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CRISTIANDAD

La importancia de la historia

En 1883 el papa León XIII publica la carta apostólica Saepenumero Considerantes mediante la cual concedía permisos para la consulta de los Archivos Secretos Vaticanos. El convulso contexto histórico de su publicación es el de la unificación de Italia, en la que se combatía tanto al Pontificado como a la Iglesia desde todos sus flancos. Es aquí donde el Papa pone en guardia frente a las argucias de los enemigos: «Con el objetivo de perseguir a la Iglesia, se analizaron hasta los últimos elementos del pasado, explorando, uno por uno, cuanto recoveco archivístico existiese; fueron publicadas historias sin fundamento; invenciones cien veces refutadas y cien veces repetidas. Los principales lineamientos de la historia fueron removidos o astutamente interpretados en modo reductivos; con reticencia, fácilmente fueron dejados de lado los acontecimientos gloriosos y justamente memorables de la Iglesia, al mismo tiempo que con aspereza, se subrayaba y exageraba cualquier acto imprudente o menos correcto, propios de la naturaleza humana de sus integrantes». Hasta tal punto llegaba la tergiversación histórica que: «La ciencia histórica parece ser una conjura de los hombres contra la verdad…». Con el deseo de que la verdad de la historia impere en la mente de los hombres el Papa abría los Archivos Vaticanos. Pero esta verdad histórica no es suficiente sin tener en cuenta la acción de Dios en el desarrollo de la historia de la humanidad. Esta es la tesis que defiende el supuesto papa Celestino VI, cuya «Carta a los historiadores» fue publicada, en marzo de 1949 en CRISTIANDAD, y que les venía a recordar que:«¡Habéis expulsado a Dios de la historia y por eso no podéis entender la historia del hombre!»

Por Ibón Elósegui
marzo 2024
en Secciones varias, 75 años
6 min de lectura

«Carta a los historiadores» del supuesto papa Celestino VI (Papini)

HERMANOS míos, hijos míos: También a vosotros debo llamar para la rendición de cuentas exigida por Dios en este amargo caer de la noche. Tuvisteis parte en la infección de las mentes y estáis llamados a tener parte en su restablecimiento. No podréis salvaros con decir: nosotros llevamos los registros y protocolos de la vida de los hombres y si los hombres yerran no podemos hacer sino el inventario de sus faltas y señalar, con probidad de neutrales, las causas y las consecuencias.

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[…] Llamáis historicismo a vuestro método, pero su verdadero nombre es pilatismo. No hacéis sino lavaros las manos junto a los condenados y os rociáis mutuamente, tan orondos, con el agua untuosa y sanguinolenta de vuestras jofainas. Pero vuestras manos, a pesar de tanto lavoteo, no son manos blancas, porque también vosotros sois hombres y no podéis limpiaros las manchas rojas de la humana responsabilidad.

[…] Pretendéis comprender con desapasionada claridad la marcha de los pueblos, pero en realidad no conseguís siquiera comprender y hacer comprender esa marcha, porque habéis cortado y negado las relaciones entre el hombre y Dios. Habéis expulsado a Dios de la historia y por eso no podéis entender siquiera la historia del hombre, que es sólo un episodio, un capítulo, un reflejo de la historia de Dios. La historia humana es la historia de Dios en el hombre, en cuanto Dios se hace realidad en la tierra gracias al hombre, hecho por Él a su imagen, restituido por Él a esa semejanza con la Redención. La única historia profundamente inteligible es la que tiene un principio y un fin. […] Por eso sólo hay una historia digna de tal nombre, la escrita por los hombres por inspiración divina, la que empieza con el Génesis y termina con el Apocalipsis.

Abrid ojos y bocas cuanto queráis, pero ésta es la verdad. No podréis comprender al hombre hasta que lo examinéis a la luz de sus relaciones con Dios. La tierra forma parte del Cielo, y no se puede hablar de ella sin mencionar el Cielo. El hombre no es un huérfano, y no podéis investigar las vicisitudes de su familia sin tener en cuenta a su padre, que es Dios.

[…] La historia de los habitantes de la tierra no es más que la repercusión y traducción de una historia trascendente y sobrenatural. Es el doloroso reflejo de la vida de muy distintos protagonistas: de Cristo, que estará en la agonía hasta el fin del mundo; de Lucifer, que desencadenará sus ofensivas hasta el día en que nuestro amor acabe por extinguir su odio. Muchas veces os detenéis para narrar las vicisitudes de las batallas, sin daros cuenta de que los adversarios, en apariencia contrapuestos, son, ocultamente, aliados, aliados del Malo en la guerra de los ciegos contra la luz de Dios.

[…] Deberíais ser, para que lo entendáis de una vez, profetas del pasado, y sois, en cambio, cicerones de cementerio. Sois, por desgracia, coleccionistas de lápidas funerarias, archivadores de epitafios, redactores de etiquetas, computadores de cronologías, cronistas de las comparsas, mosaístas de biografías. Deberíais desgarrar velos y descifrar enigmas, pero os contentáis con recoger briznas de hierba, rebuscar pergaminos y embalsamar mortales restos coronados.

[…] No podéis componer una historia porque os falta esa luz que viene de lo alto. Tenéis los hechos ante vuestros mismos ojos y no sabéis distinguir los misteriosos nexos, los significados superiores, las leyes universales que los rigen. No habéis comprendido todavía que la historia de un pueblo, separada de la de todos los demás pueblos, resulta ininteligible; que la historia de una época, aislada de todas las demás épocas, carece de sentido y de arquitectura interna. […]

Los historiadores antiguos reconocían, al menos, un hado que dominaba desde lo alto el humano acontecer; concebían la historia como una creación de héroes, honraban en la historia una maestra de la vida. Pero vosotros no veis más fundamentos que las vicisitudes humanas, incluso aquellas más espirituales, que el hambre del estómago, las necesidades de los sentidos, los impulsos de las pasiones, el choque de los intereses y de las soberbias.

[…] Separada de Dios, la historia no es sino un amasijo de rebelión y delirio; bañada en la luz divina, se convierte en un canto de afanosa pero victoriosa esperanza. Si no tiene un principio y un fin, la historia carece de sentido: es una crónica de locura reincidente, de delitos inútiles. […] La expulsión de Dios de la historia ha llevado consigo la errónea comprensión del hombre. Dios Giovanni Papini (1881-1956) es ese primero y supremo misterio sin el cual todo el resto es un misterio pavoroso. Si todo arranca de Él, si todo pertenece y se relaciona con Él, ¿cómo podría estar ausente del mundo de la historia, es decir, de las vicisitudes de las criaturas a quienes prefirió por encima de todas las demás?

Vosotros, los historiadores, con vuestro silencio, con vuestra negación de Dios, sois cómplices de la universal apostasía. Ignorando o callando la presencia de Dios en la historia, no sólo dais una idea mutilada del hombre, sino que alentáis su ignorancia y su indiferencia. Necesitamos conocer para amar, y el amor es iluminación que se resuelve en la alegría de la adoración. La condena de ostracismo impuesta a Dios se traduce en una extirpación del conocimiento y de la felicidad. Y bien sabéis cuánta necesidad tienen los hombres de ser enseñados y consolados, sobre todo en estos tiempos de desolación y estupor.

[…] El método que llamáis, con desprecio, teológico se aproxima a la verdad bastante más que el que busca la razón de los hechos históricos, incluso de los de orden espiritual, en las estadísticas del algodón y en los gráficos de los salarios. Si las tentativas de revelación histórica debidas a san Agustín y a Bossuet no os satisfacen, haced otras más audaces y cautas a la vez, ahora que la materia histórica es mucho más copiosa y el análisis mucho más circunspecto y cuidadoso. […]

Y es gran desventura que los historiadores mismos del cristianismo y de la Iglesia hayan abandonado – quizá por temor al sarcasmo fácil–, quizá por ingénita mediocridad mental- el divino navío de la Historia considerada como revelación.

[…]Vosotros, historiadores de Cristo y de la Iglesia, que deberíais dar ejemplo a todos de la interpretación divina de lo humano, os mostráis, en cambio, esquivos y casi temerosos de lo sobrenatural. Permanecéis inmóviles en vuestros esquemas descarnados, en vuestras heladas casillas, en vuestros pastos protegidos por zarzales de bibliografía; estáis satisfechos y no pedís ni alcanzáis a ver nada más.

Vuestra materia podría ser la más bella de todas las historias. El descenso de un Dios con forma humana a la vida humana; la espera y la preparación de su venida; su vida póstuma en los corazones; la luz cercada por las tinieblas; el fuego amenazado por las cenizas; las derrotas y los desquites de Lucifer; las interferencias e intromisiones de la naturaleza y de la gracia, de la vocación y de la predestinación, del Ínfimo y del Altísimo; y, finalmente, las inequívocas señales indicadoras del último itinerario. La historia del cristianismo es la más dramática de todas las historias. […] La historia del cristianismo, es decir, de su perenne resistencia y supervivencia, es su apología más evidente, la mejor prueba de su origen divino. Pero vosotros no sabéis verlo ni hacerlo ver. Sois exiguas teas humeantes y no blandones encendidos. Podéis contaros entre los más grandes pecadores contra el Espíritu. […]

Si el género humano –como he dicho muchas veces y no me cansaré nunca de repetir– está en vísperas de un peligro mortal; si no podrá sustraerse a esa disolución más que haciendo suyo, en la integridad de la fe y de las obras, el cristianismo, ya comprenderéis por qué me dirijo también a vosotros. Todo lo que ahora aleja y separa del cristianismo, apresura la muerte, y todo lo que revela a los hombres la fuerza feliz y vencedora de Cristo es, para cada uno de los hombres y de los pueblos, promesa y garantía de salvación. También vosotros, pues, debéis anunciar –en vuestra esfera de acción– a esta obra, inconmensurable pero inaplazable, de la conversión universal. Muchos de vosotros habéis echado a Dios como a un intruso sucio y molesto; otros, no menos culpables, han hablado de sus designios y efectos entre los hombres sin vigor de intuición y de amor, como si quisieran hacerse perdonar por los no creyentes el creer en Él. Pero los hombres, si no quieren morir, deben encontrar de nuevo a Dios, adorarlo en todas las partes y formas del universo. Por eso, deben sentir a Dios incluso en la historia de su propia especie y, si esta historia es casi siempre dolorosa, pensar que el lamento de los hombres es también voluntad de alcanzar y realizar en nosotros lo divino, la omnipenetrante certidumbre de un renacimiento total. A vosotros, historiadores, corresponde ser los primeros en deletrear esta deslumbrante revelación de la necesaria resurrección. Dejad, en nombre de Cristo, de ser plumíferos expositores de espectros; sed guías hacia lo Eterno a través de los pantanos del tiempo. Haced que, por obra vuestra, se torne en sagrada verdad.

Etiquetas: Giovanni PappiniLa historia del hombre sin Dios
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