Dentro del conjunto de actividades y organizaciones que con sobrenatural eficacia y espíritu de apostolado han servido a la misión específica de la Iglesia, descuellan sin duda alguna las órdenes terceras, que sobre todo en sus comienzos formaron, en frase de Pío X, una «sagrada milicia» que combatió eficazmente para la instauración y difusión de la paz de Cristo. Las órdenes terceras han sido el lugar donde cientos de seglares han encontrado su lugar para servir a la Iglesia. Este «apostolado seglar» nació con la misma Iglesia, pero fue desarrollándose y adaptándose a las distintas épocas en función de las necesidades y urgencias de cada tiempo.
Hace 75 años, la revista Cristiandad dedicaba el número de septiembre al apostolado seglar de las órdenes terceras. De aquel número recogemos la encíclica publicada de León XIII con motivo del 7º centenario de san Francisco de Asís, cuya orden franciscana tanto bien ha hecho a la Iglesia y a su Orden tercera, de la cual afirma el Papa: «la paz doméstica y la tranquilidad pública… salen como de una raíz de la Orden tercera de los franciscanos», de tal manera que «si ellas floreciesen, la fe, la piedad, la honestidad de costumbres florecerían también»
Encíclica Auspicato Concessum sobre san Francisco de Asís y la propagación de la venerable orden tercera franciscana de S.S. León XIII En el 7º centenario de san Francisco de Asís.
El doble centenario de Benito y Francisco excita a honrar a las órdenes. Por una dichosa merced, el pueblo cristiano ha podido celebrar en un breve intervalo el recuerdo de los dos hombres que, llamados a gozar en el Cielo de las eternas recompensas de la santidad, dejaron sobre la tierra una gloriosa falange de discípulos, como retoños que sin cesar renacen de sus virtudes. Porque después de las fiestas seculares en memoria de Benito, el padre y legislador de los monjes en Occidente, va a ocurrir una ocasión de tributar honores públicos a Francisco de Asís por el séptimo centenario de su nacimiento. […]
El Salvador del género humano, Jesucristo, es la fuente eterna e inmutable de todos los bienes que para Nos proceden de la infinita bondad de Dios; de modo que aquel que ha salvado una vez al mundo es también el que le salvará en todos los siglos; porque no hay bajo el cielo otro nombre que haya sido dado a los hombres por el cual podamos salvarnos. Si, pues, sucede que, por el vicio de la naturaleza o la falta de los hombres, cae en el mal el género humano y parece necesario para levantarle un especial socorro, es preciso absolutamente recurrir a Jesucristo y ver en Él el mayor y más seguro remedio de salvación […]
La curación es cierta si el género humano vuelve a profesar la sabiduría cristiana y las reglas de vida del Evangelio. Cuando ocurren males como éstos de que Nos hablamos, ofrece Dios al mismo tiempo un socorro providencial suscitando a un hombre, no escogido al azar entre los demás, sino eminente y único, a quien encarga de procurar el restablecimiento de la salud pública. Y esto es lo que sucedió a finales del siglo XII y algo más tarde. Francisco fue el obrero de esta gran obra.
La época de san Francisco de Asís…
Se conoce bastante bien esta época, con su mezcla de vicios y virtudes. La fe católica estaba entonces más profundamente arraigada en las almas; ofrecía también un hermoso espectáculo aquella multitud inflamada de piadoso celo que iba a Palestina para vencer o morir en ella. Pero el libertinaje había alterado mucho las costumbres de los pueblos, y era de todo punto necesario que los hombres volviesen a los sentimientos cristianos […] Había mucha escasez de estas virtudes en el siglo XII, porque gran número de hombres eran entonces, por decirlo así, esclavos de las cosas temporales, o amaban con frenesí los honores y las riquezas o vivían en el lujo y en los placeres […]
En este siglo apareció Francisco. Con admirable constancia y rectitud igual a su firmeza, se esforzó con sus palabras y con sus actos en colocar a la vista de todos los ojos del mundo caduco la imagen auténtica de la perfección cristiana […]
Interpretando estos avisos como dirigidos a él directamente, se despojó al instante de todo, cambió los vestidos, adoptó la pobreza como asociada y compañera por todo el resto de su vida, y adoptó la resolución de que estos grandes preceptos y virtudes que él había abrazado con noble y sublime espíritu fueran las reglas fundamentales de su Orden […]
Con el amor a la Cruz, ardiente caridad abrazó el corazón de Francisco y le impulsó a propagar con celo el nombre cristiano, hasta exponer su vida al peligro más próximo. Abrazaba a todos los hombres en esta caridad; pero buscaba especialmente a los pobres y los pequeños, de suerte que parecía colocarse entre aquellos de quienes los demás acostumbraban a retraerse o a los que orgullosamente despreciaban. Por esto mereció bien de esa fraternidad por la cual Jesucristo, restaurándola y perfeccionándola, ha hecho de todo el género humano una sola familia, colocada bajo la autoridad de Dios, Padre común de todos […]
No se puede creer con qué ardiente simpatía, que era casi la impetuosidad, se llegaba la multitud a Francisco. Por donde iba, un gran concurso de pueblo le seguía, y no era raro que en las poblaciones pequeñas y en las ciudades más populosas los hombres de todas las clases le pedían ser admitidos en su regla. Esto fue lo que obligó al santo patriarca a establecer la cofradía de la Orden tercera, destinada a comprender todas las condiciones y edades de ambos sexos, sin que rompiesen por ello los vínculos de la familia y de la sociedad. Él la organizó sabiamente, menos con reglas particulares que con las propias leyes evangélicas, que nunca parecerán duras a ningún cristiano. Sus reglas, en efecto, son: obedecer a los mandamientos de Dios y de la Iglesia; abstenerse de pasiones y de luchas; no desaprovechar cuanto cede en beneficio del prójimo; no tomar las armas sino para la defensa de la religión y de la patria; ser moderado en el comer y el vivir; evitar el lujo y abstenerse de las peligrosas seducciones […]
[…] En las más altas clases y en las más inferiores hubo un apresuramiento general, un ardor generoso, para afiliarse a aquella Orden de Hermanos Franciscanos. Entre otros, solicitaron este honor Luis IX, rey de Francia, e Isabel, reina de Hungría […]
Los asociados en la Orden tercera mostraron siempre tanta piedad como valor en la defensa de la religión católica […] Y aun nuestro predecesor Gregorio IX, habiendo alabado públicamente su valor y su fe, no vaciló en cubrirles con su autoridad y en llamarles honoríficamente «soldados de Cristo, nuevos Macabeos». Este elogio era merecido. Porque daba gran fuerza al bien público que esta corporación de hombres que tomaban por guía las virtudes y las reglas de su fundador, se aplicasen tanto como pudieran a hacer revivir en el estado las honradas costumbres cristianas. Tanto más cuanto que el carácter de nuestro tiempo requiere por muchos conceptos el carácter mismo de esta institución. Como en el siglo XII, la divina caridad se ha debilitado mucho en nuestros días, y hay, sea por negligencia, sea por ignorancia, gran relajamiento en la práctica de los deberes cristianos. Muchos, llevados por una corriente de los espíritus y por preocupaciones del mismo género, pasan su vida buscando ávidamente el bienestar y el placer. Enervados por el lujo, disipan su patrimonio y codician el de otro; exaltan la fraternidad, pero hablan de ella mucho más que la practican; les absorbe el egoísmo, y la verdadera caridad para los pequeños y los pobres disminuye diariamente […]
Lo mismo hoy, los fautores y propagadores del naturalismo se multiplican. Éstos niegan que sea preciso estarse sometidos a la Iglesia, y, por una consecuencia necesaria, van hasta desconocer el mismo poder civil: aprueban la violencia y la sedición en el pueblo; ponen en duda la propiedad; adulan las concupiscencias de los proletarios; quebrantan los fundamentos del orden civil y doméstico.
Motivo de gran esperanza
En medio de tantos y tan grandes peligros comprendéis ciertamente, venerables hermanos, que hay motivo para esperar mucho de las instituciones franciscanas llevadas a su estado primitivo. Si ellas floreciesen, la fe, la piedad, la honestidad de costumbres florecerían también; este apetito desordenado de cosas perecederas sería destruido, y no se cuidaría sino de reprimir las pasiones por la virtud; lo que la mayor parte de los hombres consideran hoy como el yugo más pesado e insoportable. Unidos los hombres por el brazo de la fraternidad, se amarían entre sí, y tendrían para los pobres y los indigentes, que son la imagen de Jesucristo, el respeto conveniente. Por otra parte, los que están penetrados en la religión cristiana saben con toda certeza que es un deber de conciencia obedecer a las autoridades legítimas.
Es justo decir que la paz doméstica y la tranquilidad pública, la integridad de las costumbres y la benevolencia, el buen uso y la conservación del patrimonio, que son los mejores fundamentos de la civilización y de la estabilidad de los estados, salen como de una raíz de la Orden tercera de los franciscanos, y Europa debe en gran parte a Francisco la conservación de esos bienes…