardo de Claraval y hemos visto más arriba.
Santa Matilde de Magdeburgo, que no era monja profesa, sino beguina (mujeres solteras que hacían vida de comunidad), vio en el Sagrado Corazón rodeado de luz la fuente de todas las gracias para la humanidad. El sufrimiento y el amor que muestra ha de movernos a llorar nuestros pecados y convertirnos a él.
Por su parte, santa Matilde de Hackeborn, a la que el señor llamó «mi ruiseñor», convirtió cada una de las notas que entonaba en dardo de amor lanzado al Corazón de Cristo. Verdadera santificación del trabajo diario, si se tiene en cuenta que era la cantora de la comunidad. Esto significa que debía conocer a la perfección cada una de las partituras de las misas, horas litúrgicas, propios, antífonas, salmos, etc, con que el monasterio alababa a Dios siete horas al día.
En la estela de estas dos grandes místicas, y su alumna, aparece la gigante figura de santa Gertrudis (1256-1301). De la extraordinaria formación que recibió en el monasterio de Helfta (trivium y quadrivium, Sagrada Escritura, teología, Patrística…) y las gracias que recibió del Señor, esta santa realizó una síntesis propia, haciéndola comprensible y llana para los demás fieles.
Santa Gertrudis entró a la escuela del monasterio a los cinco años. De sus padres y su familia no se sabe nada. Este desarraigo lo quiso el propio Señor, que la reservó para sí y quiso ser, según sus propias palabras, la fuente de todo bien y alegría de Gertrudis: «La he elegido como morada mía porque me complace que todo lo que hay de amable en ella sea obra mía (…). Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes, para que nadie la amara por razón de consanguinidad y yo fuera el único motivo del afecto que se le tiene»[6].
Igual que santa Matilde de Hackeborn y santa Lutgarda, sus dones naturales eran extraordinarios. Sus maestras y la abadesa cuidaron mucho que esta niña no se enamorase de sí misma y con esmero formaron su inteligencia. Pero Gertrudis confiesa que en vez de enamorarse de sí misma se enamoró del conocimiento. Este saber profano, sin embargo pronto le llevó a una gran sequedad interior y una turbación del alma. En 1281, sin embargo recibió una gracia que destruyó esta «torre de vanidad y curiosidad». Vió a Nuestro Señor a su lado, pero una inmensa muralla de espinos, sus propias faltas, le impedía alcanzarle. Pero Cristo mismo la alza sin esfuerzo y la coloca a su derecha. En la mano de Cristo, Gertrudis reconoce «las joyas luminosas por las cuales todo documento de deuda ha sido anulado»[7].
Esta gracia lleva a una verdadera conversión Gertrudis. Los estudios se centran desde ahora en la teología, la Escritura y la Patrística y pone un empeño especial en la observancia monástica como medio de adentrarse cada vez más en la intimidad con Cristo. De esta diligencia brota su celo misionero (escritos y correspondencia, consejos, discernimiento de almas) que, sin embargo, no le impedía mantener los ojos y el corazón fijos en su Señor. Además del Heraldo del amor divino o Las revelaciones, nos quedan los Ejercicios espirituales (literatura mística) como algunos ejemplos de su apostolado.
Entre las gracias que más agradeció, subraya Gertrudis el conocimiento de la «llaga de amor»; la revelación de «aquella nobilísima arca de tu divinidad, es decir, tu Corazón deífico, como compendio de todas mis delicias»[8]; y el intercambio de corazones.
Descubrirá que el Corazón de Cristo es la plenitud de los deseos humanos, el único que puede saciar la sed del hombre: «¡Si viniera un amigo cercano, amante, generoso y tierno y me consolara en mi soledad! y entonces tú, Dios mío, fuiste con tu Providencia principio y fin de esta contemplación»[9].
Al igual que santa Lutgarda y más tarde santa Margarita María, este amor le lleva a consagrarse a Él y a reparar las heridas que le causannuestros pecados. Pero más aún, en santa Gertrudis encontramos subrayadas otras dos cuestiones fundamentales en la devoción al Sagrado Corazón. En primer lugar, el inmenso valor que tienen para Nuestro Señor la humildad y la pobreza de las almas a las que no puede resistirse –en lo cual santa Teresita pondrá su acento casi 500 años más tarde. Y por otro lado, la dimensión providencial de la revelación del culto al Corazón de Jesús. El día de san Juan Evangelista, el apóstol amado le concede a la santa la gracia de reposar su cabeza sobre el costado de Cristo y le revela que «Las palabras de suavidad de estos latidos han sido reservadas a estos tiempos para que al escucharlas se recaliente el mundo ya envejecido y enfriado en el amor de Dios…»[10].
De esta manera, en el siglo xiii y a través de estas místicas entre otros, se extendió por la Cristiandad una incipiente devoción al Corazón de Jesús y a sus llagas como remedio de nuestras miserias y manifestación de su misericordia. Papel fundamental en esto tuvieron los franciscanos y, especialmente los dominicos. Como síntesis podríamos tomar lo que Barth dice sobre esta devoción dominica «Su mística de la Pasión no se detiene en las llagas del Varón de dolores, signos visibles de su amor, sino que va hasta el Amor. Y descubren este amor en el Corazón abierto del Hombre-Dios. Por tanto, la veneración de las llagas les lleva a la veneración de su Corazón».