TURQUÍA ha vuelto a las urnas en unas elecciones cruciales para el futuro de este importante país, pivote en el vértice entre Europa, Rusia y Asia. La antigua aliada de los Estados Unidos durante la Guerra Fría, donde tuvo un importante papel en la estrategia de contención de la Unión Soviética, ha
ido progresivamente alejándose de sus antiguos aliados y, de la mano de Erdogan, estableciendo una política que aspira a reconstruir el espacio propio del Imperio otomano, como muestra su agresiva política expansionista en el norte de Siria. Por primera vez en mucho tiempo parecía que Erdogan podía ser desalojado del poder. Su gobierno había quedado en evidencia durante el terremoto del pasado 6 de febrero, en el que fallecieron al menos 50.000 personas y sacó a la luz que las exigentes normas antisísmicas eran papel mojado debido a la corrupción rampante en la que nada su administración. La infl ación galopante, que alcanzó el 90% el año pasado, también se ha sumado al desgaste de su
popularidad. Además, el candidato opositor, Kemal Kiliçdaroglu, había sido capaz de agrupar a una oposición muy diversa y fragmentada. Los medios occidentales ya cantaban el fin de un ciclo… pero Erdogan ha sido reelegido, en segunda vuelta (con una elevadísima participación del 89%) y con un estrecho margen (ha obtenido el 52% de los votos), sorprendiendo a muchos y asegurándose la guía del país para los próximos cinco años.
Finalmente, la alianza de islamistas y nacionalistas que encabeza Erdogan, lo que llaman «síntesis
turco-islamista», ha conseguido la victoria a partir de los votos de la Anatolia central, profundamente sunita y donde ha conseguido un apoyo del 72%. Las regiones costeras, más ricas, y el Este del país, donde se concentra la población kurda, ha votado a la oposición. Ha sido la población religiosa, marginalizada durante el proceso de modernización del país y especialmente favorecida por Erdogan, la que le ha dado la victoria. El presidente ha sabido conectar con esa mayoría que se define como turca, en el sentido étnico del término, y sunita. Por el contrario, su rival, Kiliçdaroglu, pertenece a la secta islámica de los alevíes, que es vista con desconfianza por los sunitas. Además, el apoyo masivo de los
kurdos, que suponen entre el 20% y el 25% de la población, ha movilizado al electorado sunita en nombre de la unidad nacional. El apoyo de alevíes y kurdos ha sido explotado por Erdogan para presentar a su rival como enemigo de una Turquía que busca recuperar su condición de potencia. Los discursos sobre paz, democracia y derechos humanos, por mucho que hayan encandilado a la prensa europea, tampoco parece que hayan movilizado a muchos votantes. Como escribía el especialista en Turquía Jean-François Colosimo, los turcos quieren un sultán, no un Gandhi que les hable desde
su cocina (haciendo referencia a que Kiliçdaroglu grabó varios mensajes desde la modesta cocina de su
casa). Construido sobre un mosaico de poblaciones que habían vivido de forma autónoma durante el periodo otomano, Turquía siempre ha buscado un hombre fuerte capaz de mantenerla unida, incluso al precio de abusos y limpiezas étnicas.
Por último, hay que destacar el mayoritario apoyo que han dado a Erdogan los turcos que viven en Europa. La diáspora turca, que supone un 6% de los electores, alrededor de 3,5 millones, han apostado masivamente por Erdogan, dándole un apoyo de casi el 70%. Los turcos que viven en Alemania, Francia, Bélgica o Austria, alejados de los problemas cotidianos que se viven en Turquía, han dado su apoyo al proyecto islamo-nacionalista encarnado por el presidente.
Con esta victoria Erdogan podrá presidir el centenario de la fundación de Turquía. Cuando en 1918
las tropas aliadas ocuparon una humillada Constantinopla el Imperio otomano tenía las horas contadas.
Humillación que fue aún mayor unos meses después, cuando Louis Franchet d’Espèrey, general en jefe
de los aliados, recorrió a caballo la gran avenida de Pera, en un gesto simbólico que imitaba la llegada de Mehmet el Conquistador a Constantinopla en 1453. Humillación definitiva cuando fue aclamado por
las comunidades (judíos, griegos, armenios…) que el Imperio había albergado y protegido durante siglos.
El Tratado de Sèvres, fi rmado en 1920 pero nunca aplicado, redujo Turquía a su mínima expresión,
asignando importantes porciones del territorio a los armenios, kurdos y griegos y confi ando Constantinopla y el control de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos a los aliados. Tras la reconquista del país por las tropas de Kemal, el Tratado de Lausana de 1923 defi nió las fronteras de la actual Turquía, obligando a dolorosas transferencias de población con Grecia y poniendo sobre los hombros de Kemal una inmensa tarea: crear no sólo un Estado, sino también una nación, a partir de los
restos de un imperio muy diverso. De aquí el sobrenombre con el que Kemal ha pasado a la historia: Ataturk, el padre de los turcos.
Kemal construyó la nación turca sobre el molde occidental: imponiendo el laicismo en la Constitución, introduciendo el alfabeto latino y prohibiendo el uso del tradicional sombrero fez, todo ello de
la mano de un nuevo nacionalismo que proponía la «turquifi cación» del país y sus comunidades. Así se
explica, por ejemplo, los pogromos contra las comunidades judías de Tracia en 1934, la campaña nacional e carteles en los que se instaba a hablar turco, la ley del 11 de noviembre de 1942, que gravaba con un impuesto confi scatorio a los ciudadanos turcos de origen judío, griego y armenio, los pogromos del 6 y 7 de septiembre de 1955 dirigidos contra la comunidad griega de Estambul y la agresiva política colonizadora en Chipre. Los resultados son evidentes: de una población de 350.000
habitantes en 1920 (un tercio de la población de la época), la comunidad griega de Estambul cuenta ahora con apenas dos mil almas en una ciudad de quince millones de habitantes. La comunidad judía, por su parte, es ahora residual, por no hablar de la comunidad armenia, víctima del más atroz genocidio primero y de discriminaciones sin fi n luego.
Contrario a primera vista a un kemalismo que tras más de medio siglo de poder había perdido fuerza,
el islamismo que encarna Erdogan en realidad ha asimilado el proyecto nacional de Kemal, fusionándolo
con un islam sunita que mira con orgullo su pasado imperial. La obra de Mustafá Kemal Ataturk ha sido
refundada por Erdogan con rasgos panislamistas, panturcos y neootomanos, un proyecto que, a pesar del desgaste de los años en el poder sigue suscitando el apoyo mayoritario de la generación que ha votado este año por primera vez, una juventud educada en el islamo-nacionalismo que reivindica una identidad musulmana y turca y que cada vez es más hostil a Occidente. Un proyecto, en definitiva, en el que no hay lugar para las comunidades cristianas, ahogadas no solo en suelo turco, sino cada vez más en lo que Turquía considera su área de influencia.
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