Una vez más Cristiandad vuelve sobre uno de los temas centrales de la teología de la historia, y lo hacemos en un tiempo en que celebramos varios aniversarios relacionados con santa Teresita del Niño Jesús, 150 de su nacimiento, 125 de su muerte y 25 años de la declaración como doctora de la Iglesia. El lector nos podría preguntar: ¿Hay alguna relación entre estos dos temas? La respuesta tiene que ser necesariamente afirmativa para que tenga sentido haberlos mencionado conjuntamente.
Es reconocida la actualidad de la doctrina espiritual de la santa de Lisieux, sobre todo por su afirmación de la necesidad de proclamar como algo central de la vida cristiana el Amor misericordioso de Dios para con todos y cada uno de los hombres. En un mundo en el que, fruto de la soberbia, el hombre pretende ser autor y dueño de la vida y de la muerte, que no necesita ser perdonado y redimido, todo lo cual ha tenido como consecuencia una sociedad frustrada, resentida y frecuentemente enferma de cuerpo y alma, el anuncio de la misericordia infinita del Dios que se ha hecho hombre y ha muerto en la cruz por amor a los hombres es de una máxima urgencia. La Iglesia durante los últimos pontificados así lo ha considerado con muchos gestos, celebraciones y documentos magisteriales, uno de ellos es el del doctorado de santa Teresita.
Dios para su acción salvadora de la humanidad eligió un pueblo: La razón de Israel como pueblo es la de la de llevar la redención a todos los hombres. Sin embargo, llegada la plenitud de los tiempos, Dios se hace hombre y nace por obra del Espíritu Santo en el seno de una familia judía formada por María y José de Nazaret, el pueblo elegido no le reconocerá como el Mesías anunciado por sus profetas. Como dice san Juan: «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron». No obstante, no hay que olvidarlo, los planes de Dios de redención misericordiosa se realizaron a través del «resto de Israel», los apóstoles judíos, son los que anunciaron el Evangelio al mundo gentil y al mismo tiempo san Pedro recordará en Jerusalén que también a ellos, los judíos, están destinados a forma parte del nuevo pueblo de Dios: «Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el Cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas» (Hch 3, 19-21). La llamada a la conversión va unida con el cumplimiento de las promesas mesiánicas de redención universal, es decir del reconocimiento del Dios de Israel como el único Dios verdadero por parte de todos los pueblos y naciones. Como afirmó el Concilio Vaticano II: «Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde Adán, “desde el justo Abel hasta el último elegido”, serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre» ( Lumen Gentium I,2). La salvación viene de nuestro Dios; y la verán todas las naciones. De nuestro Dios, del Dios de Israel.
Esta consumación de la Iglesia vendrá acompañada por la conversión del pueblo de Israel, así nos lo recuerda el Catecismo: La entrada de «la plenitud de los judíos» (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de «la plenitud de los gentiles» (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al pueblo de Dios «llegar a la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13) en la cual «Dios será todo en nosotros» (1 Co 15, 28). ( CIC 674)
Por ello las referencias a la conversión de los judíos, son como la primicia de la gran dispensación de misericordia que se manifestará con la con la conversión del mundo y que la Iglesia espera, desea y pide a Dios para estos tiempos en que vivimos sometidos a una gran prueba.
Cristiandad, noviembre 2022