«… Porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3:28). Es difícil saber si esta cita de la Carta a los Gálatas resonaba en el alma de los españoles, los europeos (súbditos o no de los reyes españoles) y los africanos y asiáticos que protagonizaron la complejísima y fascinante empresa de la conquista y evangelización de América, una de las mayores contribuciones de la Monarquía Católica de España a la Historia.
Al realizarse en nombre de Dios, y de acuerdo con el espíritu católico y apostólico, se aspiró a llevar el mensaje del Amor a los pueblos del Nuevo Mundo, uniéndolos en la Verdad: «que sean uno, como nosotros somos uno (…) de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado como me has amado a mí» (Jn 17:22-23). Este mismo espíritu había alumbrado primero en Europa el edificio político, moral y cultural de la Cristiandad. Al abolir las diferencias de linaje o pueblo, el catolicismo había forjado una nueva manera de ver y tratar al hombre, basada en su fe, y que no impedía entenderse o unirse con personas de diferente origen. Y, cuando la unidad espiritual de Europa fue atacada por los cismas de Lutero, Calvino y Enrique VIII, la Monarquía Católica empezó a erigir, en sus virreinatos de América y en Filipinas, una “Segunda Cristiandad”. Allí, los españoles llevaron sus instituciones y leyes, su lengua y su religión, que adaptaron a la realidad indiana, y las enriquecieron con elementos tomados de las culturas con las que se encontraron y con las que se mezclaron.
Aunque hoy este máximo religioso de llevar la Fe en Cristo, proclamando Su Palabra «a tiempo y a destiempo» (2 Tim 4:2), podría parecer “políticamente terrible” a algunos, en realidad alumbró un modus vivendi mucho más compasivo, caritativo y, en suma, humano (con todas sus imperfecciones), que el que crearía el pensamiento de la Ilustración, el cual, en gran medida, puso las bases de nuestra “modernidad”, pero también fundó el racismo científico en el supremacismo europeo sobre los “otros”, el resto de pueblos del mundo.
Isabel la Católica, firme defensora de la dignidad de sus súbditos del Nuevo Mundo, impulsó allí las uniones mestizas con los indígenas. También su esposo Fernando de Aragón, como recoge su Real Cédula de 1514: «Es nuestra voluntad, que los Indios, e Indias tengan, como deben, entera libertad para casarse con quien quisieren, así con Indios, como con naturales de estos nuestros Reinos, o españoles nacidos en las Indias». Crear familias mestizas aseguraba la paz de la nueva sociedad, y evidenciaba que los indígenas –y los mestizos- eran súbditos de pleno derecho, amparados por las Leyes de Indias. Corto se queda el argumento de la escasez de mujeres “disponibles”, ya que pocas se atrevían a cruzar el Atlántico, de modo que habría que haberse resignado a que los varones saciasen sus instintos con las mujeres nativas…
Esta constatación de que, superada la diferencia religiosa, unos y otros son personas, por encima de cualquier concepción de pueblo o estirpe, está profundamente arraigada en la experiencia histórica de los habitantes de la Península Ibérica. Alfonso VI de León y Castilla se casó con una musulmana bautizada como Isabel, que le dio su único hijo varón, el infante Sancho, quien murió antes de poder suceder a su padre. Tras la capitulación de Granada, los Reyes Católicos apadrinaron a varios príncipes nazaríes, que se bautizaron y entroncaron con la nobleza castellana. La poderosa familia Enríquez, rama ilegítima de los reyes Trastámara de Castilla, contó judíos conversos entre sus antepasados, que también lo fueron de Fernando el Católico a través de su madre doña Juana Enríquez. Incluso el propio Felipe II no dudó en ser padrino de Muley Xeque, hijo de un soberano de Marruecos, el cual pasó a llamarse don Felipe de Austria, nada menos: conocido como “el príncipe de África”, su palacio madrileño acabaría dando nombre a la calle del Príncipe. A su vez, cuando la Embajada Keicho viajó desde Japón para visitar la corte de Felipe III, algunos de sus miembros se cristianizaron y se instalaron en Coria del Río, originando el apellido “Japón”.
Estos casos tomados de las élites, en su mayoría “excepcionales”, deben entenderse como la “punta del iceberg”: por la relevancia de los protagonistas, son la parte visible de un fenómeno mucho más amplio. Y, si bien existió una política de intolerancia hacia los musulmanes y judíos falsamente convertidos, se está viendo que la conversión al cristianismo era la llave hacia la integración, que borraba cualquier otro tipo de “mácula”. Así, por haberse mezclado durante siglos con otros pueblos, los españoles fueron tildados en Europa de “degenerados”, y esta acusación se extrapolaría a Hispanoamérica, sistemáticamente excluida del canon de la “civilización” occidental, ya que el mestizaje explicaría y justificaría el supuesto fracaso histórico de las naciones del orbe hispano.
En América, España no hizo otra cosa que integrar, unir, empleando la pluma tanto o más que la espada. Rápidamente se vio a las “élites” predicando con el ejemplo. Se suele considerar a Martín Martín Cortés, hijo de don Hernán y doña Marina la Malinche, el “primer mestizo”, que llegó a ser reconocido por el propio papa; Gómez Suárez de Figueroa, el Inca Garcilaso, nació de uno de los conquistadores del Perú y de la princesa inca Isabel Chimpu Ocllo, y fue uno de los protagonistas del Siglo de Oro de las letras hispanas. Asimismo, en México, la hija de Moctezuma, doña Isabel, casó sucesivamente con varios caballeros españoles, descendiendo de ella distintos linajes de la aristocracia española. Y, retornando al Perú, la última heredera de los emperadores incas, doña Beatriz Clara Coya, se unió a don Martín García de Loyola, sobrino-nieto de san Ignacio: a su vez, la hija de ambos, doña Ana María, marquesa de Santiago de Oropesa, se casó con don Juan de Borja, hijo de san Francisco de Borja, quien a su vez descendía de Alejandro VI, el célebre papa Borgia (por motivos oscuros de nuevo exagerados hasta lo grotesco; curioso que en Italia se le llamase “marrano” por su supuesta sangre manchada de judaísmo…) y de los Enríquez ya citados: toda esta sinfonía mestiza se materializó en varios cuadros encargados por los jesuitas en el Perú, y que muestran a las dos partes, la incaica y la española, en pie de igualdad, reconociéndose y fundiéndose en una sola familia.
Pasando ahora a casos más llanos, todavía algunos alcanzaron la fama, como el dominico san Martín de Porres, popularmente llamado “fray Escoba”, el primer mestizo mulato en ser canonizado por la Iglesia. Su origen étnico sirve para introducir un aspecto capital en el mestizaje americano, que todavía estaba pendiente de ser atendido: el aporte africano, a través de los negros esclavizados y llevados masivamente al Nuevo Mundo, donde muchos obtuvieron la libertad y, en no pocos casos, alcanzaron posiciones respetables. Y es que, para entender los virreinatos americanos y la obra de la Monarquía de España en ellos, es vital aclarar que en América se estableció una sociedad propia del Antiguo Régimen: estamental -y, lamentablemente, esclavista-, con un profundo sentido de la jerarquía, pero en el que cada categoría recibía a personas de distintos grupos étnicos (europeos, americanos, africanos, e incluso asiáticos). La documentación permite conocer los nombres y las vidas de riquísimos indígenas nobles (“caciques” y “principales”), de españoles paupérrimos, de mestizos emprendedores y de negros emancipados o mulatos prósperos que, a su vez, tenían esclavos de origen africano. En aquella sociedad complejísima, llena de contrastes, que en ningún caso fue “colonial” (en el sentido segregacionista), sino que el mestizaje servía de dinamizador y, en no pocos casos, de ascensor social.
La pintura «de castas»
Este último punto de la reflexión viene a colación de uno de los géneros más emblemáticos de la pintura que se desarrolló en el virreinato de la Nueva España en el siglo XVIII: la “pintura de mestizaje”, conocida como “pintura de castas”. Se trata de series de 16 cuadros, normalmente, que representan las familias resultantes de las uniones entre españoles, indígenas y negros, y entre sus sucesivas descendencias mestizas, mostrando sus oficios, sus ropas, sus enseres y, también, reflejando sus emociones. A los mestizos se les dieron nombres a cual más fantasioso (“barcino”, “lobo”, “torna atrás”…), que usualmente carecían de aplicación efectiva en la vida diaria.
Pero, por tradición, estos cuadros se han interpretado de manera deformada e incompleta, cayendo en la “trampa de las castas”. Su primera vertiente es de tipo lingüístico: la palabra casta hace pensar en la sociedad de la India colonial, dividida en compartimentos estancos que determinan de por vida el estatus, la profesión y la familia de sus miembros. Pero hay que entenderlo en el sentido de la época virreinal, de “linaje” o “familia” (ya lo dice la expresión: «de casta le viene al galgo»). Además, lo que hoy se conoce como casta (de “coyote”, “albarazado”, u otro término de los citados antes), entonces se llamaba calidad, y no aludía sólo a los rasgos físicos, sino a algo tan barroco como la “reputación” (riqueza, honra, privilegio…).
La segunda, de orden histórico: aplicando el modelo colonial al mundo virreinal, se estudian los virreinatos americanos como colonias, en las que los españoles habrían explotado toda la riqueza y discriminado a los indígenas, cuando en verdad hubo un sistema de negociaciones y pactos, gracias a lo cual los nativos fueron los mayores beneficiarios del Virreinato. Y si bien hubiese personas, o grupos, que en determinados momentos intentaron vetar a los mestizos en sus respectivos cotos de poder, las fuentes escritas permiten encontrarlos dentro de la Universidad y la Iglesia, en los gremios de artesanos o en las cofradías de pintores, para asombro de los visitantes europeos, como Humboldt.
Tercero, a nivel visual, el engaño se ha perpetuado a través de la propia pintura de castas: al mostrar cada familia “encerrada” en el marco, separada de las demás de la serie, parecía la prueba definitiva de que sí existían castas. Pero una y otra vez los archivos recogen las historias de personas largo tiempo silenciadas y olvidadas, que se movían y renegociaban constantemente su posición social (su calidad) en función de sus circunstancias: si alcanzaba una posición acomodada, al casarse firmaba como “español”; si luego le procesaba el Santo Oficio –que no podía juzgar a los indígenas-, se declaraba “indio”, y así sucesivamente. En suma, los cuadros de castas trataban de mostrar la fascinante variedad americana, fruto de su riqueza y fuente su grandeza, ordenándola por categorías, según los criterios taxonómicos de la ciencia ilustrada del siglo XVIII, a fin de volverla inteligible y comprensible a ojos de los europeos, incapaces de imaginar siquiera un mundo de tal magnitud, tan rico y cosmopolita, diverso a la par que ordenado, contrastado pero integrador.
Así, el mestizaje fue el timbre de gloria de aquel orbe hispánico, que se asomaba a la Globalización desde una antropología mucho más sana que otras que vendrían después, marcada por el empeño de conocer y entender al prójimo, de respetarlo y, en definitiva, de aprender a amarlo como a uno mismo