El pasado sábado 10 de diciembre el papa Francisco recibió en audiencia a los seminaristas de Barcelona, con quienes quiso compartir, entre otras reflexiones, las siguientes palabras:
«Les doy la bienvenida en esta casa de Pedro, que es la casa de toda la Iglesia. Sé que han deseado mucho este encuentro y han pedido a su arzobispo, con insistencia, poder estar aquí. Ven, la oración perseverante da sus frutos, no lo olviden nunca. También es importante invocar la mediación de la Iglesia, por eso no dejen de pedir las oraciones de sus pastores y de los fieles, para que Dios les conceda perseverancia en el camino del bien.
»Al hablar a los formandos hay dos tentaciones, la de centrarse en lo malo, teniendo en cuenta sólo las experiencias negativas y la de intentar presentar un mundo idílico e irreal. Es por ello que, manteniéndonos en este tema de la oración con el que hemos comenzado, me ha parecido interesante un librito de un obispo santo de vuestra tierra, san Manuel González, que desgrana en un rosario sacerdotal lo bueno y lo malo que nos cuestiona, haciendo de ello una plegaria que, por intercesión de nuestra Madre Inmaculada, presentamos a Dios.
»Recuerden que, cuando sean sacerdotes, su primera obligación será una vida de oración que nazca del agradecimiento a ese amor de predilección que Dios les mostró al llamarles a su servicio. Este es el primer misterio gozoso del que todo nace. En esta fase de formación en la que se encuentran, les haría bien que en su oración pudieran confrontarse con las actitudes de la Santísima Virgen, preguntándose: ¿cómo estaba ella cuando Dios la llamó?, y yo ¿cómo estaba? ¿Con qué celo me planteo mi futura vida sacerdotal?, ¿me alzaré –dice san Manuel–, como una burbuja en una olla hirviente de amor, para llevar a Dios al mundo? ¿Lo llevaré hasta los montes, a lo más arduo y penoso?
»El sacerdote “no es un dominador de las almas por la plata y el oro… su riqueza, su poder, es sólo la virtud del nombre de Jesús”, eso quiere decir, hacerlo presente en la Eucaristía, en los sacramentos, en la palabra, para que nazca en el corazón de los hombres, ser en todo y siempre su instrumento. Para eso nos entregamos, como Jesús, en el templo, como víctimas, para la redención del mundo. Y, en el último misterio gozoso hay una idea muy importante para toda su vida, no la dejen nunca, me refiero a Jesús perdido en el Templo, a ese Jesús al que tengo que volver siempre a buscar en el sagrario. Piérdanse allí con Él, para esperar a sus fieles: “el buen sacerdote sabe muy bien que, mientras le queden ojos para llorar, manos con que mortificarse y cuerpo que afligir, no tiene derecho a decir que ha hecho todo lo que tenía que hacer por las almas que le están confiadas”.
»Esta entrega prefigura lo que ustedes pueden meditar en los misterios dolorosos. Dios nos pide sacrificio, sacrificio del corazón, rindiendo nuestra voluntad, como Él nos propone en el Getsemaní; sacrificio de la sensibilidad, en la ascesis que contemplamos en la flagelación; sacrificio de la honra, tan española, pensando –como cantan en el himno de Cuaresma– que buscar el laurel de la nobleza, del título académico, del elogio mundano, nos aleja de Dios, y más bien hay que aspirar a las coronas de espinas que nos identifican con el Señor. Ahí está el sacrificio de asumir la propia cruz y comenzar un camino, muchas veces de abandono, es el sacrificio de la vida. Mirando la cruz alzamos los ojos al Cielo y vemos nuestro destino. ¿Les parece difícil? No lo es, bastan cosas sencillas: la cama dura, la habitación estrecha, la mesa escasa y pobre, las noches a la cabecera de los agonizantes, los días muy temprano abriendo la iglesia antes que los bares, y esperar, acompañando a Jesús solo, a los pecadores y a los heridos en el camino de la vida.
»Y llegamos a los misterios gloriosos, que son nuestra acción de gracias por la misa de Jesús en la cruz. Después del triunfo de la resurrección, Jesús entró en el santuario del Cielo y desde allí perpetúa esta continua acción de gracias. Verlo sentado a la derecha del Padre, nos llama a la esperanza y nos llena de regocijo, porque nos asegura el Paraíso. Para ello Dios envía el Espíritu Santo, el único que puede enseñarnos estos misterios, y un día, a ustedes, les dará el don de ser sacerdotes de Cristo. No dejen nunca de gustar y rememorar este amor de predilección que se derrama y se derramará abundantemente en su corazón, en su ordenación y en el resto de sus días. No apaguen nunca ese fuego que los hará intrépidos predicadores del Evangelio, dispensadores de los tesoros divinos. Unan su carne a la de Jesús, como María, para inmolarse con Él en el sacrificio eucarístico, y también, en la gloria de su triunfo.
»Queridos seminaristas, tomen pues, su rosario, y pidan a María, Reina y Madre de la Misericordia, que los ayude a desvelar los misterios del sacerdocio al que Dios los llama, contemplando los misterios de su Hijo, acatando que el gozo del seguimiento y la perfecta identificación en la cruz son el único camino para la gloria. Que Dios los bendiga».
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