Gianfranco Amato nos deja en La Nuova Bussola Quotidiana un análisis tremendo sobre el impacto social del divorcio y el triste papel que han jugado algunos políticos católicos en esta tragedia:
«Poco antes del amanecer del 1 de diciembre de 1970, al final de una de las sesiones nocturnas más largas de la historia del Parlamento italiano, el entonces presidente de la Cámara de Diputados, el socialista Sandro Pertini, anunció la aprobación definitiva del controvertido proyecto de ley “Fortuna-Baslini” (llamado así por los dos diputados que lo habían promovido), que preveía la introducción del divorcio en Italia.
Este acontecimiento constituyó el primer paso de la revolución antropológica que aún hoy vivimos. La indisolubilidad del matrimonio representaba la «línea Maginot» de esa sociedad que todavía era capaz de mantener y garantizar una cierta solidez. Antes de reducirse a la forma líquida actual, bien descrita por Zygmunt Bauman.
Así lo entendió también un toscano como Amintore Fanfani, que el 26 de abril de 1974 en Caltanissetta, durante un mitin, lo explicó a su manera: «¿Queréis el divorcio? Entonces debéis saber que el aborto vendrá después. Y después, el matrimonio entre homosexuales. Y puede que tu mujer te deje para huir con la sirvienta». No hacía falta ninguna habilidad adivinatoria especial para entender cómo iba a terminar y cómo, por desgracia, ha terminado.
La lógica del mal menor y la falsa suposición de tener que lidiar con situaciones excepcionales y transitorias se utilizó para el divorcio, como luego se hizo con el aborto y otras «conquistas» de la modernidad. El caso francés, desde este punto de vista, es emblemático. En Francia el divorcio fue introducido por ley en 1884, a pesar de las advertencias del papa León XIII en su encíclica Arcanum Divinae del 10 de febrero de 1880, en la que señalaba lúcidamente las consecuencias previsibles de esa ley. Los defensores del divorcio decían lo contrario: el divorcio disolvería los matrimonios mal avenidos que esperaban una solución para volver a la normalidad. Los hechos demostraron exactamente lo contrario.
Sigue siendo un hecho objetivo que, en todo el mundo, el divorcio ha hecho mucho más líquidas las relaciones humanas y la sociedad, y que la solubilidad del matrimonio ha socavado la estabilidad de la convivencia civil. Esto es admitido por cualquiera que lo analice honestamente, independientemente de cualquier creencia religiosa. Cualquiera, por ejemplo, puede entender que la indisolubilidad del matrimonio defiende por encima de todo la dignidad de la mujer, la parte más débil en caso de abandono, que después de dar a su marido lo mejor de sí misma, después de sacrificar su propia vida por la familia, ciertamente no merece ser sustituida como si fuera un producto caducado. Y todo el mundo puede comprender la necesidad del matrimonio indisoluble para el futuro de los hijos, su sustento y educación. Vemos a diario los efectos devastadores del divorcio en generaciones enteras de jóvenes.
Como sostenía el gran filósofo Gustave Thibon, «los cónyuges no sólo están comprometidos el uno con el otro, sino también con una realidad de la que forman parte y que los supera: la familia, en primer lugar, de la que son fuente y soporte, y luego la nación y la Iglesia, cuerpos vivos de los que las familias son las células». Por eso, una institución tan importante como el matrimonio debe ser protegida contra las múltiples vicisitudes del instinto y del interés propio, porque precisamente el matrimonio constituye el fundamento de la comunidad humana; si se rompe, se rompe la comunidad.
[…] La experiencia ha demostrado repetidamente, de hecho, que en determinadas circunstancias, especialmente cuando se trata de grandes pruebas, basta con considerar algo como posible para que se convierta en necesario. Se trata de un hecho psicológico elemental que por sí solo basta para disipar, entre otras cosas, el mito del llamado «matrimonio de prueba». Por el contrario, después de un verdadero matrimonio, «el pacto nupcial, al poner la sustancia del amor de una vez por todas más allá de las contingencias, ayuda necesariamente a decantar, a purificar el amor; igual que una presa no sólo contiene el curso del río, sino que hace sus aguas más claras y profundas. La necesidad de someterse y pasar la prueba del tiempo actúa sobre el afecto de los esposos como el tamiz que separa la paja del grano de trigo; lo despoja poco a poco de sus elementos accidentales e ilusorios y conserva sólo el núcleo incorruptible, transformando la pasión en verdadero amor».
Pasado más de medio siglo de la aprobación de la ley del divorcio en Italia, parecen aún más ciertas las palabras del gran escritor católico Igino Giordani: «Salvar la familia es salvar la civilización. El Estado está formado por familias; si éstas se desmoronan, también éste se desmorona».
Los políticos que se llaman a sí mismos «católicos» deberían recordarlo. La historia nos ha demostrado el daño que pueden infligir a una nación: fue precisamente el gobierno dirigido por el católico Emilio Colombo el que introdujo el divorcio en Italia (1970), el gobierno del católico Giulio Andreotti el que promulgó el aborto (1978), y el gobierno del católico Matteo Renzi el que aprobó las uniones civiles entre personas del mismo sexo (2016). Y quizás también le toque al gobierno del católico Giuseppe Conte aprobar la ley sobre la homofobia y la eutanasia. No hay nada que hacer, siempre hay a mano algún «tonto útil» dispuesto a llevar a cabo la revolución antropológica de la izquierda radical y anticristiana.
Francisco Carpintero Benítez, La ley natural: historia de un concepto controvertido
EL ex catedrático y profesor emérito de filosofía del derecho, Francisco Carpintero Benítez, nos adentra a través de esta obra en un tema a menudo complejo, como es el de la ley natural, que se ha vuelto más enrevesado...