El 3 de octubre, víspera de la festividad de san Francisco de Asís, y en el marco de su viaje a la ciudad del Povorello, primera salida del Santo Padre fuera de Roma desde el comienzo de la pandemia del Covid-19, el papa Francisco firmó una nueva encíclica –Fratelli tutti– sobre la fraternidad universal y la amistad social, que sería publicada al día siguiente en el Vaticano.
Inspirándose en el encuentro mantenido con el Gran Imán Ahmad al-Tayyeb en Abu Dhabi el pasado mes de febrero de 2019, el Papa ha querido dirigir un nuevo mensaje «a todas las personas de buena voluntad, más allá de sus convicciones religiosas» –y no a los obispos, sacerdotes y fieles católicos, como suele ser habitual en las encíclicas papales, condicionando así tanto el estilo como el contenido de la carta– para reflexionar sobre uno de los aspectos más intrínsecos del ser humano en tanto que «animal social» y que parece que se va oscureciendo cada vez más en nuestro mundo actual.
La cuestión de la fraternidad universal –todos los hombres somos hermanos porque somos hijos de un
mismo Padre– y la consiguiente amistad social que brota de dicha fraternidad –todos los hijos de Dios
tienen un ser dignísimo que no sólo debe ser respetado sino que merece ser amado– es un tema al
que el papa Francisco ha dedicado múltiples intervenciones a lo largo de su pontificado, tanto por el
peligro que corre de ser menospreciado como por constituir un buen punto de partida –por su carácter
de principio racional, y no de fe– en el diálogo con un mundo moderno que rechaza todo fundamento
sobrenatural del orden social.
De hecho, la nueva encíclica –que, a pesar de su carácter más pastoral que doctrinal, tiene el valor de recoger en un único documento las principales orientaciones de la Iglesia relacionada con este tema, muchas de ellas ya tratadas en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia (2004) pero no sistematizadas ni en dicho documento ni en el Catecismo de la Iglesia Católica (1997)– constituye fundamentalmente una recopilación de textos del propio papa Francisco en los que ha ido analizando algunas de las tendencias que, como «sombras de un mundo cerrado», desfavorecen el desarrollo de la «fraternidad universal» que se basa en el amor, la «caridad que Dios infunde».
«La afirmación de que todos los seres humanos somos hermanos y hermanas –afirma el Santo Padre–,
si no es sólo una abstracción, sino que toma carne y se vuelve concreta, nos plantea una serie de retos que nos descolocan, nos obligan a asumir nuevas perspectivas y a desarrollar nuevas reacciones» al servicio del verdadero bien común, tanto a nivel personal como social y político.
Sólo si se entra en esta lógica de la caridad, insiste repetidamente el papa Francisco, basada en el gran
principio de que «los derechos brotan del solo hecho de poseer la inalienable dignidad humana», las palabras de la encíclica no sonarán a fantasía ni serán meras utopías; sólo así «es posible aceptar el desafío de soñar y pensar en otra humanidad».
«Si hay que respetar en toda situación la dignidad ajena –explica el Papa–, es porque nosotros no inventamos o suponemos la dignidad de los demás, sino porque hay efectivamente en ellos un valor que supera las cosas materiales y las circunstancias, y que exige que se les trate de otra manera. Que todo ser humano posee una dignidad inalienable es una verdad que responde a la naturaleza humana más allá de cualquier cambio cultural. (…).
»A los agnósticos –continua el papa Francisco–, este fundamento podrá parecerles suficiente para otorgar una firme y estable validez universal a los principios éticos básicos y no negociables, que pueda impedir nuevas catástrofes. Para los creyentes, esa naturaleza humana, fuente de principios éticos, ha sido
creada por Dios, quien, en definitiva, otorga un fundamento sólido a esos principios. (…) [Por eso], sin una
apertura al Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad. (…) “Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres”. (…) Cabe reconocer que “entre las causas más importantes de la crisis del mundo moderno están una conciencia humana anestesiada y un alejamiento de los valores religiosos, además del predominio del individualismo y de las filosofías materialistas que divinizan al hombre y ponen los valores mundanos y materiales en el lugar de los principios supremos y trascendentes”. (…) Por estas razones, si bien la Iglesia respeta la autonomía de la política, no relega su propia misión al ámbito de lo privado. Al contrario, no “puede ni debe quedarse al margen” en la construcción de un mundo mejor ni dejar de “despertar las fuerzas espirituales” que fecunden toda la vida en sociedad. (…) [Porque] si la música del Evangelio deja de sonar en nuestras casas, en nuestras plazas, en los trabajos, en la política y en la economía, habremos apagado la melodía que nos desafiaba a luchar por la dignidad de todo hombre y mujer».
En este caer en la cuenta de que el hombre es un ser creado por Dios a su imagen y semejanza y al que ama por sí mismo con amor de caridad está lo más nuclear del mensaje del Papa, que tiene a su vez una clara llamada a cambiar los corazones, los hábitos y los estilos de vida para adecuarlos a esa convicción y lograr así que este sueño de un mundo fraterno se haga realidad.
Y esto es precisamente lo que el mundo moderno parece no querer realizar, como ha quedado patente en los comentarios favorables que ha suscitado la encíclica en diversos sectores sociales y políticos, como deseando obtener los frutos evangélicos que pone de relieve la encíclica pero sin querer poner en práctica los principios que brotan del mismo y los hacen posibles.
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