Anne Bernet, en el número del 19 de julio de France Catholique, nos propone una penetrante lectura del dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado ahora hace 170 años: «Cuando fue elegido papa en 1846, el arzobispo Mastai Ferretti era considerado un liberal favorable a la unidad de Italia. Pero el prelado, que eligió el nombre de Pío IX, no podía renunciar a los Estados Pontificios ni legitimar la insurrección de los partidarios de la unidad contra Austria, que gobernaba el norte del país. Esta “traición” provocó un sangriento levantamiento en noviembre de 1848, que le obligó a refugiarse en Gaeta, al sudeste de Roma. Durante este exilio, reflexionó sobre el fenómeno de la revolución, la revuelta contra Dios y su Ley por parte de sociedades antaño cristianas. Para el Papa ya no podía haber ningún compromiso entre el mundo de la Ilustración y la Iglesia si ésta quería permanecer fi el a su misión. No bastaba con denunciar al enemigo. Se necesitaba otro enfoque. Éste, en una dimensión providencialista, será espiritual.
En 1849, Pío IX, en el exilio, contemplaba el tormentoso Mediterráneo. El cardenal Lambruschini, antiguo Secretario de Estado, refugiado también en Gaeta, le dijo: “Santísimo Padre, no podríais sanar mejor al mundo que proclamando el dogma de la Concepción Inmaculada. Sólo esta definición dogmática puede restablecer el sentido de la verdad cristiana y alejar las mentes de los caminos del naturalismo en los que se han extraviado”.
La afirmación –que la Iglesia ha creído siempre, incluso antes de promulgar el dogma– de que María, en virtud de los méritos futuros de su Hijo, fue preservada del pecado original desde el momento de su concepción, no parece tener a primera vista ningún significado político. Pero encierra dos verdades esenciales de la fe: la realidad del pecado original, por una parte, y, por otra, la necesidad de un Redentor capaz de reconciliar al hombre con su Creador y salvarlo de la perdición. A esto se añade el versículo 15 del tercer capítulo del Génesis, llamado el «Protoevangelio», donde Dios, dirigiéndose a la serpiente –es decir, al Diablo–, dice: “Pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el talón”.
Pues, ¿quién es Lucifer sino el primer revolucionario, el que se niega eternamente a servir al Rey e intenta ocupar su lugar? ¿Y quién es María sino la que, en su humildad, se llama a sí misma la sierva del Señor cuando el Arcángel le promete que dará a luz al Increado, al Todopoderoso, revelándole que es “la nueva Eva” sobre quien el demonio no tiene poder alguno? María, “fuerte como un ejército preparado para la batalla”, como la describe el Apocalipsis, triunfará siempre sobre el demonio y sobre las herejías, locuras y mentiras que suscita. Esta certeza bastaría para justificar el recurso del Papa a la Virgen en esta batalla contra el espíritu revolucionario, avatar último de la estrategia demoníaca.
Pero ¿por qué este dogma y no el de la Asunción, que Pío IX también consideró? Porque se opone a la deconstrucción filosófica de la doctrina cristiana que comenzó con Descartes y continuó hasta Hegel y que encontró su culminación en la afirmación de Rousseau: “El hombre nace bueno, es la sociedad la que lo corrompe”, que niega el pecado original y, por tanto, la necesidad de la Redención. En efecto, si el hombre no ha pecado, no necesita ser redimido. La consecuencia última de este razonamiento fue la voluntad de destruir la Revelación cristiana para, según creían, liberar a la humanidad, ya mayor de edad y adulta, de un Dios que ya no necesitaba, capaz de volar por sí misma de progreso en progreso hacia la conquista de una felicidad natural y materialista… La Inmaculada Concepción nos recuerda, por el contrario, que la humanidad, desde el pecado de nuestros primeros padres, nace aquejada de una enfermedad genética mortal: ese pecado original del que sólo Cristo, por su Encarnación y su Pasión, la salva. En cuanto a María, habiendo escapado a la maldición hereditaria, puede destruir la herejía moderna como triunfó sobre las otras. Tal fue la profecía de san Luis María Grignion de Montfort, cuyo Tratado de la verdadera devoción acababa de ser encontrado entonces tras años de desaparición».