Las elecciones al Parlamento europeo del pasado mes de junio supusieron en Francia una sacudida y el inicio de un periodo de inestabilidad del que, tres meses después, aún no se ve el final.
Todo empezó con la victoria del Rassemblement national (RN) liderado por Marine Le Pen, que obtuvo en las europeas el 31,4% de los votos, superando ampliamente a la lista del presidente Macron, que sólo consiguió el 14,6% de los sufragios. Macron quedaba así desacreditado y se evidenciaba el menguante apoyo del que goza en un país azotado por una crisis generalizada que tiene como síntoma más evidente la inseguridad provocada por los crecientes actos de violencia. Su reacción fue sorpresiva: disolver el parlamento y convocar unas atípicas nuevas elecciones legislativas, que en Francia se desarrollan en dos vueltas.
En la primera vuelta el RN mantuvo el apoyo que había obtenido durante las europeas, siendo la lista más votada en más de 300 distritos, mientras los otros dos grandes bloques, el Nuevo Frente Popular (NFP), una lista que amalgama a todos los partidos de izquierda y extrema izquierda, y la lista del presidente Macron, Ensemble, obtuvieron en torno al 25% de los votos cada una. La semana que transcurrió entre la primera y la segunda vuelta fue testigo de numerosos actos de violencia por parte de la izquierda, que amenazaba con hacer arder el país si el RN obtenía la victoria final, y de una campaña mediática masiva para frenar las aspiraciones del partido de Le Pen. Para ello fueron clave dos elementos. Por una parte, el diseño de las elecciones a dos vueltas: para evitar la realización de una segunda vuelta en un distrito electoral, un candidato debe ganar en la primera vuelta con más del 50% de los votos en dicho distrito. En cambio, para participar en la segunda vuelta se necesita un mínimo del 12,5% de los votos en la primera vuelta, lo que significa que en la mayoría de los distritos se suelen clasificar entre 3 y 4 candidatos para la segunda vuelta, en la que gana el escaño el candidato más votado (sin necesidad de alcanzar el 50% de los votos). En esta ocasión, sólo en 76 de los 577 distritos electorales hubo un candidato que obtuvo más del 50% de los votos en la primera vuelta, por lo que se debió realizar una segunda vuelta en 501 distritos, haciéndola decisiva. El otro factor fue el llamado «barrage républicain», una barrera republicana para impedir que el partido de Le Pen se alzara con la victoria que consistía en que, tanto la izquierda como Macron, se comprometían a retirar a sus candidatos con menos votos en la primera vuelta al tiempo que pedían el apoyo al único candidato que se enfrentaba con el RN. Se vio así a liberales pidiendo el voto para trotskistas… y viceversa. El RN fue el partido más votado en la segunda vuelta, con más de diez millones de votos, pero solamente obtuvo 143 escaños, un crecimiento de 54 respecto del anterior parlamento pero muy lejos de la mayoría. El gran beneficiado de esta estrategia fue el NFP, que con sólo siete millones de votos ha obtenido 182 escaños, convirtiéndose en el bloque con más representación en el parlamento. Por su parte, el partido de Macron, con 6,7 millones de votos, obtiene 168 escaños.
El RN de Le Pen confirmaba así su fuerza, aunque fracasaba en su estrategia para alcanzar el poder. Una estrategia que le había llevado a renunciar a muchas de sus propuestas más discutidas (la defensa de la vida es uno de los sacrificados en esta deriva) y a centrarse casi exclusivamente en el control y limitación de la inmigración y en la inseguridad. En cualquier caso, el proceso de «desdiabolización» no ha funcionado como esperaban y la estrategia de Macron de presentar al RN como el «partido maldito», el que está fuera del marco «republicano», ha vuelto a funcionar. Macron salva los muebles y desactiva la llegada al poder del partido de Le Pen, pero también deja en evidencia su enorme debilidad: toda su carrera política ha consistido en reunir, en torno a su persona, a sensibilidades a ambos lados del espectro político, debilitando los extremos y cohesionando un gran polo central liberal, progresista y europeísta. Algo que pareció conseguir en un momento inicial pero que se ha ido erosionado con cada vez más intensidad hasta quedar ahora atrapado entre precisamente los dos bloques que había pretendido llevar a la irrelevancia y que son más fuertes que nunca. Los meses transcurridos desde las votaciones sin que se haya podido formar un nuevo gobierno son la muestra de la situación de bloqueo a la que ha llevado Macron a Francia. Con un RN excluido, la única opción sería un gobierno de coalición entre Macron y el Nuevo Frente Popular, pero una cosa es bloquear el paso a Le Pen y otra muy distinta gobernar junto a un conjunto dispar de partidos marxistas que, además, insisten en que sólo apoyarán a un candidato «de consenso» si éste no sigue las políticas de Macron. A esto se añade que las elecciones no pueden repetirse hasta dentro de un año, por lo que no se vislumbra una salida clara. La V República ha funcionado en régimen bipartidista, pero los actuales tres bloques llevan a una crisis por bloqueo. La apuesta de Macron, «o yo, o el caos», ha acabado siendo «yo y el caos que he producido y soy incapaz de solventar».
Otro aspecto que se ha constatado es el de la quiebra del país entre lo que se ha dado en llamar metropolia contra periferia. La primera es el bastión de Macron y de la izquierda (el voto al NFP ya no es obrero, sino acomodado y burgués, de ahí la facilidad de trasvase de voto entre izquierdistas y macronistas a pesar de la aparente distancia ideológica), la segunda está compuesta por medianas y pequeñas ciudades y el ámbito rural, donde el voto a Le Pen es claramente mayoritario.
Por último, para comprender lo sucedido, no se puede silenciar el creciente peso del voto musulmán. En una Francia de 68 millones de habitantes, 19 millones son inmigrantes, hijos o nietos de inmigrantes. Entre ellos es la inmigración de origen árabe, magrebí y subsahariana la que tiene mayor peso. Son ellos, abrumadoramente musulmanes, quienes ya han cambiado el equilibrio interno de la población francesa. Nacidos muchos ya en Francia, el 97% de quienes han crecido en familias musulmanas mantienen la religión de sus padres (frente a sólo el 67% de los que han crecido en familias católicas) y, de estos, el 76% de los musulmanes considera que la religión es muy importante y afecta a todos los aspectos de la vida (frente al 27% de los católicos). Hay lugares, como los departamentos de Île de France, donde los recién nacidos con nombre islámico ya superan el 55%. Por otro lado, el uso del velo entre las mujeres musulmanas ha aumentado un 55% de 2009 a 2020 y casi el 60% de los jóvenes musulmanes cree que la sharia es más importante que la ley de la República, un aumento de diez puntos con respecto a 2016.
Los musulmanes con derecho al voto suelen abstenerse más que la media, pero en ocasiones determinantes, como ha sido el caso de la segunda vuelta de las legislativas, se movilizan masivamente: el 80% de ellos ha votado por el NFP, haciendo bascular los resultados. En tiempos de Mitterrand no votaban más de medio millón de musulmanes; ahora lo hacen ya cinco millones, siendo decisivos en el resultado final y poniéndoselo extremadamente difícil a cualquier opción política que quiera poner freno a la creciente islamización de nuestro país vecino.