Nuestra esperanza, hermanos, no se refiere a este tiempo, ni a este mundo, ni a la felicidad que ciega a los hombres que se olvidan de Dios. Lo primero que debemos saber y retener con corazón cristiano es que no nos hemos hecho cristianos para conseguir los bienes del tiempo presente, sino para alcanzar un no sé qué que Dios promete ya, pero de lo que el hombre aún no se hace una idea. Efectivamente, de ese bien se ha dicho: Lo que el ojo no ha visto, ni el oído ha oído, ni ha subido a corazón de hombre: lo que Dios ha preparado para los que le aman. Por tanto, puesto que bien tan grandioso, tan radiante, tan inefable no halló hombre que lo recibiera, tuvo a Dios prometiéndolo.
Pues al presente, el hombre, ciego de corazón, no capta lo que se le ha prometido, ni se le puede
mostrar actualmente lo que ha de ser él mismo, a quien se hace la promesa. Imagínate que una
criatura recién nacida, incapaz de hablar, de caminar, de hacer nada, a la que se ve débil, acostada,
necesitada de ayuda ajena, pudiera entender las palabras que le dirigen; si solo pudiese entender a
quien le hablara y le dijese: «Mira: como ves que yo ando, actúo, hablo, así serás tú pasados pocos años», viéndose a sí misma y mirando a quien le habla, esa criatura, aunque viese lo que le promete, considerando su debilidad, no le creería, no obstante estar viendo lo que le prometía. A nosotros, en cambio, como a criaturas recién nacidas a este mundo y acostadas por la propia debilidad, se nos promete también algo grandioso, que no vemos; pero ponemos en pie la fe por la que creemos lo que no
vemos para merecer ver lo que creemos. Todo el que se burla de esta fe y juzga que no debe creer porque no ve, cuando llegue lo que no creía, le saldrán los colores; abochornado, será apartado; apartado, será condenado. En cambio, el que crea será puesto aparte a la derecha, y permanecerá firme, lleno de confianza y gozo, en compañía de aquellos a los que se dirá: «Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os está preparado desde el principio del mundo ». Asimismo, cuando pronunció estas palabras, concluyó su discurso con estas otras: Estos irán al fuego eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna.
Esta vida eterna es la que se nos promete a nosotros. A los hombres a los que les agrada vivir en esta
tierra se les prometió vida; y como temen tanto morir, se les prometió eterna. ¿Qué te agrada? Vivir.
Lo tendrás. ¿Qué temes? Morir. No sufrirás la muerte. Pareció suficiente que a la debilidad humana se le dijera:
«Tendrás vida eterna». Esto lo entiende la mente humana; a partir de lo que obra, se hace cierta idea del futuro. Pero qué llega a conocer a partir de cosa tan insignificante como lo que ella obra? Que vive y que no quiere morir; que ama la vida eterna, que quiere vivir por siempre y no morir nunca.
En cambio, los que serán castigados y atormentados querrán morir y no podrán. Por tanto, no es gran cosa tener una vida larga o vivir por siempre: lo realmente grande es vivir en la felicidad.
Amemos la vida eterna, y aprendamos cuánto debemos esforzarnos por alcanzar la vida eterna
al ver que los hombres que aman la presente vida temporal que alguna vez ha de acabar se fatigan tanto por ella que cuando les sobreviene el miedo de la muerte hacen cuanto está en sus manos, no para eliminarla, sino para diferirla. ¡Cuántos esfuerzos hace el hombre cuando la muerte llama a su puerta! (…) Ved que, tras haber agotado sus fuerzas y recursos, puede lograr conseguir un poco más de vida, pero no vivir por siempre. Por tanto, si se emplea tanta fatiga, tantos esfuerzos, tantos gastos, tantos cuidados para alargar un poco la vida, ¡Cuánto no habrá que hacer para vivir por siempre! Y si se considera juiciosos a los que recurren a todos los medios para retrasar la muerte y vivir unos pocos días más, ¡qué necios son los que viven de tal modo que pierden el día eterno!
San Agustín, La hora de la resurrección de los muertos (Jn 5,25—29)
y la vida eterna (1Cor 2,9). Sermón 127