Como habrán podido comprobar nuestros fieles y estimados lectores en casi todos los números del presente año hemos ido publicando una sección titulada: «Nuestra patria es el Cielo» y nos ha parecido oportuno dedicar el último número del año de modo monográfico al mismo tema. La razón de ello ha sido considerar que es absolutamente necesario en la vida cristiana contemplar lo que constituye el fin de nuestra vida, gozar de aquello que nuestro corazón debería desear y esperar más intensamente: la bienaventuranza eterna.
Sin embargo, nuestro mundo está envuelto en un atmósfera en la que la falta de esperanza parece invadir hasta los más recónditos ámbitos de la existencia de gran parte de la humanidad. Podemos preguntarnos ¿cómo es posible que esta falta de esperanza quede manifiesta en tantos aspectos de la vida social justamente cuando alardeamos de un progreso científico y especialmente tecnológico que «parece» abrir un época de grandes y espectaculares realizaciones y formas de vida sin precedentes?
Estamos viviendo unos tiempos caracterizados por las paradojas, contradicciones y perplejidades. Al mismo tiempo que «aún» vivimos inmersos en una situación de progreso, ya hace varia décadas que los sociólogos hablan de decadencia o de agotamiento del progreso.
Desde el siglo xviii y hasta la después de la primera guerra mundial, las ideologías políticas que se difundieron estaban toda ellas inspiradas en una filosofía de la historia progresista. Desde perspectivas políticas muy diversas se coincidía en afirmar un futuro en el que por fin se verían cumplidas las mejores expectativas que permitían anunciar felices augurios: La paz y el bienestar social estarían asegurados ya de forma definitiva. Un nuevo hombre y una nueva sociedad era lo que nos prometía este futuro esperanzador. Sin embargo, el siglo xx se ha encargado de desmentir estas utopías, que como calificó certeramente el historiador Pierre Chaunu fueron la antesala de los campos de concentración y de los gulag. La «paz perpetua» anunciada fue sustituida por una violencia destructora sin precedentes históricos y terminaba la segunda guerra mundial con la utilización de las armas nucleares que seguirán amenazando con su destrucción masiva a la humanidad. Revoluciones, golpes de estado, terrorismo y genocidios han proliferado durante los últimos 50 años. Haciéndose eco de ello, en repetidas ocasiones, el papa Francisco ha hecho referencia a una «tercera guerra mundial» que se está gestando e incluso que ya la vivimos por partes. A esto tendríamos que añadir el drama de un mundo en el que es posible terminar legalmente con las vidas de los más desprotegidos, a los aún no nacidos y los que viven en condiciones, según algunos, no aceptables, unido al descenso vertiginoso en el mundo occidental de los matrimonios constituidos con voluntad de permanencia definitiva, y la baja natalidad consiguiente, son una clamoroso grito que afirma que estamos en un mundo sin esperanza.
Esta situación es fruto del intento de sustituir la esperanza en la vida eterna por un futuro exclusivamente temporal construido por el hombre. Como afirmó Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi: «la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científicamente. Así, la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del Reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero “Reino de Dios”».
Se rechazó el pasado como aquello que había que superar definitivamente y se quiso vivir un presente con la esperanza de este futuro prometedor, fruto del trabajo humano y sobre todo de las fuerzas inmanentes del progreso histórico. Nos hemos quedado sin pasado que recordar, sin memoria en la que nos podamos reconocer, sin esperanza en el cumplimiento de las promesas de vida eterna y finalmente con un futuro humano con negros presagios de colapsos ecológicos y crisis climatológicas. Estamos acorralados en un presente inmediato que transcurre a través de una vida cotidiana de la que queremos evadirnos a través de actividades sin sentido o consumiendo sustancias que nos permitan no pensar en una realidad que no llegamos a comprender.
Si como resultado de esta reflexión se considera que somos unos pesimistas y profetas de desgracias, responderemos que todo lo contrario, ante un mundo sin esperanza en el que la tristeza, en forma de depresión, que como recordaba el Papa en la intención de oraciones del pasado mes de noviembre: «la tristeza, la apatía, el cansancio espiritual terminan por dominar la vida de las personas», solo es posible superar esta tristeza y cansancio viviendo ya con el gozo y alegría que es fruto de la esperanza teologal que hay que proclamar insistentemente y es anticipación de aquellas palabras del Evangelio que por la misericordia de Dios esperamos escuchar de los labios de Jesús al final de nuestras vidas: «Siervo bueno y fiel, entra en el gozo del Señor» (Mt 25, 14-30)
CRISTIANDAD, “semper fidelis»
Al cumplir los setenta años de su aparición la revista Cristiandad publica su número mil. Un largo camino recorrido que invita a una gozosa reflexión. En primer lugar, renovar nuestra acción de gracias al Corazón de Jesús por habernos concedido el...