Un pensador de oscura profundidad es imposible no ver en la vida y pensamiento de Nietzsche un reflejo o una «condensación» del rasgo más crítico de nuestro mundo postmoderno y su destino. El pensador alemán es en cierto modo un profeta que encarnó trágicamente en su vida la máxima contradicción del hombre: su rebelión contra Dios que, como veremos, implica una rebelión contra sí.
Como ha dicho Verneaux, no hay mejor definición del genio del pensador alemán que sus mismas palabras: «Siempre he proyectado en mis escritos mi vida y mi persona enteras, ignoro qué cosa sean los problemas puramente intelectuales». En sus escritos el lector asiste no solamente a una teoría, o a una comprensión de la historia contemporánea, sino en cierto modo a la tragedia del hombre; no un problema, sino el problema.
Como cristianos no es posible recorrer sus escritos sin que provoque una profunda meditación sobre el derrotero de la historia y la situación «límite» en la que nos hallamos como humanidad. El tramo final de la historia de la negación iniciado ante el árbol de la ciencia del bien y del mal de alguna manera se olfatea en las páginas del pensador alemán.
El propósito de este escrito es intentar comprender el ateísmo de Nietzsche y la situación del hombre en la escena posterior a «la muerte de Dios». La intención principal está puesta en entender, a través de Nietzsche, el alcance de «la muerte de Dios» como la tragedia de «la muerte del hombre».
«La muerte de Dios», ¿una afirmación teórica o práctica?
Un primer equívoco por aclarar es lo que el pensador entiende por «muerte de Dios». ¿Es la «muerte de Dios» una expresión equivalente a la proposición «Dios no existe» o al imperativo «hay que rechazar a Dios»?
El sentido de esta aclaración estructurará este escrito, porque es de alguna manera el eje central. No entenderíamos que «la muerte de Dios» implica «la muerte del hombre» si no comprendemos qué se entiende por lo primero. Tenemos que transitar desde una aparente «exigencia de verdad» al giro voluntarista de que la misma verdad es el error del hombre.
En Nietzsche late una oposición desde los inicios de su crisis de fe hasta sus últimos escritos. Se trata de la oposición (no exenta de contradicciones) entre enfrentar la dura realidad a costa de la felicidad, o someterse a la creencia de Dios a modo de placebo, como una ilusión para escapar del sufrimiento. En una carta de su juventud, en la que su fe protestante se tambaleaba cerca del despeñadero, dice a su hermana que se debe buscar la verdad a toda costa, a pesar de lo «espantosa y repulsiva que pueda ser». No se puede abandonar esta verdad so pretexto de felicidad y reposo del alma.
En esta oposición late efectivamente una verdad: no se puede proponer la existencia de Dios o la fe como una garantía para el bienestar del hombre, es decir, como un abandono ciego, una fe al margen de la verdad, como alternativa de la desesperación. No podemos postular la existencia de Dios como exigencia para evitar «la muerte del hombre», sino únicamente siendo un «discípulo de la verdad». Una felicidad a costa de la verdad no es una felicidad humana, porque es una falsa felicidad, un autoengaño, y por lo mismo, una situación de violencia. Si por un absurdo la proposición «Dios no existe» fuese verdadera, sería verdad también, como exigencia para el hombre, el deber de seguir sus consecuencias.
Pero, asimismo, en la disyuntiva planteada por Nietzsche también se esconde el quicio de su postura, la sospecha «de que la verdad ha de ser necesariamente algo espantoso».4 Desde esta sospecha, la idea de Dios es necesariamente una ilusión arraigada en la necesidad del hombre de revertir el sinsentido de su vida; una creación del hombre cuyos resortes son su debilidad e impotencia. No solo Dios y la fe cristiana, sino también todo intento de trascendencia, todo ideal noble parece tener la misma «genealogía», una huida al axioma: «¡En el principio existía el sinsentido!»;
«Fue el hombre quien, para sobrevivir, puso los valores sobre las cosas. Fue él quien creó el sentido de las cosas, un sentido humano. Por eso se llama hombre, es decir, el que valora. Evaluar es crear. Vosotros, escuchad: ¡Sois creadores! Vuestra evaluación convierte en tesoros y joyas las cosas evaluadas. El valor se establece por la evaluación. Sin ella, la nuez de la existencia sería vana».
Por ello, a partir de su libro Más allá del bien y del mal, Nietzsche comienza su tarea del desenmascaramiento de los valores occidentales, el rastreo de su origen en el espíritu de esclavos, de masas, de hombres débiles, el desvelamiento de la ilusión de la moral. La obra «que debía servirle de complemento», según Colomer, es La genealogía de la moral, publicada apenas un año después.
El superhombre y el giro de la negación
Nietzsche sufre en la figura del «insensato» (Der tolle Mensche) las inconsecuencias del ateísmo contemporáneo. El insensato es el ateo que no advierte la magnitud del evento de haber borrado a Dios (es una suerte de libertinaje burgués). Nietzsche sabe que ha llegado la etapa del ateísmo en la historia de la humanidad, pero no se han producido las necesarias consecuencias, no ha surgido el superhombre; «hombres liberados, a los que nada está prohibido», no se ha llevado a cabo la ausencia de prohibición, siguen bajo el peso de algún tipo de moral, de algún tipo de justicia, no han experimentado la realización de un poder sin medida.
En el fondo, teme que el hombre no sea capaz de lanzarse a ese nuevo mar infinito que se le abre; sabe que hay un peso enorme tras ese enorme acto de libertad, porque supone el abandono de todas sus creencias, el suelo firme de su existencia, la garantía de sentido en medio del sufrimiento: «Nunca más rezarás, nunca más adorarás, nunca más descansarás con infinita confianza […]. Hombre de la renunciación, ¿de todo eso quieres hacer renuncia? ¿Quién te dará fuerzas para ello? ¡Nadie ha tenido aún esa fuerza!».
El superhombre se sobrepone a la muerte de Dios y sus consecuencias, el vacío de su muerte, la carencia de sentido. Pero eso supone una fuerza de voluntad titánica. Tiene que ser capaz de sobreponerse a todos los antiguos valores, a todas sus viejas costumbres, a su ilusoria confianza trascendental. Ser un hombre libre significa ser «capaz de darse a sí mismo el bien y el mal y de imponer sobre sí mismo como ley su propia voluntad». Pero tenemos que aclarar el verdadero orden de esta consecuencia. Puede parecer que Nietzsche va del sinsentido y desde la inexistencia de Dios al superhombre. Puede dar la impresión de que, dada la premisa condicional «si Dios no existe, todo está permitido», la permisión de todo —el ir más allá del bien y del mal— es en Nietzsche, una consecuencia de la verdad teórica del antecedente («Dios no existe») y, por lo tanto, la inversión de los valores, una consecuencia lógica. Desde este punto de vista, la «muerte de Dios» cabría entenderla como una verdad teórica. Esta perspectiva puede entreverse hasta cierto punto en la citada carta a su hermana. La «muerte del hombre» sería una consecuencia necesaria (errónea, pero, al fin al cabo, lógicamente necesaria) de una cierta fidelidad a la verdad. Aquí es importante entender que en el pensamiento «maduro» nietzscheano se da cierto giro: la inexistencia de Dios no es el punto de partida, sino la permisión de todo. Se podría decir que el raciocinio de Nietzsche es que hay que afirmar necesariamente la condición: «Dios no existe» para afirmar postulatoriamente la consecuente (la omnipermisividad) —como exigencia de vida plena—. Desde este punto de vista, la negación de Dios, «la muerte de Dios», es una afirmación práctica, postulatoria: hay que erradicar a Dios de las conciencias, independientemente de la verdad del asunto:
«Esta es la voluntad que me ha llevado lejos de Dios y de los dioses. Si hubiera dioses, ¿qué quedaría por crear? Pero mi ardiente voluntad de crear me empuja sin cesar hacia los hombres como el martillo hacia la piedra. ¡Ay, hombres, en la piedra dormita para mí una imagen, la imagen de las imágenes! Quiero acabarlo: pues una sombra ha llegado hasta mí… La belleza del ultrahombre llegó hasta mí como una sombra. ¡Ay, hermanos míos! ¡Qué me importan ya los dioses!».
»Pero, para abriros mi corazón de par en par, a vosotros, amigos: si hubiera dioses, ¿cómo soportaría yo no ser Dios? Luego, no hay dioses. He sido yo quien he sacado esta consecuencia, pero ahora ella me arrastra a mí». Como dice Polo, hasta cierto punto la idea del superhombre o ultrahombre (Übermensch) es una idea que estaba asentada de antemano. Para superar al hombre, para llegar al superhombre, hay que eliminar a Dios. «Yo os anuncio al superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho vosotros para superarlo?». Para comprender la inferencia de esta conclusión y la emergencia del superhombre hay que comprender la diferencia esencial entre el orden de la contemplación y la creación. El contemplativo se enfrenta a un orden de cosas como algo que no hace, sino que solo considera. Desde este punto de vista, le corresponde al contemplativo cierta pasividad: es el orden de cosas el que «mide» al contemplativo. En cambio, el creativo se enfrenta al orden de cosas como algo que él produce en ellas. El creativo es eminentemente activo, él mide las cosas, y éstas son medidas por él.
En una actitud en la que las cosas (el bien, lo justo, lo verdadero, lo bello) preceden al hombre, hay una eminencia del orden contemplativo, y, por lo mismo, una visión del mundo en la que el hombre es un ser condicionado, fi nito, espectador, que asiste a un mundo fundamentalmente ya constituido por un ser superior, absoluto, incondicionado, verdaderamente creador. Nietzsche pone una eminencia en el crear, y por lo mismo, su mayor resistencia es el fundamento de ese orden de cosas que él no hace, sino que solo considera: es decir, Dios. ¿Cómo soportar no determinar lo que es bueno y lo que es malo? ¿Cómo soportar no ser la medida de las cosas? Así, se comprende que el ateísmo de Nietzsche no es un ateísmo «teórico», sino un profundo voluntarismo.
El superhombre y la obligatoriedad del mal
En Así habló Zaratustra, Nietzsche habla de las tres transformaciones que debe llevar a cabo el hombre que vive en este momento de la historia: «os indicaré las tres transformaciones del espíritu: cómo el espíritu se convierte en camello, el camello en león y el león finalmente en niño». Explica Colomer que el camello es el hombre que adora, se inclina y reverencia Dios y la ley moral. El león es aquel que substituye la ley establecida por su voluntad, reemplaza el «tú debes» por el «yo quiero». Es una libertad negativa, ciega a los valores. El niño es el hombre que dicta nuevos valores, el que experimenta el juego del crear. El niño es un nivel que parece solo alcanzarlo los grandes hombres, una raza aristocrática; no las masas, débiles, e incapaces de sobreponerse al nihilismo. ¿Quién es esta raza de grandes señores? Los que van más allá del bien y del mal, los que se miden sólo por su poder y en él se gozan, es el guerrero, el que no se deja llevar por una supuesta verdad, el que no se deja rendir por la piedad y la misericordia: «esta es la nueva tabla que promulgo para vosotros: volveos duros»; «¿Quién alcanzará algo grande si no tiene la fuerza y la voluntad de infligir grandes sufrimientos?»;1 «No sucumbir ante los ataques de la angustia íntima y de la duda turbadora cuando se causa un gran dolor y se oye el grito de este dolor, esto sí es grande»;1 «He santificado la risa; hombres superiores, aprended a reír»; «La preferencia por cosas dudosas y terribles es un síntoma de fuerza; mientras que el gusto por lo bonito y lo gracioso le pertenece a los débiles y delicados».
Con estas últimas notas se aprecia que la premisa condicional «Si Dios no existe, todo está permitido», ha experimentado una nueva radicalización: «Si Dios no existe, el mal es obligatorio». Y si lo comprendemos desde la óptica de la negación postulatoria antes señalada, entonces la formulación correcta de la muerte de Dios es: «para erradicar plenamente a Dios, para asesinarlo verdaderamente, hay que obrar necesariamente el mal». Para caminar por más allá del bien y del mal, hay que obrar necesariamente el mal, porque lo «bueno» es el signo de allí constituido como precedente a la libertad humana, y su apetición, un signo de la esclavitud de nuestra conciencia. Para crear hay que destruir lo ya determinado, hay que obrar el mal, ser capaz de obrar el mal y aceptar sus consecuencias, ser capaz de la crueldad y superar el tormento de la conciencia –que sigue siendo esa huella de Dios en nosotros, un sentido del bien y del mal como valores absolutos–.
Se ve entonces cómo hay que entender «la muerte de Dios» en Nietzsche, y cómo lleva esto a la «muerte del hombre». Hay que negar a Dios para afirmar al superhombre, pero esto supone demoler a martillazos todo lo que se haya constituido como previo a su libre acción creativa, rechazando en primer lugar la verdad, que es la «ventana» por así decirlo del contemplativo hacia el sentido de las cosas, luego el sentido del bien y del mal obrando necesariamente el mal, mediante el ejercicio de la guerra, la destrucción, la crueldad; «lo bello existe tan poco como lo bueno, lo verdadero. En particular se trata otra vez de las condiciones de preservación de un cierto tipo de ser humano». La verdad es el error fundamental del hombre, pero a la vez una necesidad. Hay que superar entonces al hombre. Como dice Polo: «La visión de Nietzsche es nítida. La muerte del hombre es inseparable de la muerte de Dios». La negación de la existencia de Dios ya no es aquella primera impresión que recibimos de los primeros escritos del pensador alemán: una exigencia de la verdad. Aquí se trata de la simple voluntad de poder, porque no se soporta no ser Dios.