EL cristianismo ha llegado a las inmensas tierras de China en una sucesión de varios embates, ya que al no lograr los primeros arraigar en su suelo, fue necesario como volver a empezar de nuevo una y otra vez. Llegó en primer lugar el cristianismo al Celeste Imperio deformado por la herejía nestoriana. Consta que a principios del siglo séptimo, en tiempos de la dinastía Tang, se presentó en la capital china un monje nestoriano y que desde entonces hasta el siglo XIV (probablemente no de forma continua) existió allí una comunidad cristiana.
La primera misión católica llegó a China siglos más tarde, a finales del XIII, de manos de religiosos franciscanos. Fue el fraile Juan de Montecorvino el primer misionero católico en China y el primer obispo de Pekín. Sin embargo, la naciente cristiandad se extinguió a partir de 1368, cuando, con el advenimiento de la dinastía Ming, se cerraron las puertas a los extranjeros y se expulsó a los misioneros, también a los nestorianos. La tercera acometida es la del siglo XVI, propiciada por las grandes navegaciones españolas y portuguesas, y a la que abrió camino como heraldo san Francisco Javier. Reinaban en China los emperadores manchúes de la última dinastía, los Qing, que permitieron la entrada y misión de los jesuitas, y más tarde también de agustinos, dominicos, franciscanos, etc. Asociamos habitualmente los inicios de esta evangelización al nombre del jesuita Matteo Ricci, en proceso de beatificación. La base de operaciones y puerta de entrada en China de los misioneros fue, desde entonces y por mucho tiempo, la ciudad sureña de Macao, en poder de los portugueses. Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XVIII, en ocasión de la querella de los ritos, los emperadores retiraron los privilegios concedidos y volvieron a cerrar las puertas del Imperio, expulsando a los misioneros e iniciando una persecución. Sólo en Pequín se mantuvo la Compañía de Jesús, hasta ser suprimida en 1775, siendo su misión entregada a los lazaristas en 1783. La razón de aquella excepción fue, al parecer, la necesidad de disponer de buenos astrónomos en la corte imperial, para la exacta elaboración del calendario.
La cuarta y última llegada se produce en el siglo XIX, propiciada en este caso por la forzada apertura de China a las potencias occidentales (especialmente Gran Bretaña y Francia), impuesta por intereses comerciales con las guerras del opio y la subsiguiente manifestación de la superioridad militar de Occidente sobre China. Entre otras cosas, los europeos exigieron al gobierno chino que permitiera la entrada y asentamiento de misioneros cristianos, tanto católicos como anglicanos y protestantes, primero en los puertos francos y más adelante en el interior del Imperio. Con todos sus altibajos, y sin que faltaran animadversión, resistencias, persecuciones y mártires, las nuevas cristiandades prosperaban, hasta que, ya en pleno siglo XX, con el advenimiento del gobierno comunista de Mao Zedong y la imposición del marxismo-leninismo como doctrina oficial del país, la situación cambió radicalmente y empezó un nuevo tiempo de persecución, de dureza y brutalidad inigualadas.
Desde el principio, el cristianismo fue acusado de ser un instrumento de colonización europea y de estar al servicio del enemigo imperialista y capitalista. En los primeros años se aseguró a los cristianos que serían respetados y gozarían de libertad siempre que no sirvieran a aquellos fines. Pero en pocos años la situación se endureció. Los misioneros extranjeros fueron expulsados, encarcelados o asesinados; se cerraron los seminarios, se cerraron las iglesias, los hospitales y escuelas cristianas fueron incautadas, etc. Fue objeto de especial encarnizamiento la Legión de María, acusada de espionaje. Por otro lado, el gobierno fue maniobrando para conseguir que la Iglesia católica de China cayera en todo lo posible bajo su control.
Aunque el país fue declarado oficialmente ateo, en su Constitución se reconoció la libertad religiosa. Sin embargo, los líderes comunistas proclamaban abiertamente que su objetivo era la desaparición completa de la religión, pero que ello no debía ser obtenido de forma violenta, sino mediante el diálogo, la discusión crítica y la reeducación. Ahora bien, esto significaba en realidad un acoso psicológico aún peor, ya que no se pretendían solo cambios exteriores, sino una transformación total de los corazones de la gente. Para la aplicación de estas directrices, el gobierno de la República Popular de China reconoció en su territorio cinco religiones, y no más, a saber, el taoísmo, el budismo, el catolicismo, el protestantismo y el islam, a las que concedía una cierta limitada y controlada «libertad religiosa”, siempre que se sujetaran a sus disposiciones. Todo el resto, así como cualquier secta o asociación religiosa que no estuviera oficialmente admitida como perteneciente a una de esas cinco, sería declarada perniciosa, ilegal y punible. Para el control de las religiones toleradas, por su parte, tuvieron que crearse otras tantas «Asociaciones patrióticas», que bajo la supervisión de la Oficina de Asuntos Religiosos gubernamental, llevarían las organizaciones religiosas hacia los fines del Estado. A través de ellas, el gobierno chino quería sobre todo que las iglesias y los grupos religiosos de China cortaran sus relaciones con cualquier poder extranjero y se sumaran a la tarea de la «construcción socialista» nacional.
Al carecer de una cabeza visible única en el mundo, estos objetivos eran más fáciles de conseguir con las confesiones protestantes, de modo que en el campo cristiano se empezó con ellas. En 1954 se constituyó la «Iglesia Patriótica de las Tres Autonomías», en la que se fusionaron las distintas denominaciones, mientras que los que se negaron a someterse y siguieron su actividad en forma de «iglesias domésticas» fueron perseguidos, encarcelados y maltratados. La noción de las «tres autonomías» se refiere al autogobierno, la autonomía financiera y la autonomía en la propagación de la fe. Estas tres autonomías serían exigidas también, al cabo de poco, a la Iglesia católica. En 1957 se constituyó la «Asociación Patriótica Católica China», que en poco tiempo sirvió también a la realización de los objetivos deseados por el gobierno. Los obispos y demás católicos miembros aceptaron cortar con todo poder extranjero en cuestiones financieras y políticas, a la vez que esperaban mantener la unión espiritual con el sucesor de Pedro. Sin embargo, los comunistas impidieron también esto. En consecuencia, los fieles chinos que quisieron mantenerse unidos al Papa se vieron abocados fuera de la legalidad y tuvieron que llevar su vida religiosa de forma clandestina, reuniéndose secretamente para celebrar la eucaristía, catequizar o administrar los sacramentos, y exponiéndose siempre a la persecución. Así se inició la situación, que aún perdura, de dos comunidades católicas en China, la «Iglesia patriótica», reconocida oficialmente por el Estado, y la autodenominada «Iglesia fiel», es decir, fiel al Papa, a la que comúnmente llamamos «Iglesia subterránea».
La primera grave consecuencia de esta situación fue la consagración de obispos, necesaria por las muchas sedes vacantes que habían dejado los misioneros expulsados, pero sin el acuerdo de Roma. Los obispos así consagrados quedaron ipso facto excomulgados y se habló de una iglesia cismática en China. Sin embargo, desde 1959, en que se examinó con cuidado la situación, quedó claro que la Iglesia patriótica china no debía ser considerada cismática y que las consagraciones episcopales eran válidas, aunque ilegales. Juan XXIII suavizó la actitud frente a la Iglesia Patriótica, a la vez que expresaba palabras de aliento a los católicos fieles al Papa y que eran perseguidos.
El tiempo de más abierta y rigurosa persecución vino con la llamada Revolución Cultural (1966-1976), durante la cual se destruyeron iglesias y conventos, se confiscaron todos los bienes de las asociaciones religiosas, cesó todo culto o actividad religiosa, desaparecieron las mismas «Asociaciones patrióticas», se indujo a muchos a apostatar y se maltrató, persiguió y martirizó a numerosos fieles creyentes que no quisieron renegar de su fe. Hacia 1979, pasada ya la furia de esa Revolución Cultural y habiendo muerto Mao, remite paulatinamente la persecución y vuelve una cierta tolerancia. Se devuelven algunas propiedades, se reabren iglesias, se liberan sacerdotes encarcelados y se restablecen las «Asociaciones patrióticas». Sin embargo, la provisión de sedes episcopales vacantes vuelve a hacerse sin el consentimiento de Roma. Además, el gobierno chino quiere que el Vaticano rompa sus relaciones diplomáticas con Taiwán, y esgrime esta exigencia como una condición sine qua non. En los años ochenta, bajo el pontificado de Juan Pablo II, fue por fin posible dar algunos pasos para mejorar las relaciones entre Pequín y Roma, y avanzar algo en el restablecimiento de la unidad católica en China. El nombre del Papa pudo ya ser mencionado en la liturgia, por ejemplo. Pero, por otro lado, al obispo de Hong Kong que en 1980 visitó Cantón no se le permitió celebrar allí una eucaristía pública –se habían congregado ya más de mil personas– porque iba a celebrarla en el rito postconciliar, mientras que la Iglesia oficial china seguía con la liturgia preconciliar con el canon en latín. En 1982 se reabre el primer seminario católico (patriótico) para la formación de sacerdotes en Sheshan, Shanghái. En 1984, Juan Pablo II creó en Hong Kong una «Misión de estudios», todavía existente, para un mejor conocimiento de la situación y facilitar los caminos hacia la deseada unidad. En 1986 se abre el acceso, hasta entonces cerrado, a la capilla y monumento conmemorativo de san Francisco Javier en la isla de Shangchuan. En la década de los noventa la Iglesia Patriótica se va abriendo al espíritu y las disposiciones del Concilio Vaticano II. Se adoptó por fin su reforma litúrgica; se publicó el nuevo Misal Romano, con aprobación eclesiástica, en lengua china. Además, muchos obispos «patrióticos» fueron obteniendo de un modo u otro el reconocimiento de Roma, hasta el punto de que en 2007 una comisión vaticana sobre China pudo escribir en sus conclusiones que casi todos los obispos y sacerdotes están en comunión con Roma». Sin embargo, la persecución de la Iglesia subterránea continúa. Además, no se permite el bautismo de menores, hasta los 18 años de edad; ni la catequesis infantil, ni la asistencia a escuelas, campamentos, etc. organizados por la Iglesia o entidades religiosas. La canonización por Juan Pablo II, el día 1 de octubre de 2000, de 120 mártires chinos de entre 1648 y 1930, también ocasionó roces y dificultades.
En los pontificados de Benedicto XVI y de Francisco, ambos muy atentos e interesados por la Iglesia en China, las relaciones entre dicho país y la Santa Sede han seguido en esa tónica de oscilación entre tiempos de tensión y tiempos de relajación. Y en general, siempre que ha parecido que el gobierno chino aceptaba negociar con Roma las cuestiones más conflictivas, como el nombramiento de obispos, a la larga o a la corta ha vuelto a las decisiones unilaterales y a las consagraciones sin acuerdo del Santo Padre. El último acuerdo que pareció importante y prometedor se firmó en 2018, como acuerdo provisional, cuyo texto no se ha hecho público, pero lo cierto es que de inmediato el gobierno chino volvió a las decisiones unilaterales y al hecho consumado. En la actualidad, Xi Jinping promueve una campaña de «sinificación», lo que quiere decir: de adaptación al socialismo, a base de integrar la doctrina, costumbres y moral a la cultura china; en definitiva, un endurecimiento del control y de las condiciones para la vida cristiana. Aunque la frontera entre la Iglesia Patriótica y la Iglesia subterránea es actualmente más bien borrosa, la dualidad persiste y la persecución de los católicos fieles al Papa no cesa. Según datos recientes, el número de seminaristas en los seminarios chinos, que alcanzaba los 2400 en el año 2000, se ha visto reducido a 420 en el año 2020. La situación es preocupante; sin embargo, la fidelidad de tantos cristianos chinos que han sufrido acoso, persecución e incluso han dado su vida por Cristo y por la unión con Pedro, es un ejemplo y un signo de alentadora esperanza para la conversión a la verdad universal de la fe de aquel milenario y singular país.